Domingo, 27 de abril de 2014 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR ESTADOUNIDENSE PAUL AUSTER
El autor neoyorquino señala que en su país “a nadie le importa lo que escriben o dicen los escritores, como me parece que sí importa acá”. Auster participará hoy de la Feria del Libro junto a su amigo el sudafricano J. M. Coetzee.
Por Silvina Friera
“Sólo la oscuridad tiene la fuerza necesaria para hacer que un hombre le abra el corazón al mundo.” La música de ciertas frases queda grabada en la memoria como una colección de ritmos que de pronto, sin pedir permiso, vuelven a sonar. Paul Auster, el autor de esa frase y tantas otras que se podrían fragmentar y citar de acuerdo al azar, las circunstancias y los caprichos de cada uno de los integrantes de su constelación de lectores, esboza una sonrisa esquinada, oblicuamente melancólica, iluminada por una mirada felina, ante Página/12. No parece un hombre convaleciente, aunque pertenezca a la especie de los artistas, “personas precarias y dolidas” que llevan una herida en su interior desde el principio. En el campus Migueletes de la Universidad General San Martín (Unsam) –la institución que a través de su programa Lectura Mundi lo invitó a participar hoy a las 18.30 en la 40 Feria Internacional del Libro de Buenos Aires junto a su amigo el sudafricano J. M. Coetzee y que homenajeará a ambos escritores mañana con el título de Doctor Honoris Causa–, entre el humo del tabaco que es un placer que no quiere abandonar aunque lo intenta, el escritor de 67 años se diagnostica la enfermedad de la escritura. No hay día en que el autor de esa obra magistral que es La invención de la soledad no esté encerrado en su estudio luchando oración tras oración, en una puja muchas veces a tientas con esa hoja de papel donde vierte “palabras como sangre”.
–Todo escritor tiene una escena mítica sobre su origen. ¿Cuál es la primera imagen que le viene a la mente en la que está escribiendo?
–Supongo que tendría que ser cuando tenía más o menos nueve años. Era un sábado a la mañana y estaba solo, caminando por una plaza en la ciudad donde vivo. Era una mañana preciosa de primavera y de repente quise escribir un poema. Me acuerdo de que crucé la plaza y compré un block de hojas, me senté y empecé a escribir un poema acerca de la primavera. Supongo que probablemente sea el peor poema que alguien escribió; es realmente increíblemente estúpido, repleto de clisés, uno detrás del otro (risas). Pero me acuerdo de la sensación que tuve, una sensación de estar conectado con las cosas que me rodeaban de un modo que nunca antes había sentido. Todo lo que hice desde entonces me dio este sentido de conexión con el mundo, con las cosas y con las personas. Como esa sensación era tan buena, quise seguir escribiendo. Los resultados son secundarios.
–La poesía está en el principio pero es un género que abandonó, que dejó en el camino.
–No, la poesía me dejó a mí (risas), hay una diferencia. Yo había establecido un modo de escribir poesía que era tan riguroso que realmente creo que lo agoté. Había agarrado un pedacito de tierra y traté de cavar tan profundamente como podía. De algún modo, llegué hasta el final y no estaba interesado en ir más allá en ese campo. Entonces tuve que repensar todo de nuevo.
–Hay un momento en Diario de invierno muy epifánico, sobre una noche de diciembre de 1978, cuando ve el ensayo de una coreografía en la que varios bailarines bailan sin música; es el principio del fin de un período de bloqueo creativo. A partir de ahí escribió Espacios en blanco, una especie de bisagra entre la poesía y la narrativa. En el Diario... plantea que “escribir es una forma menor de la danza”. ¿Podría ampliar esta idea?
–El lenguaje está conectado con la música, especialmente el lenguaje de la literatura, ya sea prosa o poemas; algo que se opone al periodismo. Uno lee las notas periodísticas simplemente por la información que nos da. Uno no busca placer estético cuando lee un artículo sobre la guerra. Por otra parte, cuando uno lee una novela como lector, busca otras cosas del lenguaje. Por este placer leemos, para encontrar ese placer que no es sólo emocional o intelectual, es también un placer físico. Si uno lee a un muy buen escritor que sabe lo que está haciendo, puede sentir la música de lo que ese escritor está haciendo. Sentirlo en el cuerpo va a sumar al placer intelectual y emocional que uno siente.
–Esa escena fundamental al ver a los bailarines, ¿le permitió comprender el límite expresivo de la palabra?
