LITERATURA › HORACIO VERBITSKY REVISA LOS TITULOS EMBLEMATICOS DE LA COLECCION QUE PAGINA/12 PRESENTA A PARTIR DE MAÑANA
El periodista y escritor desmenuza las historias y el contexto histórico de libros como Robo para la Corona, El vuelo, Un mundo sin periodistas y El silencio, que abre a partir de mañana la Biblioteca Horacio Verbitsky.
› Por Silvina Friera
Sus libros instalaron temas en la agenda pública, pero no se los devoró la coyuntura; perduran porque han pasado a la historia, enlazando de un modo indisoluble hechos con procesos, lo micro (“yo robo para la Corona”, la frase de José Luis Manzano) con lo macro. La corrupción menemista tuvo un cronista implacable a la hora de vincular los negociados de un gobierno con el cambio de paradigmas en el sistema internacional –la crisis del socialismo– y en el movimiento peronista, que abandonaba las líneas centrales que constituyeron su identidad. El paso siguiente fue demostrar la construcción de un poder absoluto sin justicia ni control, y lo molesto que pueden resultar los periodistas. Con el cambio de década y de siglo, colocó en la centralidad del debate social y político los crímenes del terrorismo, y a la Iglesia como cerebro del brazo militar durante la dictadura. Página/12 y Editorial Sudamericana ofrecen a partir de mañana la Biblioteca Horacio Verbitsky, doce libros imprescindibles para comprender la política argentina. Y para inaugurar la colección se presenta El Silencio, una minuciosa investigación que revela el funcionamiento de un campo de concentración en una propiedad eclesiástica, donde la patota de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) escondió a 60 detenidos desaparecidos durante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979.
La Biblioteca Verbitsky se completará con Hacer la Corte, La última batalla de la Tercera Guerra Mundial, Ezeiza, Civiles y militares, El vuelo, La posguerra sucia, Robo para la Corona, Hemisferio derecho, La educación presidencial, Medio siglo de proclamas militares y Un mundo sin periodistas. El columnista de Página/12 dice que nunca logra anticipar la repercusión que pueden tener sus libros, pero admite que han instalado temas como la corrupción, la justicia, los crímenes de la dictadura y el rol de la Iglesia y de las Fuerzas Armadas durante la dictadura militar, entre otros.
–Una de sus investigaciones más emblemáticas fue Robo para la Corona. ¿Qué le interesaba destapar con la corrupción menemista?
–Al principio no me atraía demasiado el tema de la corrupción porque, desvinculado de las líneas centrales de un proceso político, me parecía un poco vacío. El trabajo consistió básicamente en vincularlo con el proceso político, porque la corrupción del gobierno de Menem era el ingrediente necesario en ese momento de abandono por parte del peronismo de lo que habían sido las líneas centrales de su identidad histórica, pero era también la etapa de la crisis internacional del paradigma socialista. En consecuencia, las motivaciones para la dirigencia dejaban de ser un proyecto determinado de país y pasaban a ser los beneficios inmediatos.
–¿Por qué tuvo tanta repercusión ese libro?
–Creo que colaboró mucho el gobierno menemista, que reaccionó con un ataque tan sistemático que hizo que mucha gente, que tal vez de otro modo no se hubiera enterado o interesado, pensara que si reaccionaban de esa manera contra el libro es porque debe haber cosas muy tremendas que no quieren que se sepan. Lo cual era cierto, pero tuvieron la torpeza de ponerlo en evidencia.
–¿Cómo explica que El vuelo haya sido el libro que permitió que Scilingo fuera condenado a 640 años de prisión?
