LITERATURA › LA ESCRITORA LAURA ALCOBA Y SU NOVELA EL AZUL DE LAS ABEJAS
La autora argentina radicada en París dice que el eje de su libro es “la experiencia del exilio y la relación con mi padre a través de las cartas”. La narradora es una niña –ella misma–, pero el proyecto, señala, no es autobiográfico, sino que apela a “la memoria colectiva”.
› Por Silvina Friera
El sol del mediodía refleja una luz dorada en sus ojos. Laura Alcoba apoya la mano izquierda en su frente y la mueve suavemente en pequeños círculos. Ese gesto minúsculo será el preludio para volver a experimentar la compleja intensidad de su experiencia infantil. “Mi viaje comenzó en alguna parte detrás de mi nariz”, cuenta la niña de El azul de las abejas (Edhasa) mientras espera encontrarse con su madre, militante política exiliada en París en agosto de 1976. Desde La Plata, esa niña de ocho años toma clases de francés para prepararse. Cada quince días, todos los jueves, visita a su padre en la cárcel. Junto a su profesora descubre sonidos nuevos, “una erre muy húmeda que hay que ir a buscar al fondo del paladar, casi a la garganta, y ciertas vocales que se hacen resonar detrás de la nariz, como si uno quisiera a la vez pronunciarlas y guardarlas para uno”. “El francés es una lengua muy extraña: deja caer los sonidos y al mismo tiempo los retiene, como si en el fondo no estuviera muy seguro de querer liberarlos”, fue lo primero que pensó a propósito de su nuevo idioma. Un día de enero de 1979 esa niña –la futura escritora– partió para siempre. No llegó literalmente a París, como le habían anunciado tantas veces, sino al barrio Voie Verte en el Blanc-Mesnil, lejos del glamour parisino de la Torre Eiffel y las postales turísticas. Las cartas entre padre e hija –con el énfasis puesto en la lectura compartida de algunos libros– materializan un formidable espacio de libertad donde todo parece “más bello” en el papel.
La narradora de su última novela es la misma de La casa de los conejos (2008), esa niña que reconstruye cómo fue su primera infancia en la imprenta de Montoneros en La Plata, disfrazada de criadero de conejos; la casa operativa donde matarían a Diana Teruggi, la hija de Chicha Mariani. “El material es autobiográfico, pero el proyecto no lo es –aclara Alcoba a Página/12–. Trato de rescatar elementos que significan fuera de mi trayectoria personal y que tienen que ver con la memoria colectiva. La casa de los conejos nació de una frase que me envió Chicha Mariani: ‘Creía que vos y tu mamá estaban muertas...’. No, no estoy muerta y me toca contarlo. El azul de las abejas es la experiencia del exilio y la relación con mi padre a través de las cartas; es de mis libros el que más eco tuvo en Francia. No paran de escribirme inmigrantes que se encuentran reflejados en la experiencia de la narradora. Lo que estuve buscando en estos libros es la intensidad de la infancia, algo que quiero seguir explorando en la escritura. Me interesa navegar en los límites de la realidad-ficción, una mezcla que vengo practicando para tratar de borrar esa frontera.”
–En la escritura de las cartas a su padre, ¿podría establecer su comienzo como escritora?
