LITERATURA › ADIóS A ANTONIO DAL MASETTO
Desde los cuentos de Lacre hasta Imitación
de la fábula, El Tano dejó una producción que invita a leer y releer. En 2014 había sido distinguido con el Konex de Platino en Novela.
› Por Silvina Friera
La pérdida del asombro –dicen– es un rasgo inapelable de vejez. Un recuerdo regresa una y otra vez; es la hondura de la mirada de un narrador que escrutaba el mundo que lo rodeaba con el ímpetu insaciable de un niño que no se cansa de observar. Que prueba, ensaya, busca y encuentra. “La memoria tiene la forma de una estría donde sigo arrojando cosas rotas”, dice un personaje de Antonio Dal Masetto. La tristeza es como un relámpago que se clava en la retina. Duele saber que “el pequeño Giotto” –como lo llamaban las monjas de Intra, el pueblo del norte de Italia donde nació–, El Tano para sus amigos y lectores de las contratapas que escribió en Página/12, uno de los escritores que tenía un ojo extraordinario para medirse con las palabras, murió en la madrugada de ayer, a causa de complicaciones cardíacas, a los 77 años. El orfebre infatigable de una prosa magnífica, el autor de Oscuramente fuerte es la vida y La tierra incomparable, en las que exploraba los personajes en tránsito, la inmigración y el desarraigo, terminó de escribir una novela de iniciación sobre un joven que se convierte en boxeador. Quizá haya nuevas páginas para transitar, si este material inédito, finalmente, se publica. No habrá velatorio por decisión del escritor. Sus restos serán cremados en el Cementerio de la Chacarita.
En el escritorio de su departamento de Recoleta, en Junín y Las Heras, el escritor tenía un cartel que aglutinaba una consigna existencial: “Justificá el día”. Todos los días escribía una cantidad de horas sin abandonar la disciplina, con una fuerza de voluntad descomunal. Poco importaba si tenía algo para “decir”. Su “método” consistía simplemente en sentarse frente a la computadora y garabatear algunas líneas. Intuía que las ideas, tarde o temprano, irrumpen y conducen hacia una historia. Solía contar que siempre tenía a mano un grabador porque se despertaba varias veces en la noche con algunas frases que prefería registrar para no olvidarlas. La novela “más grabada” fue La tierra incomparable (1994), el regreso de la anciana Agata a su pueblo natal, un viaje que hizo el propio Dal Masetto, novela con la que obtuvo el Premio Planeta.
El Tano nació en Intra, al norte de Italia, cerca de la frontera con Suiza, el 14 de febrero de 1938. Sus padres, Narciso y María, eran campesinos que cultivaban verduras y frutas y trabajaron como obreros en una fábrica. La aventura de la naturaleza y la intemperie fueron su primera “escuela”, antes de iniciar sus estudios primarios en un colegio religioso. Dal Masetto era el encargado de sacar a pastar las ovejas y las cabras. Las monjas le auguraron un destino como pintor y le contaron la historia del notable pintor y escultor prerrenacentista Giotto, que era pastor y mientras cuidaba a las ovejas dibujaba con un carbón en las piedras. El horizonte de Giotto cambió radicalmente cuando un día pasó el gran maestro Cimabue, que reconoció el talento del joven y decidió enseñarle a pintar. “Las monjas me decían que yo iba a ser otro Giotto”, solía contar el escritor con una sonrisa retraída en los pliegues de una timidez ancestral.
En Intra, su pueblo natal, vio cómo los nazis fusilaron a cuarenta y dos personas. El hecho conmocionó a ese pueblo; varios de los fusilados eran amigos del padre del escritor, trabajaban con él en la misma fábrica. “A lo mejor la visión de mi mundo quedó marcada por ese hecho, pese a que debo decir que mi niñez fue espléndida, más allá de la guerra y las dificultades de mis padres”, comentaba Dal Masetto. “Yo no sabía que vivía en un lugar paradisíaco, un lugar de montañas, de lagos; nadaba, pescaba, escalaba. Pero al mismo tiempo, estaba esa amenaza. Supongo que hay cosas difíciles de olvidar, aunque uno no las recuerde todo el tiempo”. Antes de partir de Intra, hizo un pozo en el jardín de la casa, metió sus juguetes en una caja de metal y los enterró.
