Vie 25.03.2016
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LITERATURA › GOLPES. RELATOS Y MEMORIAS DE LA DICTADURA

Literatura para continuar exhumando la memoria del horror

Seix Barral publicó un libro que reúne 24 textos inéditos, escritos a 40 años del golpe cívico-militar por Juan José Becerra, Gabriela Cabezón Cámara, Martín Kohan, Mariana Enriquez, Ernesto Semán y Fernanda García Lao, entre otros.

› Por Silvina Friera

La banda sonora de los recuerdos es como una película del pasado que se conjuga en presente, un avance de escenas un tanto escamoteadas, el temblor de las intuiciones que captura las experiencias para examinarlas entre las murmuraciones de la mente. Aunque los colores de la escenografía y el paisaje puedan ser en blanco y negro o en sepia –cuesta imaginar en colores eso que en el elástico de la memoria denomina “los años 70”–, la paleta pictórica opera a favor de “cepillar la historia a contrapelo”, para invocar una expresión de Walter Benjamin. “Mi padre me despertó a la hora del desayuno y dijo, sacudiendo la almohada muy suavemente, no hay escuela, no hay clases, al final dieron el golpe, hoy no voy a trabajar. Y yo me sentía feliz, con mis 11 años, porque iba a dormir más tiempo. Porque podía quedarme en casa a jugar. Porque aún no conocía aquello de ‘se acabó ese juego que te hacía feliz’”, se lee en el cuento homónimo de Eduardo Berti que integra Golpes. Relatos y memorias de la dictadura (Seix Barral). Con edición y prólogo de Victoria Torres y Miguel Dalmaroni, el libro reúne 24 textos inéditos, escritos a 40 años del golpe cívico-militar por Juan José Becerra, Gabriela Cabezón Cámara, Sergio Chejfec, Mariana Enriquez, Carlos Gamerro, Fernanda García Lao, Inés Garland, Aníbal Jarkowski, Federico Jeanmaire, Martín Kohan, Alejandra Laurencich, Laura Lenci, Julián López, Esteban López Brusa, Sebastián Martínez Daniell, Sergio Olguín, Mario Ortiz, Patricia Ratto, Carlos Ríos, Ernesto Semán, Patricia Suárez, Paula Tomassoni y Alejandra Zina.

Los editores del libro explican en el prólogo que convocaron a escritoras y escritores argentinos nacidos entre 1957 y 1973 –años más, años menos– porque “esas chicas y chicos atravesaron aquellos años extremos en momentos de la vida durante los que ciertos rincones y tonos de la memoria personal y de las propias biografías ganan intensidades únicas y significados perturbadores, inquietantes y siempre abiertos”. “Les pedimos que diesen forma escrita a alguna porción de ese archivo mental y emocional personalísimo donde los recuerdos y las anécdotas del conflicto social, histórico y vital resultan siempre trabajados por la imaginación, por los sueños y las pesadillas, por los recortes del olvido o las insistencias de percepciones, matices, perfumes o ruidos imborrables. Algunos reinventaron los estilos del testimonio autobiográfico, otros apelaron a la ficción, o al encadenamiento poético de imágenes y de pasadizos inusuales del idioma, todos a una mezcla única de formas y tonos”, comentan Torres y Dalmaroni. “Como los sueños, como ciertas variantes del humor, el arte y la literatura manifiestan siempre dimensiones vacilantes e inciertas del pasado y de su espesor. Permiten entrever las caras menos nítidas, o las más incómodas, de experiencias a veces impactantes, de esas que nunca podremos asimilar por completo ni dejar atrás. Cuando leemos literatura, el predio donde discurren y se nos muestran esas vivencias son las voces: los timbres, las alturas, los volúmenes que las distinguen y singularizan”, plantean los editores.

