LITERATURA › FEDERICO JEANMAIRE HABLA DE LA GUERRA CIVIL, SU NUEVA NOVELA
En su último libro, el escritor explora las tensiones entre lo íntimo y lo público, entre el adentro y el afuera, a través de una historia que siembra interrogantes y acaso una única certeza: el miedo es la enfermedad más contagiosa.
El Destino impreso en la palma de la mano derecha tiene su corrector: Schnagel, cultor de un oficio raro y riesgoso, “un nadie del sur del mundo”, recién abandonado por su mujer, sólo en contacto con las palmas de sus pacientes y los pensamientos fijos en el próximo tatuaje, en las líneas partidas de la vida que deberá unir o prolongar, en los trazos y dibujos que tallará. Podía acertar o podía errar. Aunque al principio se ve a sí mismo como una suerte de “extemporáneo copista de la Edad Media”, su rol se transformará en “restaurador de cierta justicia”. Schnagel sólo corrige aquello que le era dado corregir de los enormes errores que pululan en la escritura del Destino. Pero un día arriesga más de la cuenta con dos pacientes que no soporta. Un accidente y luego un suicidio en la estación de Colegiales de la línea Mitre de ferrocarriles desencadenan la violencia en las calles de Buenos Aires y en varias ciudades del país. Todo es confusión. Mata la Policía, el Ejército, la Gendarmería. Y, lo que es peor aún, se mata la gente entre sí. Lejos de eludir que la más mínima parcela de realidad se infiltre por las hendiduras de la ficción, en La guerra civil (Seix Barral), Federico Jeanmaire explora las tensiones entre lo íntimo y lo público, entre el adentro y el afuera, en una novela que siembra interrogantes y acaso una única certeza: el miedo es la enfermedad más contagiosa, una epidemia latente que se multiplica y expande ante el menor roce.
La idea de que Schnagel sea un corrector del Destino tiene un leve sustrato autobiográfico. Cuando cumplió 21 años, el escritor que nació en Baradero (Buenos Aires, 1957) decidió viajar a España. Durante su periplo europeo (1979-1983) trabajó leyendo manos y haciendo grafología por los bares de Madrid. “No sé si creo o no creo, es una duda que tengo –confiesa Jeanmaire a Página/12–. Pero me di cuenta de que era muy fácil leer las manos porque la gente sin querer te va dando casi todos los datos para que vos puedas decirle algo sobre su futuro.” A este detalle deformado que ingresó a la ficción se agrega otra cuestión. “Me parece que somos un pueblo al que le cuesta ser feliz. Yo soy de andar en bici o de caminar a la mañana y es increíble la cantidad de veces que veo a gente que por cualquier cosa puede llegar a la violencia más estúpida. Y me resulta raro porque siempre hay una razón para que el porteño esté enojado. Es algo que me interesa mucho y he tratado de escribirlo de todas las maneras que he podido. El origen de la novela está en un hecho que pasó, creo que en la línea Sarmiento. Alguien se tiró a las vías, pero la gente no supo que era un suicidio, pensó que era otro tren que llegaba tarde y quemaron un par de vagones. Entonces se me ocurrió que por un hecho fortuito podía iniciarse una locura y busqué la forma más increíble de que eso pudiera pasar. Por eso decidí también que Schnagel, que vive completamente aislado del mundo, llegara a producir algo que involucre a los demás.”
–Este personaje que lee las manos, lejos de ser un místico, es muy racional y casi “científico” en su modo de trabajar.
–Es un señor que se toma su trabajo en serio. El personaje es un lector y un escritor. Si se quiere hay un trabajo con la escritura, la lectura, la corrección. El se define como un corrector. Y yo fui corrector durante muchos años. Corregir es conocer y descubrir un tipo de persona; leer la palma de la mano es meterse con la escritura y la lectura del otro. Supongo que la lectura está en lo que hace cualquiera en un sentido amplio. Un mecánico antes de meter mano a un motor necesita haber leído muchos motores.
–Schnagel no es un personaje que remita a la literatura, no hay citas literarias explícitas. ¿Esto fue deliberado?
