LITERATURA › PERLA SUEZ HABLA DE EL PAíS DEL DIABLO, SU NUEVA NOVELA
La escritora cordobesa va al hueso de una compleja cuestión: la violencia y la barbarie impresa –aunque no siempre vista– en los presupuestos civilizatorios. “Hace falta volver a contar otra historia, no la que nos contaron en la escuela”, destaca Suez.
› Por Silvina Friera
En la piel de los lectores queda tatuado el sufrimiento indeleble de un drama. “Un hilo de sangre se acerca hasta ella desde la otra orilla. Lum se incorpora de golpe. Corre. Toma la cabeza de su madre entre sus manos e intenta unirla al cuerpo, pero se le resbala. Recoge la cabeza nuevamente y empieza a gritar, llorando se abraza a ella y se queda ahí tendida.” Lum, una niña mestiza de catorce años –hija de mapuche y padre blanco–, atravesó el rito que la convirtió en machi (protectora de su pueblo) y salió del trance para descubrir que su aldea ha sido aniquilada. Camina entre los despojos de la masacre, se refriega los ojos. La toldería fue arrasada por una compañía de soldados que representa el “proyecto civilizatorio”, eufemismo del genocidio de la Campaña del Desierto en la segunda mitad del siglo XIX. Cinco soldados sobreviven, uno es un “indio civilizado” llamado Ancatril, y emprenden el largo regreso al fortín. Como los chamanes, Lum se llena las manos de cenizas y se frota la cara de gris para adquirir “el resplandor de los espectros”. La niña pronto se encargará de invertir los roles. Lum perseguirá a los soldados asesinos para intentar restablecer un orden que ha sido quebrantado, para aspirar a alcanzar un modo de justicia, aunque más no sea una “compensación”. El país del diablo (Edhasa) de Perla Suez es una excepcional novela que va al hueso de una compleja cuestión: la violencia y la barbarie impresa –aunque no siempre vista– en los presupuestos civilizatorios.
“Hay lectores que me dicen: ‘¿Cómo podés ser tan violenta, Perla, cuando tenés un aspecto de señora tan buena?’ Ya ven que tan buena no debo ser, debo tener mis cosas. Que yo me acuerde no maté a nadie, pero no sé en otra vida...”, bromea Suez. “Como todos los escritores decimos ‘no me quiero repetir’, yo también dije: ya está la historia de los inmigrantes, de mis abuelos, en la Trilogía de Entre Ríos, de alguna manera en Humo rojo también hay inmigrantes ruso-alemanes. ¿Cuál es la otra cara del país? Entonces empecé a pensar en la tradición argentina y el desierto, ese espacio inconmensurable, terrible, donde no hay sombra”, cuenta la escritora a Página/12. “La idea del desierto que recorre toda nuestra literatura no es la del desierto de Sahara, de arenas y camellos. Nuestro desierto es la llanura, la pampa verde, también la zona de la Patagonia que tomo en la novela –explica Suez–. Yo no le tengo miedo al papel en blanco porque es un gran espacio con mayúscula. Para mí es importante tener una imagen como el desierto que va creciendo. Se me aparecieron cinco hombres, cinco soldados –que aunque no se dice son soldados de (Julio A.) Roca–, que vienen de matar una de las últimas tolderías en plena época de la Campaña del Desierto. Una niña de catorce años me perseguía, primero era mapuche y después me di cuenta de que era mestiza, hija de un padre blanco que ha vivido en la toldería. Esa niña, que todavía no tenía nombre, tiene un padre que casi no conoce y fue criada en la toldería por su madre mapuche y la machi. Me dije que era interesante investigar toda esa parte nuestra que fue tan despreciada y el museo de La Plata lo puede mostrar mejor que yo. Desde la época de (Charles) Darwin se viene hablando de los grandes desprecios hacia las comunidades mapuches-araucanas y toda la cultura que hemos perdido con eso. Esos cinco soldados mataron indios a mansalva, pero hay alguien que se salva: la niña Lum.”