La pérdida de la inocencia

En “Mis dos hemisferios”, Fernanda García Lao (Mendoza, 1966) repasa un álbum familiar que sólo existe en su cabeza. A su padre, Ambrosio García Lao (19261983), periodista radial y gráfico, pionero de la televisión mendocina, le ofrecieron la dirección de la Escuela de Periodismo en 1976. “A cambio, mi padre debe vigilar y señalar docentes, personal no docente y alumnos. Le muestran una lista con nombres y un punto de color al lado. Cada color significa una desgracia, salvo el verde. Ve, usted está limpito. Rechaza el ofrecimiento sin dudar. Le piden que lo reconsidere. Lo dejan solo un rato largo. Encerrado en la oficina castrense donde lo han citado. Regresan con el ofrecimiento. Vuelve a negarse. Lo encierran de nuevo. La escena se repite varias veces, durante horas. Mi padre piensa que no lo van a dejar salir más. Pero lo dejan. Cuando llega a casa, la decisión ya está tomada. Nos vamos”. La familia rumbea hacia Madrid y García Lao cumple 10 años en el avión que la lleva a ella, a sus dos hermanas y a sus padres, a España. “El mundo se transforma sin aviso. Hasta el cielo es otro. Las Tres Marías no están. En su lugar, miles de desconocidas. De un plumazo, sin infancia ni universo. El pasado, desvanecido. Mi inocencia tiene los días contados”.

En “Golpes”, Berti (Buenos Aires, 1964) ensaya una suerte de inventario de recuerdos personales y colectivos, una “extimidad” en términos de Jacques Lacan, lo que está más próximo, lo más interior, sin dejar de ser exterior. “Quise contar en mi novela La sombra del púgil lo que era tener 11, 12, 13 años durante la dictadura y vivirla a través de los silencios, los miedos, las evasivas, las dudas o lo cuchicheos de los padres”, cuenta el escritor. “Mi padre vino a casa y dijo, a la hora de la cena, parece que el golpe es mañana, y mi madre respondió, con un dejo de sorpresa, ¿eso dicen?, o sea, ¿ya lo saben todos?, qué duro para Isabel que se lo anuncien así: el golpe es mañana y ya lo saben todos”. El texto de Berti amplifica los contrastes y toda la gama de grises entre el saber y el no saber porque “no debe dividirse la sociedad de esos años entre culpables e inocentes”, aclara y señala que “hubo un montón de matices entre Astiz y los niños desaparecidos: gente que no sabía nada, gente que sabía y tenía cierto poder, gente que sabía y no tenía poder alguno...”.

Secretos en voz baja

La evocación de un partido de fútbol modela el relato “Antebrazo” de Ernesto Semán (Buenos Aires, 1969), un partido de All Boys y Argentinos Juniors “en que no hay mucho en juego”, excepto que en el segundo tiempo Gabriel y el narrador ven a Diego Maradona, el adolescente chiquito y menudo de Argentino Juniors. “Si pudiéramos escuchar al revés la cinta de este país, como un disco con canciones de los Beatles, me pregunto qué secretos dichos en voz baja descubriríamos”, dice el narrador y no se puede evitar descomponer las partes de una palabra clave: “des-cubrir”, literalmente quitar aquello que cubre algo. Hay voces que estremecen y ponen la piel de gallina como en “Perro negro”, una ficción de Patricia Ratto (Tandil, 1963) narrada en primera persona por una mujer que le prende velas al Cristo que tiene en la cómoda y espía a su nueva vecina, una chica “hippie” que ella cree con el novio. “¿Vos decís que son...?, se interrumpe la Esther. Yo me encojo de hombros y no sé qué contestar. Porque si es así –me insinúa, mientras estira el brazo con otro mate rebosante que no sé cómo voy a hacer para tragar–, vamos a tener que decirle a alguien. ¿Al padre Renato?, le pregunto. O al jefe de policía, me susurra, como si temiera que nos fueran a escuchar”. Los puntos suspensivos los completan los lectores: lo indecible y la delación. En “Actos de habla”, Mario Ortiz (Bahía Blanca, 1965) propone una especie de narración fracturada: “quebrar la línea es un corte,/ una quebrada/ o un corte de verso/ línea a línea/ verso a verso/ leer entre líneas” para recuperar lo versos de la bahiense Mónica Morán, actriz, poeta, titiritera, educadora y militante del PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores), secuestrada, torturada y acribillada a los 27 años en 1976 por el V Cuerpo del Ejército. Ortiz rescata uno de los poemas de Morán: “ah, eran hermosas/ todas aquellas ángelas viejas/ mojándose hasta las rodillas en el agua del mar/ riendo como niñas, como pequeñas/ lanzándose grititos y corriéndose unas a otras/ ah, eran hermosas/ todas aquellas ángelas viejas/ cuando se escapaban del altar a la hora del rosario/ empujándose, atolondradas por llegar primero/ y mojar los pies en la espuma/ jugando las enaguas con las olas”.

