LITERATURA › HORACIO GONZALEZ Y “LOS ASALTANTES DEL CIELO”
Según el director de la Biblioteca Nacional, el concepto central del libro que acaba de lanzarse abre caminos interesantes para el análisis de la historia política argentina –en especial el peronismo– y el modo en que los hechos del pasado se articulan con un presente en movimiento continuo.
› Por Silvina Friera
A principios de los ’80, durante su exilio brasileño, inventó el método Leopold Bloom, que consistía en “caminar, observar, recordar”. El sociólogo Horacio González conducía a sus estudiantes de la Escuela Libre de Sociología y Política de San Pablo por las calles del centro viejo para que se desperdigaran y recabaran impresiones de todas las maneras y por todos los medios posibles. Aquel maestro argentino, que fascinaba a los estudiantes con sus propuestas, estaba leyendo el Ulises y se le ocurrió tratar de emular la caminata del personaje de Joyce en esa ciudad de Brasil. Sin duda implicaba un desafío, porque ya Levi-Strauss, en Triste trópico, había hecho una descripción de San Pablo que, según González, era imposible de superar. En esa época, además de comprobar la repercusión del método inventado –hasta el diario Folha de San Pablo publicó un artículo–, el sociólogo escribió tres ensayos que ahora aparecen reunidos en Los asaltantes del cielo (Gorla). Aunque los temas giren en torno de Marx, la Comuna de París y Albert Camus, el actual director de la Biblioteca Nacional teje una trama en la que la política, la literatura y la emancipación le permiten reflexionar sobre las formas de presencia del pasado en el presente y el lugar de los mitos.
“Hice algo que hoy no volvería a hacer porque era más joven, porque San Pablo estaba en un momento más fresco, se estaba creando el PT, ya se avizoraba el fin del gobierno militar y había más libertad y un uso de la ciudad mucho más sensual y libertario”, señala González en la entrevista con Página/12. “El método Leopold Bloom sería de alguna manera una herencia nietzscheana de caminar y pensar, pero que exigía hacerlo de una manera delicada y cuidadosa, porque como mero jolgorio no me interesaba.”
–¿Aplicó ese método en Buenos Aires?
–No, aquí usé técnicas teatrales, pero son muy peligrosas, porque percibí hasta qué punto la relación teatro-clase desarma algo que la civilización de alguna manera separó cautelosamente. Levantar la interdicción de esa cautela exige conocimientos que no tenía tanto sobre el teatro como sobre la enseñanza, por eso hace tiempo que no lo estoy haciendo, porque descubrí el peligro que implicaba si se hacía mal. Ahora me doy cuenta de que hace 30 años me largué a dar clases y eso era una imprudencia (risas).
–El título de uno de los ensayos, Los asaltantes del cielo, alude a una frase de Marx en la que se refería a aquellos movimientos que contaban con mucha energía revolucionaria, pero que tenían poca propensión al análisis de las condiciones objetivas de la sociedad. ¿Cuáles serían en la Argentina esos “asaltantes del cielo”? ¿Quizás el peronismo?
–La historia política se parece mucho a Los asaltantes del cielo: la idea de una enorme fuerza política y una pasión irresuelta desde el punto de vista de las lógicas prominentes de la historia. Da la impresión de que la vida política del país, en sus encrucijadas morales y utópicas más importantes, depende más de este tipo de fervor que de los análisis realizados en el interior del laboratorio de los científicos de la política. El peronismo en su pensamiento central tiene un aspecto orgánico muy fuerte, que es la definición de la acción como algo que puede figurarse de antemano cumpliendo ciertas estipulaciones. El peronismo real, aun en su momento estatal más severo, recogió muchos utopismos, no sólo de la izquierda, sino aún dentro del marxismo de carácter más libertario como era el de John William Cooke. La idea de que hay una razón política que el conductor conoce casi siempre dejó de lado ese otro momento oscuro de la razón, la idea de la lectura de la historia como una suerte de predestinación o de momento de gran vacío donde todo puede ocurrir. Este medio siglo de peronismo se puede ver como un acto de presencia fuerte de lo impensado. Al peronismo se lo puede definir como Dante Panzeri definió al fútbol: “La dinámica de lo impensable”, es decir una dialéctica que no tiene finalidades aseguradas y que por lo tanto es una mezcla de angustia, de desazón, de seres en el vacío y de memoria que termina perdurando precisamente por esa gran apertura que tiene la acción política, por su propio deshilachamiento y por su propia reconstrucción inesperada.
–¿Qué papel cumpliría el kir-chnerismo en esta dinámica de lo impensado?
–La realidad periodística recomienda hablar de kirchnerismo, pero los nombres que van amasando la historia salen de una trama que exige muchas más pruebas, derivaciones, sorpresas y momentos de dramatismo muy fuerte, donde las esperanzas tienen que confrontarse con realidades mucho más duras. Es lógico que con el kirchnerismo se haga referencia a un momento muy fuerte de voluntades, pero los principales pasos para que una fuerza política reciba un nombre perdurable no se han verificado hasta el momento, y uno puede decir que es mejor que no se verifique. La historia suele dar los nombres perdurables cuando aparece el ocaso, el resurgimiento, un período de desazón y de reconstrucción. Toda la periodización sobresaltada de la historia es lo que sigue manteniendo más o menos vivo el nombre del peronismo. En el caso del kirchnerismo, se mantiene en el sentido agonal de la política, en cierta turbulencia que hay en este momento en la Argentina, turbulencia de la cual el Gobierno es parte y se lo ve como habiéndola provocado. Pero la provocación de una cierta turbulencia es un acto de gobierno muy sutil, más allá de críticas o aprobaciones que uno pueda hacer.
