Lun 04.04.2016
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LITERATURA › MARIANA ENRIQUEZ HABLA DE LAS COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO

“Al género de terror hay que traducirlo a nuestra realidad”

Los notables cuentos de la escritora están protagonizados por mujeres. Les pasan cosas extrañas. Pero según Enriquez “traducir el terror es trabajarlo desde el realismo y usar cosas que nos den miedo a todos por algún motivo cultural, político o psicológico”.

› Por Silvina Friera

El miedo perturba más cuando se materializa en las entrañas de lo cotidiano. Tres chicos entran a una casa abandonada, en una noche de lluvia. Un grito en la oscuridad y Adela, la princesa de suburbio a la que le faltaba el brazo izquierdo, desaparece. Pablo –que en pocos años se volverá loco y se suicidará– y su hermana están shockeados. “Nunca la encontraron. Ni viva ni muerta”, recuerda la narradora esa experiencia traumática incrustando en los oídos de los lectores un estribillo siniestro de la dictadura cívico-militar a través de la frase del genocida Jorge Rafael Videla, adaptada al género femenino. “La ciudad no tenía grandes asesinos, si se exceptuaban los dictadores”, aclara otra mujer que cuenta las extrañas apariciones del Petiso Orejudo, “el lado oscuro de la orgullosa Argentina del Centenario, un presagio del mal por venir, un anuncio de que había mucho más que palacios y estancias en el país, una cachetada al provincianismo de las élites argentinas que creían que sólo cosas buenas podían llegar de la fastuosa y anhelada Europa”. Marcela, la chica “desequilibrada” que se arranca las uñas y se corta la mejilla con una gillette, “se derrumbaba en público sin pudores y a nosotras nos daba vergüenza”. Una chica se obsesiona con una calavera a la vez que decide empezar a comer poco. “Todos caminamos sobre huesos, es cuestión de hacer agujeros profundos y alcanzar a los muertos tapados”, revela esa joven cada vez más flaca que coquetea con la muerte. Tres cuentos abreviados que exploran las distintas velocidades y modulaciones que adquiere el terror. Pero hay mucho más: una docena de magníficos relatos en Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama) de Mariana Enriquez, una especie de “gran bruja” del género de terror.

Hay escenas que sólo las puede narrar Enriquez, como la que sucede en “El patio del vecino”. Paula, una asistente social despedida por una enorme imprudencia que cometió, intenta salvar a un chico que vio encadenado. “Cuando escuchó su voz, el chico sonrió y ella le vio los dientes. Se los habían limado y tenían forma triangular, eran como puntas de flecha, como un serrucho. El chico se llevó la gata a la boca con un movimiento velocísimo y le clavó los serruchos en la panza. Eli gritó y Paula vio la agonía en sus ojos mientras el chico escarbaba su vientre con los dientes, se hundía en las tripas con nariz y todo, respiraba adentro de la gata, que se moría mirando a su dueña, con ojos enojados y sorprendidos”. El punto de partida de Las cosas que perdimos en el fuego es una chica real, que tenía toda la cara desfigurada por una quemadura profunda y pedía dinero en el subte hace varios años. “Nunca hablé con ella porque me daba terror. A mí me impresionan mucho las quemaduras. Era difícil no mirarla porque era muy impactante su rostro. Yo tenía ganas de escribir un cuento sobre brujas en Buenos Aires. Lo primero que sabía es que la quema tenía que ser voluntaria, que las mujeres tenían que responsabilizarse por sus cuerpos; que no podían quemarse por otros. La ciudad tomada por la hoguera de las mujeres era muy Ballard, me parecía una idea inquietante.”

Un libro de cuentos tiene que tener un aire de familia. Los relatos de Las cosas que perdimos en el fuego están protagonizados por mujeres: algunas solas, otras con parejas que languidecen. “Varias veces me preguntaron si hay algún tema con el que no me metería. La pregunta por el límite es moral. Yo no tengo límites morales cuando escribo. Lo que tengo es límites estilísticos; hay relatos que no puedo escribir porque no sabría cómo. El policial me cuesta mucho porque se me desvía demasiado hacia lo espantoso, pero además me parece trabajoso a nivel de investigación y un poco cercano al periodismo. Yo sé que hay un montón de escritores que escriben sin haber hablado nunca con un policía o con solo haber leído literatura policial, que con eso les alcanza. Yo no me animo a una cosa así. A mí me gusta sentarme a escribir un cuento y no tener que chequear nada”, plantea Enriquez en la entrevista con Página/12.