Carlos Gamerro (Buenos Aires, 1962) revela en “El murmullo” el momento epifánico en que descubrió lo que pasaba. Fue en el colegio inglés donde estudiaba, en una clase de biología, durante la euforia del mundial del 78. La profesora “desencajada” clama que “ella misma escribirá cartas a los medios extranjeros, denunciando las calumnias y la imagen deformada de la Argentina que están propagando”. Roberto, un compañero, murmura: “Pero es verdad. Esas revistas dicen eso porque es verdad”. El escritor ahonda en el impacto que tuvo escuchar esas palabras. “En ese momento lo supe: supe que lo que él decía era la verdad y que los demás mentían, o al menos se engañaban. No necesité pruebas, ni evidencias ni corroboraciones de ninguna clase. Supe que la gritería histérica, quizá desesperada, era un formidable ejercicio colectivo de negación, y ese solitario murmullo era la voz de la verdad. No sé por qué no lo busqué, después, para hablar con él, para pedirle que desplegara, en privado, en palabras más contundentes y más claras, ese balbuceo casi culpable”.

La parábola del dictador

Juan José Becerra (Junín, 1965) reconstruye acaso una de las experiencias más incómodas de narrar en “El beso de Videla”. “Yo estaba sobre la vereda, enarbolando la bandera argentina que me había tocado llevar en nombre de mi escuela junto a las dos compañeras que me escoltaban y los abanderados del resto de la escuelas de la ciudad, formando un paisaje de niños argentinos en escuadra en el que Videla pudiera ver obediencia patriótica”, relata el escritor. “Cuando salió, nos saludó revoleando los huesos de la mano con la que firmaba decretos tenebrosos y rebotaba hábeas corpus, y de golpe arremetió con saludos pedófilos para que no se le achacara gelidez. Me besó. El Excelentísimo Señor Presidente de la Nación Argentina y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, nuestro rey, me besó como un padre que bendice el cráneo de su hijo para ejercer sobre él un poder de profilaxis ideológica”. Becerra, hacia el final del texto, se pregunta ¿qué es el poder? y ¿qué es la infancia? “No sé qué es el poder pero puedo saber lo que hace recreando la parábola del dictador Videla, formidable manifestación humana del Mal, que entró a la Municipalidad de Junín el 15 de octubre de 1977 con todas las herramientas de control y represión que nunca fueron usadas con tanta discrecionalidad en la historia argentina y salió embolsado en plástico forense del penal de Marcos Paz el 17 de mayo de 2013, sin conocer la experiencia del remordimiento. El poder viene y va, y mientras el poder lo tenga el tiempo no podrá afirmarse nunca como lo que siempre ha pretendido ser: una fuerza natural. De la infancia se puede decir que no es nada, que es lo que no pasó, que es una ficción de vapores en el aire. Citando a Videla: no está viva ni muerta. Está desaparecida”.

Viene a la mente, nuevamente, una frase de Benjamin: “Quien aspire a acercarse al propio pasado sepultado ha de comportarse como quien exhuma un cadáver”. A 40 años del golpe, la literatura sigue exhumando las memorias del horror argentino.

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