Tenía 12 años cuando “el pequeño Giotto” llegó a la Argentina en 1950, con su madre y su hermana menor –su padre había llegado dos años antes–, como parte de la última oleada de emigración europea, después de la Segunda Guerra Mundial. En su valija traía las revistas de Emilio Salgari, las historias del pirata Sandokán que lo acompañarían como amuleto en el encuentro con América. La familia se instaló en Salto, un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Al principio tuvo que soportar las burlas de los chicos del pueblo por cómo se vestía, unos pantaloncitos cortitos que parecían de una película de Vittorio De Sica, y por las dificultades que tenía para hablar una lengua ajena para sus oídos. Se integró jugando al fútbol en las inferiores del club Atlético Compañía General de Salto. Todavía hablaba muy mal y no ser igual al resto de los chicos lo hacía sentir sapo de otro pozo en un pueblo perdido de la Pampa. El descubrimiento de la biblioteca pública de Salto fue el camino hacia la conquista definitiva de una lengua hasta entonces esquiva. Al imaginario aventurero que le inyectó la temprana lectura de Emilio Salgari en italiano, se fueron sumando Dostoievski y Stendhal, entre otros de una larga lista en la que no podían estar ausentes varios narradores y poetas italianos como Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo, Giuseppe Ungaretti y Cesare Pavese.
Llegar a la ciudad de Buenos Aires fue como descubrir su propia Malasia, como buen lector de Salgari que era. Tenía 17 años cuando una noche se fue de la casa familiar de Salto. Se instaló en una pensión en Sarmiento y Talcahuano, y empezó a trabajar como cadete, después en una fábrica y luego como vendedor ambulante. Las charlas en los bares y en las librerías, a fines de la década del 50 y principios de los 60, eran como puertas de acceso a un mundo cultural que para ese joven de Salto parecía infranqueable. Pronto conoció a Miguel Grinberg y juntos sacaron la revista Eco Contemporáneo, entre 1961 y 1969. En las páginas de esa revista Dal Masetto publicó sus primeros cuentos. La relación con el mundillo de los libros se fue ensanchando poco a poco con la amistad de Miguel Briante, de Osvaldo Soriano y de Jorge Di Paola. Los cuentos de Lacre (1964) obtuvieron una mención en Casa de las Américas de Cuba, pero nunca se publicaron en Argentina porque para el escritor no contaban demasiado, a pesar de que luego tomaría algunas ideas de estos textos y los reescribiría.
Siete de oro, su primera novela publicada en 1969, la escribió “como se escribe a los veintipico, cuando uno intenta ver si puede, por dónde, cómo”, recordaba el escritor en una entrevista con Página/12 por el lanzamiento de la biblioteca Antonio Dal Masetto, en agosto del año pasado. Esa novela inicial era muy autobiográfica. “Todo lo que ocurre ahí sucedió en la realidad, tanto el viaje como ese mundillo con el que el personaje se encuentra en Bariloche, ciudad que evidentemente no se nombra. Yo viví tres años en Bariloche, del 65 al 68, fui de paracaidista, de aventurero. Primero fui solo, después vino la mujer que estaba conmigo en ese momento –en la novela es Bruna– y teníamos un chiquito. El accidente que le ocurre a Pedro en la novela, el chico que casi se ahoga, le sucedió a mi hijo; estaba flotando, como lo cuento en el libro. Yo no sabía nada de salvataje, me encontraba a medio camino del cerro Otto con un cuerpito que estaba flotando en un pozo. En alguna parte había leído más o menos rudimentariamente cómo se hacía una respiración boca a boca. Que había que soplar, aspirar y apretar. Resultó y se salvó, sin ningún tipo de consecuencias. En el primer libro que uno escribe no solamente quiere poner las experiencias personales que uno tiene más a mano, sino todo lo que uno cree que sabe. Me fui de Bariloche con una libreta gorda, llena de apuntes; escribía una frase acá, otra allá, otra arriba de una escalera porque sobrevivía pintando paredes, dejaba el pincel y anotaba”.