–¿Por qué hay varios chicos protagonistas en ese mundo tan oscuro de los cuentos?

–Los chicos son víctimas muy silenciosas. Yo no escribo conscientemente, no me siento y digo: “Ahora voy a escribir sobre chicos y voy a hacerlos sufrir mucho” (risas). Pero hay nociones culturales que me irritan y la hipocresía sobre “cuidar a los chicos” o “cuidar a los viejos” seguramente está en los cuentos y salta de alguna manera. Los chicos, para el terror, funcionan bien porque es muy impactante cualquier cosa que les pase. A los chicos les gusta el terror; son muchos más abiertos a cualquier tipo de experiencias que no tienen tanto que ver con lo real, con lo normal, con lo predecible. Los niños son los protagonistas de los cuentos de hadas y el relato de terror viene directamente del cuento de hadas.

–También hay varias desapariciones en los cuentos: una chica, un hombre y dos chicos. Quizá en otros países “desaparecer” no tenga la connotación que tiene en Argentina, ¿no?

–Me interesa usar el género para hacer un terror con connotaciones políticas. Yo sé lo que significa poner en un cuento que el disparador del terror es el cuerpo que no está. Hay una operativa del terror de los años 70 que es muy apropiable literariamente. Yo pude haber ido a la escuela con chicos que estaban apropiados y también con chicos que estaban clandestinos. Y yo no lo sabía y ellos tampoco; es una infancia de máscaras con un terror menos explícito que el crimen brutal. Yo fui chica durante el alfonsinismo del Nunca más y si tenías acceso al libro era absolutamente terrorífico lo que contaba. El terror en la dictadura estaba muy mezclado con lo cotidiano: el centro clandestino con la música de la radio a todo lo que da para tapar los gritos. Un amigo me contó un recuerdo de infancia. El vivía en una casa chorizo que tenía el patio en el fondo y la comisaría estaba en la misma cuadra. El se acuerda que estaban comiendo en el patio, que tenía un galpón, y por el techo del galpón vio a una chica que estaba muy golpeada y les pidió quedarse ahí. El tiene un recuerdo romántico de esa chica hermosa, ensangrentada, una cosa atractiva y al mismo tiempo tenebrosa. La familia no se bancó tenerla ahí y la chica se escapó. Y él no sabe qué pasó con esa chica.

–Al desplegar el conjunto de los cuentos, resulta evidente que hay un contraste entre aparición y desaparición, ¿no?

–Sí, es casi semántico, es como jugar con ese dúo de palabras que es todo connotación: que algo aparezca o desaparezca no necesariamente es terrorífico. Hay cierta realidad muy quebrada que produce un miedo como en los intersticios: ¿Qué es o no es? ¿Qué está o no está? Que el par aparecido-desaparecido tenga connotaciones con el terror de género y el terror político al mismo tiempo, me parecía un desafío con el lenguaje muy interesante.

–En “El chico sucio” y “Bajo el agua negra” aparecen dos personajes femeninos con buenas intenciones, pero que se chocan contra realidades sociales y políticas muy complejas. Quieren hacer algo, pero sirve sólo para tranquilizar sus conciencias.

–Me parece que ninguna de las dos entiende la complejidad política, y ese es otro tema que me interesa. El problema es reducir la política a que no roben y a las buenas intenciones; todas categorías morales. La política no tiene que ver con la moral, aunque obviamente sí tiene que ver con cuestiones éticas. Ese tratar de ayudar para que las cosas salgan bien en un punto es una frivolidad, además de que es un narcisismo importante. Las dos son narcisistas de diferentes maneras. Que sean mujeres fue una elección: junté cuentos que tuvieran todas narradoras mujeres. En “Bajo el agua negra” hay una fuga hacia una especie de cuento al estilo Lovecraft, donde nunca se puede resolver el mal. Eso es un truco de género porque yo tenía ganas de jugar con cómo actualizar y latinoamericanizar mitos literarios universales.