Para zambullirse en ese mundo mapuche ninguneado, tan escamoteado de la pedagogía escolar, para intentar conocerlo como las líneas de la vida en la palma de su mano, Suez leyó un diccionario mapuche, todos los libros de Mircea Eliade, textos sobre chamanismo araucano y sobre mitos del pueblo mapuche, Testimonio de un cacique mapuche de Lonco Pascual Coña, de donde tomó algunos fragmentos que incorporó en la novela; y Viaje al país de los araucanos, de Estanislao Zevallos. “Hice un trabajo de documentación importante que no está en la novela, pero que me tocó el corazón –confiesa con la emoción relampagueando sobre el tono plácido de su acento cordobés–. Era importante dejar cimentar en mí todo eso porque no fue fácil, siendo hija de un inmigrante de la Mitteleuropa, meterme en la piel de una niña mitad mapuche. La palabra Lum quiere decir encuentro entre dos lagunas. El desafío estaba, así que arremetí. Quería construir un western de nuestra Patagonia. Amo el cine de (Quentin) Tarantino y el de los hermanos Coen. Hay una geografía similar, es el mismo continente, pero tenemos una cultura diferente. Han pasado cosas similares, como las matanzas de indios, pero tenemos otra idiosincrasia. Empecé a jugar con lo onírico y me di cuenta de que le tenía que dar protagonismo a la niña.” Dos novelas son como faros para la escritora cordobesa: Moby Dick, de Herman Melville, aunque sea el mar, otro gran espacio con mayúscula porque es esa dimensión infinita del poder de la naturaleza; y El desierto de los tártaros, de Dino Buzzatti. Habría que agregar las marcas que le han dejado las lecturas de la narrativa norteamericana con William Faulkner, Carson McCullers y Flannery O’Connor a la cabeza.
–En El país del diablo Lum presencia el momento en que le cortan la cabeza a su madre y ella luego corta una garganta a modo de justicia. ¿Qué importancia tiene Lum como sobreviviente?
–Hicieron un genocidio, mataron a todos los indios, pero siempre hay un sobreviviente que cuenta. Un desierto para la nación, de Fermín Rodríguez, me abrió la cabeza sobre el tema de las posibilidades del desierto como ese espacio vacío y sobre esa necesidad de civilizar que tenían entrecomillas y de ignorar una cultura, considerada bárbara, para poder construir otra cosa. Mis abuelos maternos ucranianos vinieron gracias a que se abrieron las corrientes inmigratorias, pero no puedo como argentina dejar de repudiar ese exterminio y preguntarme por qué no integraron esas culturas. El teniente, al final de la novela, no puede matar al indio. El revólver apunta al guardia. Sentí que hay una complejidad y una contradicción y no quería pintar al teniente como el malo de la película. Tenía ganas de que tenga una cierta rareza, que es parte de un clima que quise generar, buscando lo onírico con este fotógrafo Deus, a quien en la Patagonia se le aparece un París que soñaban muchos en la época. Lum se esconde y de ella no quedan más que rostros, huellas de pasos hasta el final. A pesar de que ella está viva.
–La barbarie está puesta en los soldados de la civilización. Los indios, en cambio, no son los portadores en sí mismos de la violencia en la novela.
–¡Qué lindo... no sabés la alegría que me da que veas eso! La pregunta es: ¿Bárbaros o civilizados? ¿Civilizados o bárbaros? En ese dualismo prefiero quedarme. Yo no creo en la desaparición de las ideologías, todo lo contrario. Uno cuando escribe tiene una mirada como autor. Siempre desprecié la xenofobia; hay valores que los tengo incorporados como parte de mi cuerpo, que están dentro de mí y de los cuales no me voy a separar nunca. No creo en las guerras, no creo en las conquistas de otras tierras para tener más poder, no creo en muchas cosas... Pero sí creo que nuestros indios, como los indios de América, tienen derecho a su espacio, a su tierra y a construir su vida. Fue muy fuerte tratar de ponerme en la piel mapuche viniendo de una cultura de la Centroeuropa, con abuelos que me transmitieron la Cábala y la Torá. Yo creo que la ficción manda cuando te metés y podés trabajar a fondo. Me documenté mucho y fue importante leer sobre los primeros exploradores, la presencia del extranjero en la Patagonia. ¿Qué hacían los extranjeros? ¿Para qué venían? La fuerza del desierto es demasiado terrible y maravillosa como para soportar cualquier sombra. Yo estoy circundada por el desierto porque a mí de chica mis abuelos me contaron cómo escaparon de las tribus, cómo eran perseguidos, cómo andaban por el desierto, cómo las tribus se dispersaron. No casualmente quería llegar al hueso, a la esencia. Hueso es una palabra muy importante porque la esencia nuestra está en los huesos.