–Sí, totalmente. De hecho el libro surgió porque un periodista francés me preguntó cómo entré en la literatura, cómo empezó mi interés por la escritura, y mi respuesta fue la correspondencia que tuve con mi padre hace mucho tiempo. Yo me movía con una caja con las cartas de mi padre, de mudanza en mudanza. Había algo importante, pero nunca había vuelto a leer esas cartas desde que las había recibido. Yo sabía que en algún momento iba a escribir sobre el exilio, continuando la voz infantil de La casa de los conejos. Pocos días después de esa entrevista con el periodista francés, abrí la caja, ordené las cartas y después las leí. La casa de los conejos nació de volver al lugar y de conectarme con la casa en la que había vivido. El azul de las abejas nació de ese viaje que hice en el tiempo con la lectura de las cartas. Uno de los primeros libros que mi papá me propuso leer –él acá, de este lado del Atlántico, en la cárcel, en castellano, y yo allá, en francés– es La vida de las abejas, de Maurice Maeterlinck. Y ahí empezaron a gravitar recuerdos, escenas... Algo que me emocionó mucho cuando leí las cartas de mi padre fue cómo en una situación tan bajo control no hay una evocación de la cárcel. Nunca habla de lo que vive en la cárcel. Y son muchas cartas. Donde aparece la cárcel es en las reglas de la correspondencia y las cinco fotos que tenía permitidas en la celda. Lo increíble, al leer las cartas, fue que él estaba en la cárcel y yo en Blanc-Mesnil y de repente existía un campo con flores azules en el que estaba con él. La lectura en dúo te abre el espacio infinitamente; vamos a elegir dónde estar y dónde charlar. Para mí esto dice algo muy fuerte del poder de los libros en ciertas circunstancias.
–¿Esta historia se la debía como escritora por lo que implicó la “inmersión” en la lengua francesa?
–Sí, hay un desarraigo y un nuevo arraigo. Quería volver a andar los primeros pasos de entrar en un idioma. Me fascina la intensidad de la experiencia infantil; la infancia es una serie de primeras veces. En ese sentido prolonga a la misma narradora de La casa de los conejos. Quería volver a experimentar el descubrimiento de un nuevo idioma, no sólo en la mente –un ejercicio que puede ser abstracto–, sino también físico: cómo se mete un nuevo idioma en el cuerpo. El libro es un viaje dentro del idioma francés, un viaje que empezó detrás de mi nariz.
–La vergüenza que siente la protagonista por el acento argentino ¿es un sentimiento que experimentó o es un recurso de la ficción?
–Los chicos tienen el deseo de ser normales, de ser como los demás. Hay una serie de miedos que entran en eco con La casa de los conejos. Tener un acento en ciertas circunstancias es decir su historia en cuanto uno abre la boca, ¿no?, revelar quién es uno. Hay una separación absoluta entre la correspondencia con el padre, esa relación a distancia, y el mundo infantil de la escuela. Los dos no se mezclan. La narradora nunca dice que su padre está en la cárcel. Entonces ocultar la parte que tiene que ver con el pasado argentino y con la situación en ese momento también pasa por no tener acento. A la persona que tiene acento lo primero que le preguntan es “¿de dónde venís?”. Uno puede decir mucho con el acento. Tenía que evitar el acento argentino para fundirme en el conjunto y no revelar en la manera de hablar una historia que podía ser complicada, rara... Está no sólo el hecho de tener que penetrar en el otro idioma, sino hacerlo penetrar en uno para encontrar un nuevo arraigo.
–¿Qué rol tienen los libros y la lectura en ese nuevo arraigo?
–La lectura es esencial y al mismo tiempo es donde continúa la relación con el padre. La impresión es que el idioma francés la entiende, que casi la adopta, porque el idioma francés puede jugar con el silencio o con el hecho de callarse; una serie de elementos que prolongan el silencio y el miedo a hablar, que es el centro de La casa de los conejos. Algo que era muy pesado para mí se vuelve lúdico. En el caso de la “e” muda, el francés tiene una vocal visible pero silenciosa; en ese juego hay una adopción mutua entre el idioma y la narradora, que es la resolución de la impronta del peso del silencio en la parte argentina de la historia.
–Un tema que aparece es la cuestión de llegar a París. En realidad, la madre y la hija están en la periferia, ¿no?
–Este es un tema importante: esa promesa de llegar a un París que no es París. Hay que buscar a París también en los suburbios, los guetos, la periferia adonde llegué, en mi caso, como llegaron la mayoría de los argentinos exiliados en ese momento. Hay una visión glamorosa de la Torre Eiffel y Montmartre que no tenía nada que ver con lo que fue el exilio para la mayoría. No fue un exilio parisino, sino encontrarse extranjera en un mundo de extranjeros que están en tránsito y que intentan llegar a París.
