LITERATURA › EL III FILBA NACIONAL GENERA PROCESIONES POR BIBLIOTECAS Y SALONES EN AZUL
En la localidad bonaerense, el entusiasmo por compartir la experiencia se traduce en talleres desbordados y colas para escuchar charlas sobre bibliografía. “Están todos hinchando para que salga bien”, dice Pedro Braun, presidente de la Fundación Filba.
› Por Soledad Vallejos
Desde Azul
Pueden ser las cinco de la tarde, las once de la mañana, las ocho de la noche; puede ser una mesa para juntar autores locales y llegados especialmente para la ocasión, una performance, una lectura casi privada en la cocina de una biblioteca. Dónde, a qué hora, importa poco: en Azul, las actividades con escritores del III Filba Nacional generan pequeñas procesiones por bibliotecas y salones para ver y escuchar a esos nombres que en general sólo se leen y suelen quedar lejos. El entusiasmo por compartir la experiencia se traduce en números, a tal punto que un taller de crónicas (el de Hebe Uhart) terminó derivando en charla porque la cantidad de presentes triplicó la de inscriptos; el noticiero local da cuenta de la apertura, actividades, la novísima rutina, y de la nada, como por arte de magia, apenas cambiada la sede de una performance (la de declamadoras, coordinado por Vivi Tellas), porque la lluvia impide usar el parque, la biblioteca donde todo transcurrirá se llena. También puede pasar que cien personas esperen el inicio de un panel sobre bibliofilia y manías de escritores como las de Juan Sasturain y Jorge Consiglio con la biblioteca propia.
Esta vez, la tercera en que la Fundación Filba se muda a una ciudad por unos días, pasó algo diferente, algo que no fue tan contundente ni en Santa Fe ni en Bahía Blanca, los lugares donde se realizaron las ediciones anteriores. “Lo mejor de este Filba es que la ciudad se apropió del festival. Están todos hinchando para que salga bien, se ocupan de difundirlo. Alguien nos contó que se enteró del festival en la semana, porque entró en una mercería y sobre el mostrador estaba el programa. No una librería: una mercería”, dice el presidente de la entidad, Pablo Braun, con un asombro feliz que no termina. Es el día después de un asado (con actuación de payadores) para público, escritores y curiosos al paso que celebró la inauguración de una Biblioteca Popular en el Viejo Aserradero, un centro cultural joven alejado del centro de la ciudad. Los libros, alrededor de 1200, llegaron de Buenos Aires, de Bahía Blanca, de Santa Fe; salieron de editoriales grandes y pequeñas, pero también de bibliotecas particulares, tras unos dos meses de busca y recolección. Que donde no había más que paredes esperando estantes a llenar exista ahora una biblioteca con narrativa y ensayo, dice Braun, es “extraordinario”. “Queríamos dejar algo en la ciudad. Más allá del recuerdo, de los encuentros con escritores, algo concreto”, explica.
La ciudad que nació fortín es un damero en el que pueden pasar muchas cosas en simultáneo. Un día de semana a la hora del té, el sol radiante puede inundar un salón donde todavía hoy es 1920 (las tulipas, las molduras té con leche sobre las paredes crema, los techos altísimos, los espejos colgando de las paredes) y casi un centenar de sillas está ocupado por una cantidad similar de personas en el más absoluto silencio. El panel versa en torno de la unidad mínima de la ficción: ¿dónde, cómo comienza un relato? Hace un rato, sobre una pantalla, Vivi Tellas, creadora de los biodramas, proyectaba fotos de una mae umbanda a quien pidió que oficiara de médium para hacer preguntas a su padre, muerto cuando ella tenía apenas dos años. Mientras caía el sol y la pantalla mostraba la instantánea de una mujer girando en trance, la voz de Tellas enumeraba los interrogantes con que trabajó esa vez: “¿Te gusta mi teatro?, ¿qué canción me cantarías?, ¿es verdad que sos el mejor contador de chistes del mundo?, ¿cuáles son tus zapatos?, ¿dónde están?”. Ahora, sobre la pantalla no hay nada y todos los ojos se concentran en el escritor Sergio Olguín, que lee el inicio de un capítulo de su anteúltima novela, La fragilidad de los cuerpos. Minutos atrás explicó por qué ese texto, correspondiente al capítulo 7, y no otro: “Al escribir, es raro que uno se dé cuenta tan avanzada la novela de que un personaje es tan central en la historia”. Los personajes viven en el aire del Salón Cultural, ante la Plaza General San Martín, en el corazón de la ciudad.
Que un festival es terreno de experimentos lo pueden decir las historias que van transcurriendo camino al cierre. La Casa Ronco, sede del festival cervantino anual que ya es tradición en Azul hacia fin de año, se prestó y algunos autores aprovecharon: en la primera de las lecturas “1 a 1”, por caso, Hebe Uhart, Patricia Ratto y Oscar Fariña tenían que elegir un autor olvidado y un espacio de la casa. Cada uno de ellos se instalaría en un rincón y leerían algunos minutos de ese texto rescatado pura, exclusivamente para una persona. Fariña recuperó a Bernardo Kordon y al Vizconde de Lascano Tegui; Ratto, a Jorge Di Paola; Uhart, a Daniel Moyano; y como si la ocasión hubiera salido de un texto de ella, recibió a sus ocasionales oyentes en la cocina y compartiendo mates.
Mientras empezaba a crepitar el fuego del asado en el parque del Viejo Aserradero, un rato antes de que la Biblioteca Popular quedara formalmente inaugurada con payada y todo, el autor Luis Sagasti hablaba sobre por qué leer. Allí mismo blandió una razón imbatible: “La literatura me ha servido para no convertirme en esa persona que, de chico, yo no quería ser de grande”. A algunas cuadras, en el corazón de la ciudad, Pedro Mairal y el poeta local Roberto Glorioso intentaban retomar el ritmo de un día cualquiera que era todo menos eso: habían pasado la jornada alojados en el monasterio trapense de las afueras de Azul, habían cumplido con el régimen que exige el lugar, rigurosas ocho horas de silencio. Sobre eso escribirán, están escribiendo ahora mismo, para poder compartir su bitácora al cierre del festival.
Ayer, con la caída del sol, la inclemencia del día que amaneció entre lluvias y sol y vientos como si fueran otoño e invierno a la vez, la necesidad de adaptarse a lo imprevisto se volvió encanto. El recorrido por el Parque Sarmiento, el bellísimo paseo arbolado al borde del arroyo, tuvo que suspenderse: las declamadoras que habían ensayado durante días con Vivi Tellas para ir sorprendiendo paseantes con poesía –literalmente– al paso, se acomodaron en la biblioteca de Ronco. Desde una mesa cubierta por un mantel de plástico con flores, los panes de leche y el mate cocido perfumaban el ambiente, en el que el público desbordaba las sillas disponibles. Vivi Tellas caminó entre las sillas y anunció: “La performance de hoy se llama Merienda poética, y vamos a empezar con María de los Angeles”. María de los Angeles, la señora rubia de Azul con camisa té con leche, se puso de pie y arremetió de lleno con un poema en medio del silencio expectante. Una por una, Tellas fue recorriendo la sala en busca de las nueve declamadoras, acomodándolas como muñequitas en la escena, dándoles el pie para el comienzo. Una por una, podían descubrirse las señales de la complicidad entre las declamadoras, que se alentaban, se sonreían, se celebraban también entre ellas, mientras celebraban su modo de vivir la literatura.
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