–Explícito no hay nada. Lo que me di cuenta después es que tiene algo borgeano. Es mi libro, involuntariamente, más borgeano. Schnagel podría tener más de místico que de racional, pero es racional porque cree en lo que hace científicamente. Yo elegí el nombre de Schnagel al principio y este nombre tiene algo de racional. En realidad es su apellido, él olvidó su nombre. Me interesó un tipo que está totalmente aislado, pero que reivindica su pasado familiar. Reivindicar el apellido es reivindicar más tu pasado familiar que tu yo propio. Este juego me interesó por todo lo que tiene que ver con la identidad y cómo se construye uno... Los libros son muy raros, muy complejos, porque está lo que uno quiere, lo que uno consigue, lo que se da.
–A pesar de esta dificultad, ¿La guerra civil es una novela que comparte un aire narrativo con otros libros?
–Sí, es un libro en el que están todos mis temas: la soledad, la violencia, el amor y la incomunicación. Mis cuatro temas básicos vuelven a estar presentes. Quizá cambia la forma. Pero los temas son siempre los mismos, independientemente de que los elija. Ya se dan, están, son...
–El estilo, esa especie de incisiones en su escritura, ¿de dónde viene?
–Eso tiene que ver con dos cosas. Por un lado, viene de una tradición literaria que yo elegí: (Domingo F.) Sarmiento, (Julio) Cortázar y (Antonio) Di Benedetto, que hicieron cortes extraños en sus escrituras. Sarmiento lo hacía por el sentido, escribía párrafos muy largos y los cortaba en una oración que hacía pasar por verdad todo su pensamiento anterior con una fuerza indudable. En 62 modelo para armar, Cortázar también hace unos cortes muy extraños, por ejemplo el “y” copulativo y punto aparte. Y Di Benedetto separaba proposiciones. Me sentía habilitado por esta tradición y le puse lo mío sobre cómo veo el habla coloquial actual porteña y cómo la gente charla. Cuando la gente charla y quiere conseguir el interés del otro, no para en un punto y aparte. Para en un nexo y espera a ver qué es lo que le está pasando al otro con lo que le está contando. Yo soy un escritor que intenta escribir desde lo coloquial y me remito a esa tradición. Y podría agregar a (Leopoldo) Marechal y a (Jorge Luis) Borges en esa misma línea. Como mi búsqueda está en lo coloquial, trato de representar literariamente formas de lo coloquial de la manera que se me ocurre. Me autoriza toda esa biblioteca que elijo y me acompaña mientras escribo.
–¿Es un estilo que le genera dificultades con los correctores?
–Sí, ellos nunca quieren eso (risas). Me trae paradójicamente otra dificultad que para mí es una alegría. Hay muchos escritores que se enojan con las críticas malas que tienen. Yo no. Una crítica que he escuchado bastante en la universidad sobre mis libros es que parecen una “charla de café”. Para mí eso es un elogio. Y cuando me dicen eso les recuerdo que en la Historia de la Literatura Argentina, de Ricardo Rojas, cuando llega a Sarmiento, que fue nuestro gran escritor del siglo XIX, dice que no sabe si meterlo o no dentro de los escritores argentinos porque los textos de Sarmiento parecen más hablados que escritos. Cómo se escribe en la Argentina es una gran dificultad de la historia de la literatura. Evidentemente estoy del lado de Sarmiento y no del lado de Rojas y otros nombres más.
–Esta vieja polémica, que acaso se creía superada, ¿sigue teniendo sus ramificaciones en el presente?
–Sí, creo que sí. Hay cierto conflicto todavía, hay escritores a los que no les gusta lo que está cerca de lo coloquial y que prefieren otro tipo de escritura. El conflicto es obviamente mucho menor porque hoy a nadie se le ocurriría escribir de “tú”; en ese sentido está superadísimo. Pero lo coloquial es bastante más que el “tú” o el “vos”. Hay una elección de diccionario completamente distinta. Incluso cuando se habla de una literatura más cercana o lejana de la universidad, en el fondo se está hablando de cómo se construye la escritura.
–¿Lo coloquial no siempre es bien visto por la universidad?
