Lun 06.01.2014
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LITERATURA › SILVIA LóPEZ, ESCRITORA Y PSICOANALISTA

Ficción y realidad de la locura

Acaba de publicar El cerco rojo de la luna, una novela que busca enfocar en el adentro y el afuera de un hospicio. “Ser psicoanalista es una ventaja. No hay manera de que no se entrecrucen la escritura y el psicoanálisis”, señala.

› Por Silvina Friera

“El alma es un cuarto oscuro”; “La vida es extraña, un amontonamiento de circunstancias”; “Hay que tener cuidado con las palabras: el que siembra tormentas, recoge tempestades”, son frases que permanecen tatuadas en la retina por obra y gracia de esa formidable materia viviente que es El cerco rojo de la luna (Paradiso), de la escritora y psicoanalista Silvia López. Esta novela –con reminiscencias de La montaña mágica– tiene un sistema nervioso que va transformándose para deleite y perplejidad de sus lectores. Todo empieza cuando Ivone Montiel es internada por cuarta vez en el Hospicio de Buas. “Demencia”, sentencia el diagnóstico de un psiquiatra. La joven es “peligrosa”, cree que asesinó a sus padres y que desde entonces la persigue el diablo. Escucha voces, mantiene conversaciones con cuadros de pintores famosos y se interesa por los climas del planeta. Quiso cambiarse el nombre y decidió llamarse Vone. Hervé, con un matrimonio que se apaga poco a poco, tiene miedo de enloquecer igual que su prima. Víctor, el padre de Hervé y el tío de Vone, un viudo que optó por encerrarse en la lectura y la escritura, publica novelas con el seudónimo de Laurencio Lear. Alexandra, una médica internada por propia voluntad en el hospicio, desoye una certera advertencia: “El encierro promueve los recuerdos y distorsiona la percepción”. Y está, además, la pequeña Marilú, la suicida crónica, la chica de la cama de al lado de Vone.

“En la plataforma de esta novela está la locura, lo que está afuera y lo que está adentro del manicomio, el poder médico que encierra. El cerco rojo de la luna trata de enfocar el adentro y el afuera del hospicio. Y sí: están tan locos los de adentro como los de afuera. No todos, hay algunos que se salvan”, cuenta López a Página/12. “Ser psicoanalista es una ventaja. No hay manera de que no se entrecrucen la escritura y el psicoanálisis. Marilú es un personaje que conocí, una chica que quería morir y no lo lograba. Intentaba suicidarse todo el tiempo. Sigue viva y está bastante estable gracias a los tratamientos y a la parte moderna de la psiquiatría. En la novela puse uno de los suicidios que le salió mal, el de la cuerda cortada. A veces me nutro de historias, pero tienen que ser muy novelescas. Y hay que decir que, por suerte, la mayoría no lo son”, aclara la autora de Cálculo y presentimiento.

–¿Encerrarse implica salir del mundo?

–Cada vez que te encerrás, salís del mundo, no sólo en un manicomio; podés hacerlo estando en tu casa. La escritura es un afuera importante, por eso estamos acá sentadas, ¿no? Yo escribí toda la vida y en algún momento decidí empezar a publicar. Publico para salir al otro, para que ese encierro quede en su límite.

–La palabra locura se menciona poco en la novela, está como velada, ¿no?

–Sí. Y no aparece la palabra paciente, se dice los internados. Quizá por respeto a mis propios pacientes, que son mi principal compañía. Algún que otro paciente me lee y siempre me pregunto qué efecto podrá tener para el paciente encontrarse con el analista que cuenta una historia. No me ha traído problemas hasta ahora. Si me lo trajera, abandonaría perfectamente la escritura, guardaría todo en un cajón y me quedaría con mis pacientes. Ni lo dudaría un minuto.

–¿Seguro?

–Sí, seguiría escribiendo y alguien lo publicará post-mortem, cuando ya no haya ni escritora ni pacientes (risas). No abandonaría la escritura porque es sintomática en mí. Abandonaría la publicación. Durante mucho tiempo me abstuve de publicar por el tema profesional, hasta que me convencí de que era una real tontería. Que era una excusa.

–A propósito de esta cuestión, en un momento de la novela se lee lo siguiente: “Siempre pensó que los libros actuales tienen que ser olvidados, se le impone demasiada carga a la memoria”. Como escritora que ha empezado a publicar recientemente, ¿coincide con lo que plantea Víctor, el personaje escritor de la novela?