–Sí, la gran revelación fue escuchar a la coreógrafa intentando explicar lo que estábamos mirando. Ella no pudo hacerlo, las palabras eran inadecuadas. Eran tan inadecuadas, tan opuestas a la belleza de lo que estaban construyendo los bailarines, que una grieta se abrió en mí. En ese espacio entendí, finalmente, la gran división entre el mundo y la palabra. Eso me liberó porque hasta entonces tenía una aproximación al tema que me dejaba en la equivalencia del mundo y la palabra. Obviamente eso también significa que estaba listo para que algo pasara. No es que ese momento epifánico, esa claridad, vino de la nada.
–El tiempo y la urgencia por contar son una cuestión central en Diario de invierno. ¿Qué percepción del tiempo tiene un escritor que empezó a escribir los fragmentos de ese diario a un mes de cumplir 64 años?
–Lo titulé Diario de invierno pero no es realmente un diario. Es un libro que sí escribí a lo largo de un invierno. Pero lo veo no como un diario ni como una autobiografía. Lo que estaba intentando conseguir era un trabajo literario compuesto de fragmentos autobiográficos que podrían vincularse con la música. Usted leyó el libro y sabe que no se establece una cronología narrativa, que todo está compuesto por bloques con espacios entre las secciones. Entonces en una sección puedo tener cinco años y en la siguiente, cincuenta. Pero hay ciertos temas que siguen y siguen repitiéndose, como sucede en una pieza musical. Por ejemplo, puedo mencionar algo muy brevemente en la página siete pero en la página setenta lo elaboro un poco más. Todo el libro es una manera de superponer ideas, sentimientos, sentidos, temas. Por supuesto no pude agregarle más cosas, pero sabía que el largo del libro era importante. Tenía la sensación de que 200 páginas era el largo ideal. Más corto creo que no hubiera podido abrirme lo suficiente. Más largo que eso, se hubiera transformado en un libro patético. Intenté incluir lo que parecían eventos muy significativos, pero también cosas triviales, pequeñas, cosas que no tienen importancia para nada. Pelearme con un taxista en París es mucho menos importante que la muerte de mi madre o de mi padre.
“Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro.” Así arranca Diario de invierno –“un catálogo de datos sensoriales” sobre el pasaje hacia la vejez, una “fenomenología de la respiración”–, con los pies descalzos de ese narrador en segunda persona, tan cercano al escritor que nació en Nueva Jersey en 1947 y ha publicado más de 15 novelas –La trilogía de Nueva York, El país de las últimas cosas, El Palacio de la Luna, La música del azar, Leviatán y El cuaderno rojo, entre otros títulos–, que en el primer párrafo tiene 64 años y luego regresa a la infancia, cuando cae la nieve y las ramas de los árboles se están poniendo blancas, para volver al hombre que se mira en el espejo y comprende que “toda vida es contingente, salvo por el único hecho que antes o después tocará a su fin”.
–El paso del tiempo no le ha dado más certezas respecto de la escritura. Al contrario: la exigencia es mayor...
–Yo creo que con la escritura siempre me siento un principiante. Todo libro es un libro nuevo. Nunca escribí antes ese libro y tengo que enseñarme a mí mismo a escribirlo mientras lo estoy escribiendo. No importa lo que hice en el pasado, simplemente esa experiencia anterior no me ayuda a hacer algo nuevo que me permita transformarme en lo que espero ser. Entonces a veces se hace más duro cuando pasa el tiempo. Pero eso no quiere decir que algunas cuestiones no cambien a lo largo de los años. Le puedo dar un buen ejemplo. Todo escritor durante el transcurso de la escritura de su libro puede tropezar con dificultades: se confunde, pierde la brújula y las certezas sobre el rumbo, duda cómo continuar. Cuando era más joven y llegaba a uno de estos momentos en que no podía avanzar, me agarraba pánico y me decía: “Nunca lo voy a resolver”, “este proyecto va a fracasar”, “nunca voy a poder terminar el libro”. Después de años aprendí a ser un poquito más paciente con esos momentos de vacilaciones. Ahora me digo que si este libro necesita ser escrito, está ahí de algún modo y lo voy a encontrar. A veces pasa una o dos semanas hasta que conecto con la siguiente oración. Sé que tengo que esperar. Ya no entro en pánico, pero la lucha de la escritura es siempre muy difícil.
–Hay una pregunta que se formula en el Diario de invierno: ¿por qué se ha pasado toda su vida de adulto “vertiendo palabras como sangre en una hoja de papel”? ¿Ha encontrado una respuesta a este misterio?