En la base de la vida humana existe un principio de insuficiencia o de incomodidad que, probablemente, se agiganta cuando hay desplazamientos geográficos y lingüísticos. El movimiento es un principio vital y literario de Dal Masetto. Sus personajes, a veces solitarios y grandes tímidos como el propio autor, convierten en una forma de vivir esta sensación de que no están arraigados en ninguna parte. Por eso necesitan viajar, perseguir aventuras que puedan agitar el avispero existencial. “Uno trata de conservar los orígenes porque en el fondo es un salvavidas, lo que te alimenta, donde encontrás algún sentido, algún color. Cuando me doy cuenta de que ando perdido con la escritura, cosa que ocurre bastante a menudo, me repliego y busco por ahí, y siempre aparece algo. La experiencia me dice que si me suena auténtico, a los demás les va a sonar auténtico también porque no es algo inventado, creado ficticiamente; es algo que está. Y al estar se va expresar a través de palabras muy sencillas que llegan”, postulaba el escritor, un narrador que añoraba el “paraíso perdido” de la poesía, un género que le resultó imposible de abordar, según confesaba. “La poesía es la expresión más alta de la palabra, la única que se acerca al misterio de la existencia. No es que devele el misterio, pero hay como un roce en algunos poetas que te produce estremecimiento y ese estremecimiento es una forma de conocimiento que no se concluye, pero que de alguna forma te acerca a algo. Una vez, hablando con Miguel Briante, le comenté que lamentaba mucho no haber podido escribir poesía y él me dijo: ‘Al final, la prosa es nostalgia de poesía’”. Después de la muerte de Briante, Dal Masetto escribió un cuento donde se reencuentra con el autor de Las hamacas voladoras y reanudan el diálogo interrumpido por la prematura muerte de Briante. “Yo le pregunto: ‘¿La poesía es nostalgia de qué?’”.
A partir de su segunda novela, Fuego a discreción (1983), una de las novelas más negras del escritor por ese verano agobiante y el personaje que deambula sin saber adónde ir, comienza el trabajo de un estilo de radical cuidado de la palabra: al hueso de la frase, que no sobre nada. En Siempre es difícil volver a casa (1985) –llevada al cine en una versión poco afortunada de Jorge Polaco–, Cucurucho, Ramiro, Dante y Jorge, cuatro tipos desesperados, llegan a Bosque –un lugar imaginado por el escritor– para asaltar el banco del pueblo. Aunque tienen todo planificado –un golpe rápido, sin muertos ni heridos–, algo falla, y el pueblo se une en una cacería colectiva infernal, que se prolonga hasta la madrugada. Los ladrones tratan de huir, pero la muchedumbre, cada vez más enfurecida, se transforma en una suerte de brazo armado de la policía. Narración fluida y electrizante por las escenas de las persecuciones, Dal Masetto consigue mantener el suspenso sobre el destino de cada uno de los asaltantes, que devienen víctimas de un pueblo violento, brutal y tan feroz, que sus criaturas no parecen humanas. Soriano, que leyó la novela, le reprochó: “‘Los mataste a todos. Hubieses salvado a uno, a Cucurucho, que es tan simpático’. A lo mejor porque se sintió identificado con Cucurucho, se parecía a él”, razonaba El Tano. “‘Osvaldo, si salvo a uno se pierde el sentido de la novela; tienen que morir todos’, le dije”. Más de una década después esa crítica de Soriano lo llevó a Dal Masetto a escribir la segunda parte de la novela, Bosque (2001).
La trilogía de la inmigración y el desarraigo comenzó a fraguarse con Oscuramente fuerte es la vida (1990), el relato de la infancia de Agata en el pueblo de Tarni en la ficción –Intra en la realidad– hasta su llegada a América; continuó con La tierra incomparable (1994), el regreso de la anciana Agata al pueblo natal; y tuvo su cierre magistral con Cita en el lago Maggiore, el viaje del hijo y la nieta de Agata, el recorrido incierto de tres generaciones, un homenaje “a todos los que volvieron buscando lo que ya no estaba”. El Tano publicó varios libros de cuentos: Ni perros ni gatos (1987), Reventando corbatas (1988), Gente del bajo (1995) y El padre y otras historias (2002), entre otros títulos; además de varias novelas: Demasiado cerca desaparece (1997), Hay unos tipos abajo (1998) –llevada al cine por Emilio Alfaro y Rafael Filipelli–, Tres genias en la magnolia (2004), Sacrificios en días santos (2008) y la que hasta ahora es su última novela: Imitación de la fábula (2014). Muchos de sus libros fueron traducidos al italiano, francés y alemán, entre otros idiomas. El año pasado obtuvo el premio Konex de Platino en la categoría Novela por el período 2011-2013. “Uno lo recibe con gusto y agradecimiento, pero no es que me entusiasme mucho con los premios”, admitía Dal Masetto, que escribió contratapas memorables para Página/12. La última se titula “Alturas” y fue publicada el 2 de septiembre pasado. En ese bello texto evoca a su abuelo paterno Toni Furbo, hombre de montaña que le gustaba subir hasta la cima y prender fogatas, y cómo dos de los nietos del escritor, Lucas –hijo de Marcos– y Olivia –hija de Daniela– son de la estirpe de los que disfrutan de treparse en las alturas. “Me siento orgulloso de pertenecer a la pequeña lista de integrantes de esta especie de logia secreta, desparramada por el mundo, integrantes con almas, con corazones de cabras”, se despedía el escritor incomparable de sus lectores.
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