LITERATURA › EL MEXICANO DANIEL KRAUZE HABLA DE FALLAS DE ORIGEN, SU SEGUNDA NOVELA
El autor de Cuervos narra el viaje vertiginoso de Matías, un escritor que utiliza las palabras para vengarse, sumido en una espiral autodestructiva, y que regresa a México tras la muerte de su padre. “Los seres humanos nos aferramos a la identidad de manera muy clara”, afirma.
› Por Silvina Friera
“Todos traicionamos la promesa de nuestro mejor destino.” El rastro de una frase que huele a azufre, a la sombra de un recuerdo del que no puede escapar. El pasado como objeto de escrutinio verbal, como memoria volcánica. Matías Lavalle escucha lo que le dice su padre, psicoanalista, como “una verdad sabida desde hace tiempo, vuelta a confirmar, quién sabe por qué”. La primera y la última escena de Fallas de origen (Planeta), de Daniel Krauze, transcurren en un mismo escenario: el volcán Popocatépetl, uno de los más activos y míticos de México. La diferencia, a pesar del paisaje, es abismal. El joven que la evoca casi veinte años después, cuando vuelve a su país por la muerte de su padre –luego de seis años sin hacer nada en Nueva York–, ha llevado al límite una espiral de autodestrucción que podría condensarse en el epígrafe de la novela: “Cuando no queda nada más por quemar, tienes que prenderte fuego”. El vertiginoso viaje de Matías no da tregua a los lectores; es un escritor que utiliza el filo de la navaja de las palabras para vengarse de la frivolidad de sus amigos –con quienes ya no tiene casi nada que compartir más que perderse durante las noches, entre conversaciones que se ahogan en medio del alcohol y tantas drogas–, un huérfano que, cuando las llamas parecen consumirlo, logra resucitar de sus cenizas. Un Ave Fénix mexicano.
“Leí algunas novelas sobre regresos incómodos. Muchas de estas historias tienden a ser historias de padres e hijos, como Los misterios de Pittsburgh, de Michael Chabon, y Una guía para reconocer tus santos, sobre un escritor que se va del Brooklyn peligroso de los ‘80 a Los Angeles durante quince años y regresa ya de adulto, cuando su padre muere. Historias de hijos entendiendo o aceptando la figura paterna hay millones. Pero me interesan más las historias de regresos incómodos, incluso Menos que cero, la primera de Bret Easton Ellis. Sobre padres e hijos leí más bien poesía –cuenta Krauze a Página/12–. Leí ‘My father moved through dooms of love’ de e. e. cummings; (Jorge) Manrique tiene uno que se llama ‘Coplas a la muerte de su padre’; (Jaime) Sabines tiene un poema larguísimo, increíble, ‘Algo sobre la muerte del mayor Sabines’; Octavio Paz tiene un poema largo maravilloso donde menciona la muerte de su padre, ‘Pasado en claro’. Me estuve empapando con estos poemas porque no sé qué se siente ante la muerte de un padre.”
El escritor mexicano, autor de la novela Cuervos (2007) y el libro de cuentos Fiebre (2010), hijo del historiador y ensayista Enrique Krauze, toca la madera de una mesita con los nudillos. Ese gesto supersticioso, esa costumbre pagana de alejar lo inexorable de la finitud, intenta ahuyentar la mera posibilidad de que el fantasma de la ficción, la muerte del padre del protagonista de Fallas de origen, que obtuvo el I Premio Letras Nuevas de Novela 2012, se materialice en la realidad. “Escribir está atado al padre, es el destino que el padre quería para Matías. Ahora creo que se puede huir de pocas cosas, menos de la influencia de los padres. Los problemas se van en la maleta. Te puedes ir a vivir a Tombuctú, pero o te llevas los problemas o, cuando regresas, te están esperando en la puerta”, afirma Krauze, coeditor del sitio de Internet Letras Libres, que después de estudiar en Estados Unidos ha decidido vivir nuevamente en la ciudad de México.
–Matías es alguien que quiere ser escritor, tiene una novela publicada y otra que le rechazaron, pero durante Fallas de origen da la impresión de que no puede ser escritor o no puede escribir. ¿Cómo explica esta dificultad?