–Todo artista, ya sea que se dedique a las artes visuales o a la escritura, es gente lastimada, dañada, herida. La compulsión de hacer este trabajo viene de ese dolor que uno ha experimentado. A lo mejor sucedió cuando era tan joven que ni siquiera se puede acordar cuándo fue que comenzó todo. Por supuesto que esto se opone a la aproximación psicoanalítica que trata de entender literalmente todo lo que ha pasado. A menudo pienso que la escritura es una enfermedad, pero que uno lo tiene que hacer porque el mundo no es suficiente. Yo estoy tan impresionado con la gente que le encanta vivir en el presente y está conforme con el mundo, con la idea de ir a trabajar, tener amigos, tener familia, disfrutar los días lo mejor que puede sin estar encerrada en una habitación todo un día enfrente de una página. Entonces no puedo explicar lo que es.
–Quizá lo más interesante sea esa zona inasible, ese misterio que perdura, que no se puede resolver.
–Estoy de acuerdo. Seguramente los orígenes de mis trabajos son inexplicables para mí. Estábamos hablando con el rector (Carlos Ruta) sobre este tema el otro día, porque yo no puedo encontrar la respuesta a la pregunta “por qué escribo libros”. Acabo de dar una conferencia en Chile sobre un tema muy interesante que nunca nadie pregunta. La pregunta es por qué una historia y no otra. Teóricamente un escritor podría escribir cualquier historia que se proponga, entonces por qué estás llevado a escribir una cosa muy específica, por qué llevás tu lápiz a escribir sobre ese tema y no sobre otros que estarían también disponibles. Esa es la gran pregunta: ¿por qué hacés lo que estás haciendo? Uno no puede explicarlo. Lo único que sé es que necesito imperiosamente escribir. Y creo que ni 25 años de psicoanálisis te pueden ayudar a comprender mejor este misterio.
–A propósito de esta cuestión, hay algo que llama la atención en Diario de invierno: la omisión de la historia de su hermana esquizofrénica. Ella está mencionada como al pasar, en el momento de la muerte de su madre, y queda flotando en el aire la inquietud de algo que no se termina de formular.
–Es cierto, pero este libro forma parte de otros cinco libros autobiográficos. En La invención de la soledad algo aparece sobre mi hermana. Además, en mi nuevo libro, Informe del interior, también hablo de ella. Mi hermana es una persona que vive y no puedo contar un montón de detalles sobre ella. Puedo hablar de mí y darme a mí mismo muchos permisos y licencias, pero no puedo incluirla en lo que escribo sin herirla.
–¿Cuál es la frontera, entonces, entre qué contar y no contar? Al menos en Diario de invierno la historia de su hermana podría ser interpretada como ese umbral en el que el narrador del libro nos está diciendo a los lectores algo así como “prohibido pasar”, “territorio vedado”.
–Tiene razón. Yo recuerdo que leí que las familias con chicos esquizofrénicos tienen en general otro hermano que es artista. Y creo que genéticamente ser artista y ser esquizofrénico es algo muy cercano...
Cuando peleaba en todos los frentes para conjurar el polvo del fracaso, el entonces joven poeta norteamericano rumbeó hacia París. Allí conoció a Samuel Beckett, el escritor que muchos años después sería el disparador de la amistad y la correspondencia entre Auster y Coetzee. “Beckett fue importante para mí cuando era joven. Lo admiro tremendamente, pero no pienso mucho en él ahora. En el centenario de su nacimiento edité sus Obras completas; fue un gesto de agradecimiento porque siempre sentí que le debía algo. Y estoy contento de haberlo hecho.”
–¿Qué recuerdos tiene de ese Beckett que conoció en París?
–Nos vimos varias veces y mantuvimos durante años una correspondencia. El era muy amable conmigo. No podría decir que era cálido, pero sí muy atento. Tengo esta sensación de que Beckett me veía a mí, a los veinte años, como él era cuando era joven. Por eso fue amable y me entendía. A fines de los ’70, preparé una gran antología de la poesía francesa del siglo XX que incluye a Guillaume Apollinaire, Francis Ponge, Ives Bonnefoy, entre otros poetas. El principio de esa antología era tener todos los poemas traducidos por poetas. Cuando Beckett era joven, en los años ’30, tradujo un montón de poesía del siglo XX. Entonces usé sus traducciones en el libro y fue muy amable en darme permiso. Y debo decir que una carta que tengo de Beckett puede ser clasificada como el primer e-mail escrito jamás. Cuando estaba terminando el libro, fui a la biblioteca con todo el material una vez más solamente para chequear. Y resulta que revisando apareció otra traducción de Beckett con el título en inglés Alivio letal. Le mandé una carta y le conté lo que había descubierto: “¿Está bien que lo use?”, le pregunté. La carta que recibí fue: “OK, para el alivio letal, saludos Samuel Beckett”. Realmente parece un e-mail, ¿no es cierto? (risas).
