Domingo, 14 de febrero de 2016 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA ANGELICA GORODISCHER
A los 87 años, acaba de publicar Las nenas, un puñado de excepcionales relatos en torno de niñas que no tienen un pelo de inocencia, y ya terminó de escribir otro libro más. “Me interesa lo inexplicable, lo que no puede ponerse en palabras”, subraya.
Por Silvina Friera
El estribillo de una vieja amonestación vuelve con el énfasis cariñoso de un vocativo que entonces, a mediados de la década del 30, era rigurosamente cierto. “¡Apagá la luz, nena, son las dos de la mañana!”, le pedía Angélica de Arcal a su pequeña hija, una lectora compulsiva en ciernes que comenzó a leer a los cinco años. La verdadera patria de la infancia de Angélica Gorodischer son los libros: los libros que leyó y los que escribió, pero también los que escribirá... Y que nadie se asombre ni apunte rápidamente con el índice un presunto tropiezo, al final, con el tiempo verbal. A los 87 años, la escritora acaba de publicar Las nenas (Emecé), un puñado de excepcionales relatos en torno de niñas que no tienen un pelo de inocencia, y ya terminó de escribir otro libro más. Una nena envenena y mata al ambicioso novio de su madre. Otra nena decide dejar de trabajar en la cosecha para ir a la escuela. Una nena empuja al hombre que la iba a violar a un pozo. Otra nena fantasmal se aparece vestida de azul. Hay una nena más grandecita –hija de una abogada y un violinista– que descubre un kiosco mágico, cerca de su casa, atendido por Doña Lita: “Vos sabés que hay cosas que no se pueden explicar. Preguntale a tu profesora de matemáticas lo que es el cero. Preguntale a tu papá qué es el silencio. Preguntame a mí qué es mi kiosco. Todo lo mismo: lo que está demasiado lleno es como lo que está demasiado vacío. No se puede explicar. Pero es lindo, ¿no?”.
El cuento le sienta tan bien a esa imaginación proclive a disparar hacia lo fantástico –para ella deber ser tan sencillo como pestañear– que hasta cuando habla puede escribir un relato. La escritora entra al salón del quinto piso del hotel donde se está hospedando –apenas una noche para regresar a Rosario, la ciudad donde vive desde 1936– junto con Sujer Gorodischer, más conocido como Goro, su marido desde 1948, siempre presente en las entrevistas. “Yo sé que a las minas nos pasa de todo en este tipo de sociedades, pero también sé que estoy un poco cansada de la mujer siempre vencida que termina mal. Hay algunas que se plantan sobre sus pies, que se niegan a que las victimicen, que se vengan o hacen justicia entre comillas, con los medios que tienen a su alcance, como algunas de las nenas de mis cuentos”, dice Gorodischer a Página/12.
–¿A qué nena se parece más si piensa en su infancia? ¿Quizá a la nena de uno de los cuentos que piensa mucho en las palabras?
–Puede ser... nunca tuve que hacer justicia por mi mano, nunca corrí ninguno de los riesgos de las nenas de los cuentos. Pero la chica que piensa en las palabras sí, porque empecé a leer a los cinco años y todavía no me detuve, son más de ochenta años de lectura.
–El cuento “Cosecha” es muy iluminista porque la historia se trata de una chica que no quiere trabajar en la cosecha, que quiere estudiar, cosechar en otro sentido, ¿no?
–Sí, esa es la palabra: es un cuento iluminista. En el fondo es una cuestión de educación. La profesora, la Junípera, le pone palabras a lo que ella piensa.
–Hay una cuestión muy fuerte con los nombres en estos cuentos, pero también en su narrativa en general. ¿En el principio de todo están los nombres?
–Sí, hay que delimitar la cosa y el nombre es lo primero. Por eso colecciono nombres distintos, no me basta con María Rosa, Margarita y Lucrecia... Busco siempre nombres distintos porque aspiro también a que la cosa que está debajo de ese nombre sea distinta. No sé si distinta por diferente o si distinta porque además esconde otra cosa. Cuando escribís narrativa, tiene que tener varias capas, como la lasaña. Y si queda algo a lo que no se le puede poder nombre también eso es interesante porque hay una oscuridad que te hace sentir algo diferente y te incita a seguir buscando. Si estás escribiendo un cuento, tenés que poner ese misterio o esa cosa que no podés explicar. Me interesa lo inexplicable, lo que no puede ponerse en palabras. Cuando escribís un cuento, algo tiene que quedar en la sombra. No podés describir todo y contar todo. Yo tengo un libro, Doquier, escrito en primera persona, en el que alguien habla y nunca se sabe si es hombre o mujer. Y son 300 páginas. Muchas amigas me dicen: “¡Ah, bueno, pero es un hombre, es evidente!”. Otra amiga me dice: “¡No, pero si se nota enseguida que es una mujer!”. Yo no sé qué es, pero es interesante dejar algo en la sombra que sea bastante inquietante. Eso hay que contarlo, que es lo mejor que una puede hacer en esos casos.