–No sé si es un escritor auténtico, o si hace más bien lo que su padre quería para él y por eso publicó ese primer libro. La vocación de escritor de Matías me parece lo menos logrado de la novela. No lo vemos muy preocupado por ser escritor, no lo vemos escribir. Parece que es lo último que está en su cabeza. Lo vemos leer, ¿no? Y cuando la ciudad de México se lo empieza a comer, como a veces pasa –porque es una ciudad malísima para los lectores, es una ciudad hecha para que nunca puedas leer–, no vuelve a abrir el libro. La literatura ocupa un espacio más amplio en mi vida que para Matías. Y también más normal para mí. Yo no uso la literatura como un arma para vengarme. tengo una vida menos dramática y soy una persona más alegre. Me aburren los escritores que hablan de escribir como si fuera un proceso tormentoso, “cómo intimida la hoja en blanco” y esos lugares comunes. Escribir es un oficio increíble: estás tú solo, no le tienes que pedir permiso a nadie.
–Fallas de origen no es una novela que proponga el parricidio en la literatura, sino todo lo contrario. ¿Está de acuerdo?
–Sí, en gran medida porque no sé quién es mi padre literario. No tengo una influencia directa de escritores mexicanos. Veo que muchos escritores mexicanos se preguntan dónde están inscriptas sus novelas, a qué corrientes pertenecen, cuáles son sus influencias. Quizá sea lo saludable y normal para un escritor, pero me ocurre poco, francamente. Soy un escritor criado con literatura estadounidense. Es una novela que fue escrita con un espíritu que es todo lo contrario del parricidio. Es casi la canonización de la figura paterna. A mi papá le pareció que la novela es un homenaje inmenso a él. El padre de Matías es una especie de super hombre mexicano, lo mejor de México está en él.
–En cambio, Matías es un personaje mucho más ambiguo, genera rechazo, por momentos es detestable, pero también desde su fragilidad genera empatía en los lectores.
–Mi primer libro, Cuervos, lo escribí a los 21 años y tiene una visión binaria de la vida: los buenos y los malos. Cuando lo releí, me dije que con Fallas... quería enmendar esos errores. ¿Cómo voy a lograr alejarme de este mundo binario? Llegué a la conclusión de que Matías tenía que ser partícipe de lo que critica. Una vez que pensé en eso recordé las grandes series de televisión que más me gustan, como Mad men y Los Sopranos, y se me empezaron a ocurrir las cosas que Matías iba a hacer. Que iba a drogar a su mamá, que se iba a meter con una puta en el diván de su padre... Diván que nunca tocaba: un acto de violencia post mortem horroroso, por lo menos así lo leo yo. ¿Y si el lector no lo sigue? ¿Si causa asco? Si han seguido durante seis años a Don Draper, que es un infiel serial, y durante siete años a Tony Soprano, que es un asesino, ¿por qué no van a seguir a Matías por más de doscientas páginas? Y decidí habitar esas contradicciones y escribir con soltura las escenas donde Matías hace cosas horribles.
–En el principio de un escritor, al menos el escritor que es usted, está la incomodidad, ¿no?
–Completamente. Me interesan los personajes con identidades divididas, los expatriados. La identidad es uno de los temas más fascinantes. A pesar de la globalización y demás cuestiones que alarman a la gente, creo que los seres humanos nos aferramos a la identidad de manera muy clara. Siempre he sentido que no pertenezco mucho a ningún lugar. Mi mamá es una mujer católica, hija de padres católicos de una provincia calurosa de México. Mi papá es hijo de inmigrantes nacidos en Polonia, judíos. Desde chico me preocupa quién soy. Iba con los judíos y me decían que yo no era judío. Iba con los católicos y me pasaba lo mismo. Para los mexicanos soy un mexicano a medias porque soy güerito, soy blanco. Si voy a Estados Unidos, me dicen: “Tú no eres mexicano”. Pero me siento mexicano, pienso como un mexicano y tengo los complejos de un mexicano. La identidad es una especie de tatuaje: te puedes ir por el mundo, y regresas y sigues siendo mexicano.
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