LITERATURA
Una mañana, Raquel y Fernando desembarcaron en el barrio de la Voie Verte, en un auto muy blanco y lleno de regalos. Son dos amigos de mamá que se refugiaron en Suecia, argentinos también, antiguos guerrilleros, como mis padres y Amalia, que también los conoce. Han debido hacer un largo viaje para llegar hasta aquí; si hasta parece que con su auto debieron subirse a un barco... salieron de Estocolmo dos semanas atrás. Antes de llegar aquí han hecho varias escalas en casas de otros argentinos, en Alemania, en Leverkusen, y también en el norte de Francia, por el lado de Amiens. Casi un tour del exilio.
Ya los había visto en Argentina, hacía mucho tiempo, no recuerdo muy bien dónde ni cuándo exactamente. Pero lo que he olvidado por completo son los nombres con que los conocí. Porque en aquellos tiempos de clandestinidad deben de haberse llamado de otra manera, claro. Como todos los demás, habrán llevado nombres de guerra transitorios, Paco y Rita, Pepe y Mabel, Oscar y Jimena, vaya uno a saber. Habría podido preguntarle a mamá, que aún debe de acordarse, cómo no, pero qué importan ya los nombres del pasado. A veces llego a pensar que no quiero acordarme; estamos al otro lado del océano, y es lógico que los nombres antiguos hayan quedado allá. En todo caso sus caras son las de siempre, y las reconocí, y también la sonrisa con que Raquel gritó mientras abría la puerta de su auto reluciente: “¡Al fin llegamos!”.
* Fragmento de El azul de las abejas (Edhasa), páginas 76 y 77.
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