–¿Va a publicar parte de esa correspondencia?
–Como todos mis papeles, también las cartas que recibí de Beckett están en la Biblioteca Pública de Nueva York. Han estado publicando ahora las cartas de Beckett en inglés, aparentemente escribió 15 mil cartas, y como están haciendo una selección, me contactaron los editores de este proyecto en el que vienen trabajando hace quince años. Probablemente una de las cartas que Beckett me escribió estará en este libro. No sé, veremos qué planean hacer...
No es partidario de posar ante la cámara. Auster –como Bartleby– preferiría no hacerlo. Cumple lo justo y lo necesario. En el campus de la Unsam se produce cierto alboroto cuando la muchachada lo ve cruzado de brazos, apoyado resignadamente sobre una pared, padeciendo el tiempo de descuento que él impone a la sesión fotográfica. Acá es querido y respetado; goza del entusiasmo de esa tribu de lectores austerianos que se multiplica libro tras libro. Aunque a veces haya algún que otro reproche que va de la novela apenas aprobada a la que decepciona. En cambio en Nueva York está demasiado lejos del asedio que intuye que le espera en esta edición de la Feria del Libro. “La palabra de ningún escritor es importante en Estados Unidos, a nadie le importa lo que escriben o dicen los escritores como me parece que sí importa acá –compara–. Todos mis libros están publicados en Estados Unidos y soy miembro de la Academia de las Artes y las Letras, así que no me puedo quejar. A veces hago bromas con algunos amigos y digo que uno puede caminar por la calle y preguntarle a la gente: ¿Quién es Thomas Pynchon? ¿Quién es Don DeLillo? Las respuestas, invariablemente, serán: ‘No sé’, ‘no sé’, ‘no sé’. Si me pongo a caminar por las calles de Buenos Aires y pregunto quién es Borges, seguro que saben quién es, que lo conocen. Borges es maravilloso, pero no es Tolstoi.”
–Hace poco murió Gabriel García Márquez, un escritor que usted leyó en su juventud, especialmente Cien años de soledad. ¿Qué impacto tuvo esa muerte en Estados Unidos?
–García Márquez probablemente era el escritor más amado del mundo. Realmente trascendió lenguajes y culturas. Le dedicaron la tapa de The New York Times. García Márquez era como nuestro Dickens contemporáneo, el tipo de escritor que tenía un público enorme y entusiasta y que también era admirado por los críticos.
Auster estudió en la Universidad de Columbia. En 1968, participó de las manifestaciones y sentadas mientras escribía críticas cinematográficas y literarias para ganarse la vida, traducía poemas y dejaba inconclusa una novela. Ese año puso el cuerpo una semana entera en las sentadas que terminaron con él en la cárcel. Estuvo preso sólo una noche. “Siempre me interesó la política. No sé cómo llegué a ser lo que soy ahora. Mis padres no leían libros, ninguno fue a la universidad ni tenía interés por la política”, recuerda el escritor.
–Una de sus intervenciones políticas “recientes” fue cuando hace dos años rechazó una invitación a Turquía por los escritores encarcelados. Qué polémica que se generó, ¿no?
–Fue justo en la semana que cumplía 65. En Turquía mis libros se leen mucho. Fui invitado muchas veces, pero me rehusé porque hay más escritores en la cárcel que en cualquier otro país. Justo salía Diario de invierno, incluso creo que lo publicaron en Turquía antes que en Estados Unidos. Entonces vino un periodista turco a Nueva York a hablar conmigo y yo quería provocar cosas. “Quiero que ponga esto en su artículo: me rehúso a ir a Turquía como una protesta a la violación sistemática de los derechos humanos.” Pensé que algún columnista de un diario podría atacarme. Lo que no sabía es que el primer ministro Erdogan leyó la entrevista y me llamó “hombre estúpido”. Me pidieron un artículo en el que defendiera el derecho a la libre expresión. Eso fue publicado en todos los diarios de Turquía y otra vez el primer ministro me atacó. En el Congreso turco me acusaron de ser parte de una “conspiración internacional para difamar y destruir al gobierno”. En ese momento tenía la posibilidad de continuar la polémica, pero no quería quedar atrapado en la política interna turca. Y no dije nada más. Hace unos meses conocí a un periodista turco que estuvo preso cuando publiqué mi artículo y me contó que en la cárcel estaban felices y aplaudían porque alguien del exterior se atrevía a apoyarlos. Eso me hizo muy feliz.
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