LITERATURA › LUIS CHAVES, UNO DE LOS VISITANTES DEL FILBA
“Siempre es más interesante el personaje imperfecto y débil que trata de no serlo, pero no puede”, dice el autor costarricense sobre Salvapantallas, el libro que presentó ayer aquí. Mañana viajará al Festival de Poesía de Rosario.
› Por Silvina Friera
Las astillas de un verso –la anotación de una frase en un “diario doméstico”– permanecen como una música interior en el oído de los lectores: “El grillo solitario del patio frota sus patas desde otra galaxia”. Luis Chaves –poeta, narrador y cronista costarricense– cuenta que Salvapantallas (Seix Barral), el libro que presentó ayer junto a Fabián Casas y Pedro Mairal, es una “nouvelle o novelita” articulada con fragmentos publicados a lo largo de varios años más textos inéditos que se ensamblaron “como una gota de mercurio que estalló y, sola, se juntó de nuevo”. El escritor tendrá hoy una jornada agotadora que empezará con una clínica de poesía en el Festival Internacional de Literatura (Filba). Después participará del panel “Nuevos lenguajes/Nuevos formatos” y a la noche leerá poemas. Mañana viajará a Rosario para presentarse en el Festival Internacional de Poesía. En 2003 llegó a Buenos Aires para el casamiento de una amiga y terminó viviendo tres años en Villa Crespo. Los amigos porteños intentaron convertirlo en hincha de San Lorenzo, de River, de Boca, de Independiente, pero fracasaron. Chaves, por el barrio, se hizo de Atlanta. En Costa Rica es fanático del Club Sport Herediano, un equipo de primera división que como una familia venida a menos tuvo su momento de gloria: fue el primer tetracampeón del fútbol en su país.
“Prefiero los antihéroes y los derrotados; es muy fácil ir con el ganador, ¿no? Siempre es más interesante el personaje imperfecto y débil que trata de no serlo, pero no puede. Me interesa el débil; es atractivo que no tenga ninguna posibilidad”, plantea Chaves a Página/12. Salvapantallas es un libro repleto de destellos y pequeñas iluminaciones en el itinerario de un narrador-personaje que tiene mucha cercanía con la propia vida del autor de los poemarios Los animales que imaginamos (1997, Premio Hispanoamericano Sor Juana Inés de la Cruz), Historias polaroid (2000), Chan Marshall (2005) y La máquina de hacer niebla (2012, Premio Nacional de Poesía de Costa Rica), que fue elegido como residente del Programa de Artistas de la DAAD en Berlín, donde está residiendo con su esposa y sus dos hijas. Hacia el final del viaje a La Habana, en la casa donde se está hospedando, después de husmear en las fotos de esa familia, tiene una intensa epifanía. “Buena parte de la cena pensé en la habitación matrimonial, en la rodaja de luz que partía el cuarto en dos, en la cama alta dividida por un meridiano, en cómo una vida, cualquier vida, cabe en una caja de zapatos”. Otro de los chispazos sucede cuando el narrador –llamado Chaves–, que entonces vive con un dealer, revela que “alguien repetía el chiste que le escuchamos una vez a un uruguayo: no me gusta la merca pero qué bien huele. Lo festejábamos a carcajadas, como si lo oyéramos por primera vez. Era el ocaso de la razón. El fin de la voluntad”.
–En un momento de Salvapantallas el narrador se define como “hijo de la movilidad social”. ¿A qué se refiere con esa movilidad?
–A una época de mi país, pero creo que también de América latina. La familia de mi padre son nueve hermanos; mi padre es el mayor de los hombres, es el tercer hijo, hay dos mujeres antes que él. Mi padre era hijo de un zapatero que fue descalzo a la escuela hasta tercer grado. De ahí viene mi papá, pero de un país que permitió que ese niño que fue descalzo hasta tercer grado fuera a la universidad, tuviera un trabajo, construyera su casa porque había créditos baratos. A esa movilidad social me refiero. La movilidad social de ahora es para abajo; por lo menos ya nadie de mi generación –o poca gente– construye su casa. Vengo de ahí, pero no sólo mi padre fue a la universidad y se graduó, sino que yo estudié en un colegio privado con mucho esfuerzo. Pero siempre tuve la sensación de que no pertenecía a ese mundo; que mis compañeros eran distintos porque andaban a caballo o pasaban el fin de semana en el country mientras yo jugaba en la calle. Hay un desasosiego que atraviesa el libro.
–Ese desasosiego es un interrogante sobre la pertenencia, ¿no?
–Sí, no quiero exagerar pero diría que ese desasosiego es el motor de buena parte de la literatura. Las motivaciones para escribir tienen que ver con esa sensación de que no estoy donde me corresponde estar. O qué es lo que tengo que hacer, de dónde viene esta sensación de que este no es mi lugar. Tiene que ver también con haber crecido en un ambiente con un proyecto de familia que no necesariamente fue positivo –a largo plazo sí–, pero que para un niño en la primaria y luego en la secundaria, cuando todos queremos pertenecer y ser iguales, fue complicado. Ahora veo que ese proyecto de familia me salvó de un montón de cosas. El libro transita por ese desasosiego hacia el padre de familia que se va aburguesando con dos niñas (risas). Hay un cuestionamiento de otro tipo, hay una curiosidad por el mundo de tres mujeres. Salvapantallas es un libro atravesado por mujeres: está mi madre, claramente, pero empieza con una visita a la abuela Belén, que en realidad era la abuela de mi madre, era mi bisabuela. Y está mi esposa.
–¿El narrador tiene como “agujeros negros” en su memoria, una especie de límite respecto de lo que recuerda?
–Sí, pero también hay omisiones. No puedo escribir por ahora una novela del tipo “principio, nudo y desenlace”. Uno sabe cuáles son sus limitaciones y tiene que trabajar a partir de ahí. Hay un salto entre el viaje a Cuba y el regreso; está la parte de la vida en Buenos Aires y luego ya hay mujer e hijas. Ahí pasaron un montón de cosas que no están contadas. Algo está mencionado al inicio, cuando digo que podría contar muchas cosas y hablo de la jovencita a la que no le vino la regla. Esa jovencita es mi esposa, la madre de mis hijas de diez y de cinco años. No es que la vida de uno sea interesante. Lo interesante es que se pueda contar de una manera que toque algo en el otro.
–¿Por qué esa omisión de no contar la historia de cómo conoció a su esposa?
–No es que dije “no voy a contar esto ahora”. No lo pensé. Con mi esposa hablamos y hacemos chistes, pero no sé por qué no escribí nada. Estaría bueno para el diván porque lo estoy omitiendo desde lo literario (risas). Algunos amigos que leyeron el manuscrito me dijeron: “Te saltaste un montón de años, ¿fue a propósito?”. No, no fue a propósito... No se trata de contar mi historia, sino buscar dentro de lo que puedo contar algo que tenga lo que en fotografía se llama “profundidad de campo”, algo que pueda tener interés para un lector, ese personaje que siempre tenemos en la cabeza y que no sabemos bien quién es.
–Se podría decir que la escena inicial y final de Salvapantallas remiten a Julia, una de sus hijas, en el que momento que escribe por primera vez. ¿Acaso le está transmitiendo el legado de la escritura?
–No sé bien... Mi hija la mayor, Ariana, el otro día me dijo que quería leer el libro. El escritor es una persona a la que le cuesta escribir porque uno se va volviendo cada vez más crítico con sus errores y ya no escribe desenfadadamente como antes, cuando no pensaba mucho en el estilo. La mayor satisfacción o alivio sigue siendo terminar un texto. Que se vaya a publicar o no es otra historia.
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