–Scilingo está condenado porque es una persona que no se aguanta a sí misma por lo que hizo, y que sólo puede encontrar sosiego en el castigo. Yo no lo busqué a él, sino que Scilingo me interpeló en el subte y empezamos a conversar. Me tomé varios días para verificar si realmente era quien decía ser, si tenía la historia que decía tener, y recién cuando lo verifiqué empecé a investigar sobre un tema que para mí era un deber moral. Tampoco pensé que iba a tener la repercusión que tuvo porque no había ninguna preocupación en la sociedad por los vuelos de la muerte. Eran los años de la plata dulce menemista, del “déme dos”, de la euforia de los paraísos artificiales. Pero era la primera vez que uno de los ejecutores del terrorismo de Estado confesaba. Al final de la dictadura y al principio del gobierno de Alfonsín hubo suboficiales que contaron algunas cosas, pero ninguno que lo hubiera hecho en primera persona y con datos concretos de cuándo, cómo y dónde. Además asumía la responsabilidad y confesaba el daño que le habían ocasionado los vuelos de la muerte y cómo le habían destruido la vida.
–¿En qué sentido la confesión de Scilingo marcó un antes y un después en la sociedad argentina respecto de los crímenes del terrorismo de Estado?
–Hasta ese momento se conocían los episodios de la ESMA por el testimonio de los sobrevivientes, las investigaciones judiciales y por las denuncias de los organismos de derechos humanos, pero había un sector importante de la sociedad que no terminaba de incorporar estos testimonios y que no lograba entender lo que significaban para la Argentina. La aparición de este hombre cambió eso totalmente; los sobrevivientes dejaron de ser parias y pasaron a ser reconocidos por la sociedad. Inicialmente los sobrevivientes reaccionaron con mucha violencia contra Scilingo, porque sentían que venía uno de los asesinos a desplazarlos como la voz creíble del relato de lo que había ocurrido. Lo cual era totalmente cierto, ellos ya lo habían dicho. Pero después de diez años entendieron los aportes de ese testimonio, no para el conocimiento de los hechos sino para la toma de conciencia del conjunto de la sociedad.
–¿Fue, en cierto sentido, como un segundo Nunca más?
–Desde entonces no hay dos versiones de la historia, y de hecho los militares dejaron de negar los hechos; lo que tratan de hacer es justificarlos, explicarlos, contextualizarlos, equipararlos con los actos de la guerrilla. Incluso como línea de estrategia jurídica, hay muchos militares que están entregando manuales que demostrarían que tenían órdenes de hacer lo que hicieron. Abandonaron la estrategia de la negación por el testimonio de Scilingo, que abrió un capítulo nuevo. Además de que los sobrevivientes dejaron de ser parias, emergieron sectores no visibles de la sociedad como los hijos, que recuperaron la dignidad de sus historias personales y las de sus padres. La confesión de Scilingo fue de enorme importancia para la sociedad argentina. Hay miles de discusiones posibles en torno de los hechos, jurídicas, políticas, éticas, filosóficas; se pueden admitir opiniones muy diversas, pero después de Scilingo lo que no se puede hacer es negar los hechos. También Scilingo fue el primero en revelar el rol que tuvo la Iglesia. Cuando el almirante Mendía, que era el comandante de operaciones navales, informó acerca del sistema clandestino de asesinatos de prisioneros, dijo que ése era un método aprobado por la jerarquía eclesiástica, que lo consideraba una forma cristiana de muerte. Y cuando volvían de las misiones en las que arrojaban a las personas indefensas al mar, y se sentían mal por lo que habían hecho, recurrían a los capellanes que los tranquilizaban con parábolas bíblicas.
–¿Scilingo lo llevó a El Silencio?