–¿Cómo lucha Lum contra la violencia de la que es víctima?
–Hace lo mismo que hace un hombre cuando tiene que tomar decisiones. Si son terribles, no son más terribles de las que cometieron con ella. Una mujer a los catorce años ya plantada, que ha vivido todo, y encima tiene poderes chamánicos, con mucha vida interior, me parece que no tenía otra salida. La sumisión no es tierra para contar para mí. La sumisión fue contada y explotada en todo el mundo, desde la esclavitud en adelante. Pero no es tierra para trabajar. Encontré en nuestro desierto otro terreno para escarbar y para labrar. Como los mapuches desentierran los huesos, uno está desenterrando un poco un pasado que no se contó. Hace falta volver a contar otra historia, no la que nos contaron en la escuela. Nos volvieron analfabetos en relación con una cultura muy rica. Ahora tenemos que desenterrar todo lo que nos taparon. Alsina hizo una zanja que yo digo que es igual a la muralla china de Kafka, una muralla que se construye para abajo en vez de para arriba. En la muralla china de los cuentos de Kafka está todo lo absurdo: ¡Qué locura construir una zanja para que cuando vengan al galope, los indios se caigan y no puedan pasar! No es que no tienen que pasar, para Roca había que terminar directamente con los indios, matarlos. Roca le decía a la tierra que quería conquistar “El país del diablo”.
–¿Por qué a lo largo de la novela circula un cuchillo con las siglas J. M. R., que remiten a Juan Manuel de Rosas?
–Esto es cine puro. Hay un libro maravilloso con las conversaciones de (Alfred) Hitchcock y (François) Truffaut en que Hitchcock habla del macguffin, un elemento que pone en todas sus películas que puede ser una valija que no tiene nada, pero que vos querés saber qué tiene. El cuchillo en mi novela es un macguffin. El soldado que viene con el ojo caído y le entrega el cuchillo al teniente es un zombie de las películas modernas. Yo tenía que hacer que el cuchillo circulara y que el lector se pregunte: ¿Ahora qué va a pasar? Es un macguffin tomado de Hitchcock, el gran maestro del suspenso. Hoy se escribe muy bien en nuestro país, tenemos muchos escritores, un caudal maravilloso, pero también creo que el oficio no alcanza. Hay una nueva exigencia: estar en contacto con todo el arte. Tenemos que dejarnos impregnar del buen cine, de la buena pintura, de la buena música. La música es fundamental. Aunque no está en la escritura, en la novela me sonaban acordes de “La resbalosa”. Cuando escribo, a veces pongo música, temas de Leonard Cohen o Philip Glass.
–¿Qué implica ir al hueso desde la ficción?
–Cuesta y duele ir a la esencia y remover. Duele sobre todo que la condición humana sea como es. Duele mucho; es terrible. Somos mucho más poderosamente terribles que las fieras. Ya lo sabemos, muchos lo dicen: los animales matan porque tienen hambre o porque los atacan. ¿Y nosotros? ¿Por qué mata el hombre? ¿Para apoderarse de más tierras? ¿Para quiénes? Me voy a morir y no voy a tener respuestas a esas preguntas. Creer que un día las guerras van a terminar es una utopía. Yo soy totalmente incrédula mientras siga este sistema. Pero tengo esperanza en la humanidad, no soy apocalíptica.
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