–Así como a Marx lo asediaba la duda de revisar a Hegel, ¿qué deberían revisar los peronistas hoy?
–Perón fue un corte muy grande en la historia militar y cultural argentina, porque produjo un lenguaje nuevo que provenía de las artes estratégicas. Clausewitz sería el Hegel de Perón, que produjo un lenguaje que no estaba a flor de piel, porque en primer plano estaba el lenguaje moral de la política. Pero Perón lo reemplazó por un lenguaje de fuerzas y del destino, que en el fondo son cara y contracara. Eso más allá de los peronistas hegelianos, que los hubo y los hay. Recién cuarenta o cincuenta años después de la caída de Rosas, se empezaron a escribir los grandes libros que intentaron imaginar que los tiempos estaban calmos, que ya no había más rosismo y que era posible el balance histórico un poco a la manera de Hegel, que sostenía que el conocimiento surge cuando el proceso ha terminado. No sé si en la Argentina estaríamos en un momento así porque la voz del peronismo en todas sus connotaciones, sus promesas y reelaboraciones está a la orden del día. En realidad, es el momento de decir qué legado se acepta y cómo se reelabora. Es la hora de la gran reelaboración del peronismo, es el momento de los heresiarcas, para emplear una palabra que le gustaba a Borges. Hay que escuchar ese legado y dejarlo ir hacia regiones inesperadas. Lo mejor que podría pasar es acudir a una audición del legado mucho más fina, y me refiero a todas las fuerzas políticas, pero el peronismo tiene una de sus versiones en el Gobierno y al mismo tiempo esa versión quiere mantener la libertad de imaginar distintos pactos con su legado, ya sea acercándose o distanciándose. Hay una incerteza muy importante de los símbolos.
–¿A qué se refiere?
–El Gobierno tiene una relación dialéctica con los emblemas peronistas más conocidos, muy asociados al Estado y muy ritualizados, de acercamiento y de alejamiento, pero sobre todo de alejamiento. Es muy interesante lo que está pasando en la Argentina: está el panteón nacional con sus signos y sus emblemas vivos que miran a la historia del presente, pero éste no se decide, como todo presente, a descifrar, remozar o abandonar esos símbolos. Esta es una de las grandes disyuntivas del presente. Al Gobierno le importa más cómo recomponer un país con decisión soberana, pero esto no ocurrirá si también no se tratan las formas de audición de la herencia simbólica.
–Y en esta herencia simbólica, ¿habría una retórica más próxima al peronismo de los ’70, en algunos temas como la reivindicación de los derechos humanos y de la militancia política, y otra retórica más cercana, en la toma de decisión política y en el ejercicio de poder, a la del ’45?
–Los grandes momentos de irrupción quedan fijados en la memoria. El ’45 quedó fijado de una manera, y sin embargo cada año hay una interpretación diferente, son pequeñas usanzas del mito. Para mí deberían ocurrir dos cosas: seguir con la libertad de interpretación del caudal legendario, porque sin ese caudal legendario no hay voluntades políticas, y al mismo tiempo, el intérprete del caudal legendario debe tener muchas libertades. Las doctrinas tienen un cuerpo vivo que se convierte en versículos, pero hoy, no es un momento de versículos, sino de volver a los cuerpos vivos. Pero son temas que tienen que ver con la vida intelectual en su sentido más libre y emancipado; ningún gobierno debe fomentar estos debates. Cuando aparezcan, tienen que ser mirados con interés por todos porque de esos debates se alimenta la vida intelectual de un país. Lo que sería desacertado es que se piense que esos debates son innecesarios y que se puede prescindir de ellos.
–¿Qué revisaría usted de los mitos o conmemoraciones de la política argentina?
–Los mitos valen la pena a condición de su revisión. Revisaría la conmemoración de los fusilamientos del ’56. La conmemoración ritual iba a ocurrir, porque de algún modo es el lazo interno que permite y resguarda el subsuelo de la memoria. Pero en la conmemoración oficial, incluso la que se hizo en Canal 7, no se permitió una visión capaz de ser la leyenda que se interroga a sí misma y que haga aflorar otra vez ese momento trágico de la política argentina. El relato que se vio, que fue muy importante por los testimonios de los hijos y de los sobrevivientes, nos debería hacer reflexionar sobre el hecho de que en la Argentina la modalidad del relato testimonial precisa mayores visitas del mundo literario y del mundo poético. Hay que esforzarse por encontrar una veta interna de crítica a la injusticia, pero al mismo tiempo tenemos que ser severos con nosotros mismos.
–Beatriz Sarlo plantea pasar del testimonio al análisis y pone como ejemplo a seguir la estrategia de La bemba, de Emilio de Ipola. ¿Es hora de tomar distancia de la primera persona que construye el relato del pasado?
–Es cierto que hay un salvajismo en el recuerdo, pero no coincido que en el gran trabajo De Ipola las reflexiones conceptuales estén en el cuerpo pequeño, en las notas al pie de página, y que eso resguarde el testimonio. Más bien creo que si el flujo testimonial es profundo ahí ya está la vida conceptual, en eso soy más “hegeliano”. No estoy de acuerdo con la distinción que hace Sarlo entre el pie de página y el cuerpo del texto, donde el envase conceptual no dejaría que el testimonio se perdiera en la incapacidad de contar. Para mí lo más grave sería caer en el irracionalismo. No haría esa escisión entre el testimonio puro y la razón. El pacto fundamental es el testimonio en las grandes herencias literarias de la Nación.
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