–Quizá me equivoqué al demorar el hecho de publicar. Yo dediqué mi vida a la escritura, pero durante mucho tiempo nadie lo supo. Coincido con Víctor: los libros actuales tienen que ser olvidados. Pero seguro que a los libros de Dostoievski y de Proust no les va a pasar el olvido.

–Es difícil saber cuáles de los libros del presente serán los clásicos del mañana.

–Creo que no lo vamos a saber nosotros. No sé si funcionaremos como clásicos, seguramente yo no. Pero hay otros escritores muy importantes de este momento que podrían serlo. ¿Podrán ser los clásicos del futuro? Me parece en algún punto una injusticia: ¿por qué no podríamos descubrir lo nuevo? Y no lo digo por mí, que soy una escritora menos que nueva. Soy completamente desconocida. Pero sí por otros escritores que celebro y que no sé si van a tener alguna trascendencia...

Los ojos de la niña que fue escudriñan un recuerdo. “Mi primer libro es un cuento que se llama ‘El misterio de las uvas’. Lo escribí a los nueve años a mano, lo cosí y lo vendí en la avenida Lope de Vega y Virgilio, en Villa Devoto, junto con unos peines, espirales y unas cucharitas, a cambio de monedas para comprar unos caramelos Sugus confitados. El gran problema es que vendí el original y mi madre me lo reprocha hasta ahora: ‘¿Cómo pudiste hacer una cosa así?’. Desde entonces empecé a escribir con papel carbónico para conservar siempre una copia. Tengo una obsesión con la copia. Hay que tener nueve años para escribir ese cuento, ¿no? Como dice Picasso, hay que hacer mucho esfuerzo para pintar como un chico. Ya no podría reescribirlo porque mi mente está en otro universo de lenguaje”, afirma López con una determinación irrevocable. “Mi madre era una lectora fanática que me metió en la literatura desde muy chica. Y acá estoy. Para su lamento, la hija no estudió Letras. Eso es uno de los problemas de mi madre, que está cerca de los 90 años y me sigue reprochando lo mismo.”

–¿Por qué estudió Psicología en vez de Letras?

–¡Y yo qué sé! No sé por qué. A mí me interesaba siempre la otra escena y me parecía que escribir... podía escribir en casa, como hago ahora. Y que no tenía que ir a la universidad para eso. Y no te creas que no estoy arrepentida. La psicología era lo mío, quería poder intervenir en la otra escena. Siempre sospeché que había otra escena, que la cosa no era lineal, llana. Me interesan los sueños, para escribirlos o para luego trabajar con ellos. Es apasionante esta profesión, es más osada que la escritura. La escritura es muy osada, pero el consultorio es más osado y más eficaz.

–¿En qué sentido es más eficaz y osado el consultorio?

–En tu propia neurosis, por ejemplo. Cuando escribís, estás compensada, es un punto de armonía de tu vida. Pero el consultorio, mucho más. Tenés un dolor, por ejemplo, entrás al consultorio y se te pasa porque estás en el problema del otro. Atiendo a adolescentes y adultos. No puedo atender a los niños porque me parece que tienen razón en todo. Y sólo les podría comprar un alfajor y decirles: “Sí, querido, que se analicen tus padres” (risas). Y sé que no es así. La primera lección de (Sigmund) Freud, el primer descubrimiento fabuloso, es que el niño es responsable. Contrariamente a lo que se cree, que Freud culpabiliza a los padres, dice que uno es responsable hasta de sus propios sueños. Por lo tanto está muy bien el análisis de un niño y da buenos resultados, pero yo no lo puedo hacer. Es una de mis limitaciones. Para mí los niños tienen razón en todo.

–¿Por qué el psicoanálisis es tan literario?

–¿Por qué será? Hay un seminario de Lacan dedicado a Joyce y ahí los analistas nos hemos sumergido con toda el alma. Eso hizo su marca. Pero además la escritura es una referencia permanente en el psicoanálisis. No sólo en Freud y en Lacan. Cuando vas a escuchar una clase, ves que el docente recurre a la literatura. Habiendo tanto para comentar de los personajes literarios, ni siquiera tendrías que presentar un caso. Si quisieras hablar del suicidio femenino, ya con (Emma) Bovary y (Anna) Karenina podrías dar un seminario. Yo creo que en el psicoanalista hay un escritor frustrado.

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