–En realidad me devolvió a ese tema. Yo había publicado una nota en la revista Página/30, pero nunca había podido profundizar la investigación, aunque siempre había tenido el proyecto de hacerlo porque me parecía un caso único que un campo de concentración hubiera funcionado en una propiedad eclesiástica. A partir de la confesión de Scilingo retomé la investigación. En septiembre de 1979, cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos vino a investigar las denuncias, todavía la ESMA tenía unos 60 prisioneros que estaban dentro de lo que ellos llamaban “proceso de reeducación”, copiado de la guerra de Argelia, y que fue inventado por una asociación católica integrista, Cité Catholique, que trabajaba dentro del Ejército y de la Iglesia francesa. Ese proceso consistía en convertira los prisioneros detenidos en agentes de Inteligencia propios mediante un trabajo de adoctrinamiento católico. Logré documentar muy bien cómo se trasplantó ese proceso a la Argentina, pero lo novedoso era cómo la Iglesia participaba de ese proceso y cómo estaba al tanto de cada uno de los detalles. Encontré un documento del gobierno de los Estados Unidos en el que el embajador norteamericano en la Argentina describía a su Cancillería el proceso de recuperación con un grado de detalle asombroso, y señalaba que su fuente era el nuncio apostólico Pio Laghi.
–Un mundo sin periodistas es de fines de la década del ’90 y da cuenta de la sistemática persecución del gobierno menemista contra el periodismo. ¿Cómo vincularía el tema de este libro con la relación de Néstor Kirchner con la prensa?
–El gobierno de Menem promovió muchos juicios contra los periodistas, los amenazó y hubo muchas agresiones físicas. Intentó reformar las leyes para establecer penas más graves, y mediante la denuncia internacional y la organización de grupos de periodistas, conseguí que se derogara la ley de desacato que se usaba para la persecución. La situación actual me parece totalmente distinta. En el prólogo de aquel libro advertía que la nueva amenaza que hay para la libertad de expresión era la concentración de la propiedad de los medios y la aparición de personalidades vinculadas con la corrupción de la política, que invertían dineros mal habidos en los medios. Eso se ha concretado con creces, y en ese sentido creo que el déficit más grande del actual gobierno fue cuando prorrogó por diez años todas las licencias de radio y de televisión. En vez de favorecer el ingreso de nuevos sectores, cristalizó esta situación. Si bien benefició a todos los actuales licenciatarios, fue una medida con nombre y apellido porque justamente aquellos medios audiovisuales que expresaban esa canalización de dineros espurios de la corrupción estaban en convocatoria de acreedores, y la prórroga los salvó de la quiebra. Me parece un gravísimo error de este gobierno. En cuanto a las declaraciones de Kirchner, lo que hace es recordarles a muchos medios el comportamiento que tuvieron durante la dictadura y eso me parece que está bien, es legítimo precisar quién es quién. Si lo hace respecto de los militares, de los empresarios, por qué no lo podrá hacer con el diario La Nación. Además este diario, a través de Escribano, le presentó a Kirchner, aun antes de asumir, cinco puntos de un pliego de condiciones donde le detallaban lo que tenía que hacer si no quería ser derrocado, y uno de los puntos principales era no avanzar con los juicios por los crímenes de la dictadura. Poner eso en evidencia me parece razonable. Lo que el Gobierno debería hacer es avanzar en la democratización, permitir que se expresen otros sectores de la sociedad que no sean sólo los grandes medios y tomar medidas que impidan la consolidación de negocios monopólicos. Si cada vez que un medio critica lo que el Gobierno hace, la respuesta será recordarles lo que el medio hizo durante la dictadura, me parece que estamos adelgazando el espesor de un debate que es muy importante.
–¿Sigue una especie de “método Walsh” como periodista? ¿Sería algo así como el Walsh de los ’90?
–Hay muchas cosas que aprendí de él, básicamente una actitud que es política, ética, de entrega al trabajo y de identificación con un proyecto popular, de poner nuestro trabajo periodístico no al servicio de un fenómeno individual sino como parte de un proceso colectivo, y de asumir riesgos por eso. Me enseñó mucho el valor del archivo, de la búsqueda de información, de la sistematización. No sé si soy el Walsh de los ’90, soy la persona menos apropiada para opinar. Esa valoración la tienen que hacer otros.
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