–¿Pero cómo contarlo?
–Contarlo quiere decir saltar por la peripecia. La gente lo que quiere es que le cuenten un cuento. El “había una vez” es fundamental. La gente quiere un techo sobre sus cabezas, quiere abrigarse en invierno, ir a la playa en verano, ir los sábados al cine, tener para comer y que le cuenten un cuento. Borges decía que todo es un gran cuento: la televisión, el cine, la filosofía... Todo es un cuento. ¡Qué razón tenía este viejo, caramba, todo es un cuento! Te están contando un cuento constantemente. ¡Bienvenido sea! Si querés escribir un cuento, estupendo. Pero entonces veamos lo básico de un cuento, que es qué va a pasar; por eso siempre me acuerdo de Umberto Eco, que es uno de los amores de mi vida, pero que el “Goro” no se entere (risas). Eco cuenta que cuando era chico competía con un amigo a ver quién leía el libro más difícil. “Yo leí tal cosa, vos tal otra...” y aparte había una frasecita que decía: “Pero a mí me gustan Los tres mosqueteros. Tenía razón, a mí también me gustan Los tres mosqueteros, o lo que equivale a Los tres mosqueteros, es decir qué va a pasar: ¿se va a hundir el barco? ¿va a llegar la policía a tiempo? Lo primero, lo básico, es que me cuenten un cuento que me emocione. Con un cuento explicás todo; hay que tener talento, cosa que uno trata de alcanzar a fuerza de rasguños.
El crepúsculo ya comenzó: el sol está rotando lentamente hacia el hemisferio invisible. Por las cortinas grises de la ventana de este salón se filtran destellos de los últimos rayos que parecen mandarinas incendiadas. “‘El kiosco de la esquina’ es un cuento que tiene su misterio”, reconoce la escritora de espaldas al extraño fenómeno óptico. “Borges nunca te lo explica todo. Yo lo traigo al viejo porque es el mejor ejemplo que uno tiene cerca. Hay algo que se mantiene en el silencio, en el misterio, porque en la vida también es así. Si puedo contar algo fuera de lo común, mejor. Y si puedo contar algo que parece que es de todos los días, algo realista que se va transformando en otra cosa, mejor. Me pasó con el nuevo libro de cuentos que tengo terminado. Una mujer que empieza quejándose del marido derivó en otra cosa que no tiene nada que ver. A raíz de que leí algo sobre el manuscrito Voynich, ella termina descifrándolo, ella lo lee. Lo lee y lo entiende”.
–Más allá de que abundan las definiciones en torno del cuento, ¿qué es para usted un cuento?
–Un cuento es un pedazo de vida que le contás a alguien. Como en todo pedazo de vida, hay algo que no podés contar, que no podés explicar. O. Henry –que es un escritor bueno, divertido, correcto, tiene facilidad para contar cuentos deliciosos, pero no es Franz Kafka ni Oscar Wilde– sostenía que en todas partes, cuando caminaba por las calles, encontraba un cuento. Si entra ahora una chica vestida de verde y dice: “Ah, disculpe, yo creí que era la habitación principal”, ahí también hay un cuento. Hay un cuento en todas partes; es cierto lo que decía O. Henry.
–”En el mundo hay cosas bastante raras. Solamente hay que saber mirar”, dice un personaje de Las nenas. ¿Coincide?
–Sí, hay que saber mirar. Siempre hay algo detrás de una acción, detrás de una decisión, detrás de un error, detrás de un éxito, siempre hay algo, otra cosa.
–¿Cómo aprendió a mirar para escribir?