–No lo sé, porque hay casos de escritores muy pegados a la representación de lo coloquial como (Manuel) Puig, que tiene un éxito tremendo en la universidad. Hay escritores que han tenido más suerte respecto de la academia. No sé decirlo con exactitud, pero es un tema que no está superado del todo. Cada tanto alguien salta y dice: “Estoy harto de lo coloquial en la literatura”. Toda mi literatura reivindica abiertamente lo coloquial. Y fui haciendo camino en los procedimientos. De hecho empecé a escribir viviendo en Holanda, decidí intentar ser escritor estando afuera y cuando volvió la democracia me vine para acá porque necesitaba escuchar. Me faltaba mucho por aprender y allá no lo iba a lograr. O sea que lo coloquial está en el principio mismo de mi decisión de ser escritor.
–¿Qué procedimientos constituyen hoy su escritura?
–Con el paso de los años uno se va cargando de herramientas de escritura. Y después, ante cada caso, hay elecciones. En mis tres libros anteriores, Más liviano que el aire, Fernández mata a Fernández y Las madres no les decimos esas cosas a las hijas, no hay narradores. El narrador implica un cierto poder sobre el texto. Aunque sea en primera o en tercera persona, es una voz superior a todas las demás voces que pueden aparecer. Al contrario de lo que piensa mucha gente, que Argentina políticamente tiene un gobierno demasiado fuerte, me parece todo lo contrario: que es un gobierno débil que quizás exagera algunas cuestiones. Que desde 2001 se perdió el poder político en la calle y todas son voces que luchan. Incluso el gobierno es una voz que lucha con otras voces. No es más que eso. Y tenía ganas de escribir así. Mi ambición era decir esto Argentina a través del procedimiento de escribir tres novelas sin narradores. Después nadie lee eso. Lo paradójico de escribir es que normalmente nunca lográs lo que buscás. En este caso, hay una vuelta a la narración con La guerra civil, pero una vuelta muy paradójica. Y tuve que elegir otras herramientas para plantear que los argentinos tenemos como una suerte de maldición, no podemos ser felices y vivir mejor entre no-sotros. Sarmiento era paranoico, estuvo internado en algún momento. En Montevideo yo podía escribir “soy paranoico” porque era un libro en primera persona, pero mi elección fue que casi todos los personajes le leyeran el pensamiento, una manera muy rara de encarar la paranoia, ¿no?
En La guerra civil puso el foco en la violencia, “que me impresiona cada vez más”, subraya Jeanmaire. “Nadie se sienta a escribir para responder algo, pero sí para preguntarse por qué pasa esto, por qué odiamos la ley. Los argentinos somos gauchos, personas completamente anómicas. Si hay una ley, la saltamos. ¿Cómo hacer literatura con esto que me importa? Yo me muero si escribo un libro que dé alguna respuesta a algo. Yo creo en la literatura que te llena de preguntas. Guerra civil es una expresión muy fuerte porque uno piensa en bandos contrarios, pero en la novela es una guerra civil de lo cotidiano. Lo que me interesa es sentarme a escribir desde ese lugar riesgoso: ¿por qué una persona se levanta una mañana y va a hacer una cola a un cajero y le pega a otra porque tardó más de lo que él piensa que tiene que tardar en un cajero? Yo vi eso... supongo que ahí hay más cosas y no sé bien qué son. Como no sé qué son, escribo. En mi novela Una virgen peronista me acuerdo de que los gorilas me decían que era una novela peronista y los peronistas, que era una novela gorila. Eso que para otro escritor es un problema para mí es maravilloso. No en vano me gusta el Quijote. Me gusta una literatura que no resuelva, que haga quilombo. No sé si lo logro, pero por lo menos lo intento.”
Jeanmaire cuenta que terminó de escribir otra novela. “Soy yo mismo, pero con veinte años más, es cómo me imagino de viejo. El protagonista es un escritor que se llama Federico, un escritor fracasado que conoce a una prostituta dominicana y llega a un arreglo con ella para tener sexo a cambio de cuidarle al nene y muchas cosas más...”
–¿Por qué un escritor fracasado?
–Ser escritor ya es el fracaso. Supongo que es una cosa muy antigua, muy anacrónica. Que uno elija en estos tiempos ser escritor de por sí es un fracaso. De hecho es una tarea en la que fracasás todos los días, no conseguís eso que querés, no encontrás la palabra, se dan muchos fracasos. Es un oficio de los más antiguos que se dan contemporáneamente; personas que están preocupadas por la lengua, por el sistema de la lengua, por un montón de gente que escribió antes, son personas que están fuera del tiempo. No me puedo imaginar a un escritor que llega a los 75 años con éxito.
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