–¿Cómo fue ese tránsito al corazón de París?
–Fue un largo camino, unos quince años progresivos de vivir en distintos lugares de la periferia. Está lo que se llama el periférico, donde de un lado está París y del otro ya no es París. Para muchos exiliados fue una carrera para llegar al periférico e ir subiendo poco a poco hasta lo que puede ser el corazón de París; todo un esfuerzo que dice mucho de lo que es la sociedad francesa y lo que pudo ser y es aún el exilio para mucha gente. Vivir allá fue duro, pero ahora puedo decir que llegué a París (risas).
–Hay un momento en la novela en que la narradora, para convencer a los chicos de que no es una mentirosa y es de Argentina, menciona el Mundial del ’78, referencia incómoda para la hija de dos militantes políticos, ¿no?
–Fue muy cruel eso, pero fue así (risas). Argentina es una estación de metro y esa escena corresponde a un recuerdo auténtico que fue muy violento porque para los chicos con los que yo jugaba mi país no existía... La única manera de probar la existencia de Argentina fue el Mundial de Fútbol del ‘78.
El “baño lingüístico” no le alcanza a esa niña que inicia su primera incursión educativa en la escuela Jacques Decour. “Quiero hundirme en esa lengua para siempre, quiero estar adentro. Comprender cada sonido, del primero al último. Que las vocales de detrás de la nariz me revelen de una vez todos sus secretos..., que vengan alojarse en mí en un lugar nuevo, un rincón que no conozco aún pero que me descubrirá el itinerario que siguen, el mismo itinerario que recorren en todos los que la pronuncian sin tener, a diferencia de mí, necesidad de pensarlo tanto”, se lee en El azul de las abejas, escrita en francés –publicada en Gallimard, como todas sus novelas– y traducida por Leopoldo Brizuela. “Hasta que un día pensé en francés. Sin darme cuenta, y sin quererlo. Pensé y hablé en francés al mismo tiempo (...). De pronto me escuché preguntarle a mamá desde mi cama: Tu m’as laissé les clés? (¿Me dejaste las llaves?)”, evoca la protagonista.
–La narradora está obsesionada con pensar en francés. ¿Esa escena fue tan epifánica como se la describe en el libro?
–Sí, esa escena corresponde a un recuerdo particular con las llaves del departamento. Algo se resiste, te deja afuera y un día la puerta se abre sola y estás del otro lado sin saber muy bien por qué (risas).
–¿Nunca intentó escribir en castellano?
–No, no lo intenté y creo que El azul de las abejas lo explica. Mi experiencia argentina está marcada por el silencio, por el miedo a hablar, por la autocensura constante. Cuando se publicó La casa de los conejos recibí muchos mails de hombres y mujeres de mi generación que habían sido chicos en la década del ’70, hijos de militantes de Montoneros que vivieron en la clandestinidad y en situaciones parecidas. Me decían que encontraban en el libro cosas que habían vivido pero que no lograban formular aún; vivir y ocultar situaciones que no existen para afuera era tan normal para muchos de nosotros que es muy difícil salir de ese condicionamiento. Hay algo que está confundido con una especie de pacto de silencio que el francés me ayudó a comprender. Hace mucho que vivo en Francia y escribo naturalmente en francés, no es algo forzado. El idioma francés me permitió explorar mi origen, mi pasado argentino. En castellano puedo escribir artículos y conferencias, pero mi escritura personal es en francés. No excluyo escribir en castellano algún día. Mi lengua literaria es el francés, pero con el francés vuelvo a remover la lengua madre y lo que llamo “el paisaje de origen”, las emociones infantiles. En los primeros años hay una huella que determina la sensibilidad posterior y que siempre se revela en la escritura. Ese paisaje de origen que exploro en La casa de los conejos y El azul de las abejas es argentino y tiene que ver con la clandestinidad y el silencio. Vuelvo a todo eso incluso en Jardín blanco, un libro diferente en el que finalmente están presentes estas obsesiones. El nudo siempre es el mismo.
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