–Yo tuve una infancia un poco solitaria, mi familia me cuidaba mucho. Yo no fui al colegio, al principio tenía maestras en mi casa, cosa que es horrible, un plomazo. Un médico pediatra que era excelente les dijo a mis viejos: “¿ustedes quieren tener una chica normal? Mándenla ya al colegio”. Entonces no sabía lo que era un colegio, sólo veía correr chicas que gritaban, pero me adapté enseguida (risas). Yo tenía ocho años y leía desde los cinco y sabía un montón de cosas y a veces chocaba con mis compañeras, incluso con las maestras. Todo lo que viviste es material literario; algo siempre se filtra, aunque sea nada más el color de las cosas. Margaret Atwood dice que las escritoras tenemos dos cosas en la infancia: la soledad y los libros. ¡Esta mujer me conoció a mí de chica, podría invitarla a tomar un café! En mi casa había muchos libros que leía y que no entendía; eran libros de política, de filosofía, de ensayo... Cuando mi mamá se dio cuenta de que yo ya leía, me llamó y me dijo: “Este estante de libros no lo toque”. Cuando se fue del cuarto, empecé a sacar los libros “prohibidos”. Después empecé a leer narrativa, hasta que me empezaron a regalar libros para niñas. Todavía tengo el primer libro que tuve; alguien, no sé quién, me regaló un librito con los cuentos de Calleja, Capullo rojo. Otro libro fundamental en francés, que tenía mi mamá y me volvió loca por las ilustraciones, fue Colosos antiguos y modernos. Había dibujos de los grandes templos antiguos que me impresionaron mucho. Era el misterio de la vida, el misterio de lo sagrado. Las escritoras nacemos de las lectoras, no hay nada que hacerle. Sin lectura obsesiva, no hay escritura. Yo me acuerdo perfectamente de mi mamá gritando: “¡Apagá la luz, nena, son las dos de la mañana!”. Y yo estaba leyendo. Y leía en el tranvía cuando iba al colegio, en el colegio, siempre leía, leía, leía... Era impresionante.
–¿De dónde sacó ese recurso de intercalar microhistorias o pequeños cuentitos, que parecen recomendaciones o sugerencias dirigidos al lector, en Las nenas?
–Yo escribo todos los sábados una columna en Perfil y ahí me dirijo a los lectores. Yo no pienso en el lector cuando estoy escribiendo. Si pensase en el lector, terminaría escribiendo un best seller: como está en el candelero tal cosa, voy a escribir sobre eso. No. Yo escribo lo que se me canta. En Las nenas se me ocurrió decirles algo a los lectores y puse esos pequeños textos, un recurso que viene de los artículos que escribo para Perfil.
–¿En el libro de cuentos que terminó utiliza el mismo recurso?
–No. El libro que terminé es un poco raro; combina, lo que discretamente se puede, tanto lo fantástico como lo absurdo. El rasgo fantástico del cuento va por el lado de lo absurdo. En uno de los cuentos hay una mujer que sabe que su pareja la quiere matar, entonces maneja el tiempo. Tengo otras manías con el tiempo, por ejemplo en Tirabuzón, una novelita sencilla en que la protagonista dice que el tiempo es como un tirabuzón: rueda y rueda y pasa siempre por el mismo lugar. En el cuento del libro que terminé, que todavía no tiene título, la mina se mete en el Jordán del tiempo para evitar que ese tipo la mate; entonces maneja el tiempo para que ese momento no exista. La cosa fantástica termina de edificar la realidad, es uno de los sustentos de la realidad. Cuando cuento que me interesa la astrofísica y que me gusta leer sobre física, sobre ciencia, me dicen: “Ah, sos loca”. Es importante leer de todo, eso te amplía el horizonte. El mundo es interesante pero hay que saber destriparlo. Yo lo destripo con los cuentos, hay gente como el físico Juan Martín Maldacena, que lo tenemos a medio paso del Nobel, que lo destripa de otra manera. Aldous Huxley decía que alguien que quiere escribir tiene que leer de todo; con leer literatura no alcanza. Yo hay cosas que no leo, por ejemplo no entiendo a los poetas. Nunca escribí poesía, ni siquiera cuando una tiene 16 años y el novio te patea. Griselda Gambaro me dice que mis cuentos son muy visuales y que tengo que escribir teatro: “Lo que vos tenés que hacer es agarrar un cuento y ponerlo en un escenario”, me dice. Yo creo que Griselda es la mejor escritora argentina. Ahora que terminé el libro voy a descansar, no voy a escribir nada por un tiempito.
–¿Cuántas veces dijo no voy a escribir más y reincidió?
–A cada rato (risas). Después te sale un cuentito y finalmente te sale un libro de cuentos que es como un árbol. Esos son los libros interesantes, los que son como árboles. Voy a seguir escribiendo, claro, vamos a ver qué pasa...
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