–A la vez que actualiza el mito, en el cuento sobrevuela la represión policial y el hecho de que las víctimas son siempre los chicos pobres que viven en las villas.

–Lo que más me interesa es la traducción. El relato de terror, de horror, incluso el cuento extraño o el cuento fantástico tiene una tradición en Argentina, pero en un momento se corta. Me parece que muchos de los escritores anglosajones hicieron con el género algo muy interesante que es volverlo casi realista. Stephen King inaugura esa nueva época de terror con Carrie, una novela sobre el bullying y el fanatismo religioso, donde hay una masacre escolar, que en ese momento no eran tan frecuentes como ahora. Como él era maestro de escuela, notó una violencia latente que le parecía que iba a desembocar ahí. Y tenía mucha razón. Después hay una línea de escritores ingleses que trabajan con eso. El guionista Alan Moore escribe Desde el infierno, una novela gráfica sobre los crímenes de Jack el Destripador, donde muy claramente habla del proyecto victoriano de higiene social. Un médico de la reina decide matar a las putas porque son las que le contagiaron sífilis al príncipe y de esa manera están hundiendo el imperio. Estas operaciones me interesan muchísimo, pero me parecen que tienen que ser traducidas.

–¿Cómo fue trabajar con la figura del Petiso Orejudo?

–El Petiso Orejudo me interesa porque rompe con el mito del inmigrante bueno. El era un loco asesino al que le gustaba matar chicos. Entre todos los asesinos argentinos que podía elegir, era el más antipático, y muy icónico físicamente. Al hablar de chicos, estoy hablando en algún sentido de mujeres y también me parece que hay una reflexión sobre la maternidad, o sea a qué exponés a una persona nueva al traerla a este mundo, llevado al extremo del pesimismo. Al género de terror hay que traducirlo a nuestra realidad para que funcione. Lo que me parece que no funciona es el cuento fantástico de terror de tubo de ensayo que borra las referencias. Traducir el terror es trabajarlo desde el realismo y usar cosas que nos den miedo a todos por algún motivo cultural, político o psicológico. En el libro hay un cuento de terror sobre la anorexia, que es un mal contemporáneo incontrolable del cuerpo y la mente de las mujeres, aunque no es exclusivo de las mujeres. Yo pienso en una mujer anoréxica y veo la muerte directamente; es una mujer enamorada de la muerte. Por eso en ese cuento ella tiene un tono de monólogo teatral, ella se enamora de su calavera.

–¿Por qué aparece tanto interés por las casas como escenarios?

–Las casas siempre me gustaron como escenarios ideales por el encierro, el pequeño mundo, la casa que transmite maldad. En el cuento, la casa de Adela transmite maldad, como la casa famosa de Shirley Jackson. Hay una gran novela, La casa de hojas, de Mark Danielewski, pero lo que ocurre es rarísimo porque la casa se empieza agrandar desde adentro. De afuera es una casa de apariencia normal, pero adentro es como un hueco negro. La familia me parece perturbadora y el lugar donde la familia vive también (risas).

–¿A qué se debe que el foco en algunos cuentos esté puesto en muchas parejas infelices, desdichadas?

–La pareja infeliz me parece uno de los infiernos más terroríficos. No estoy hablando de las parejas violentas, sino de una infelicidad perpetuada por una convención de la que no me parece que esté exenta. Yo estoy muy feliz en este momento de mi pareja, pero es un estado que me daría terror perder. Toda esa gente infeliz que uno ve está soportando una situación horrible por su propio miedo a estar solos y porque creen que van a ser más infelices estando solos, lo cual es ridículo. Es una cárcel, una trampa, pero no sé si es un elemento disparador del terror. Me gusta la ficción gótica con esas mujeres atrapadas en relaciones que no las hacen felices. Cuando leés una novela de Emily Brontë en que la mujer es infeliz, una de esas novelas góticas clásicas, las mujeres están atrapadas en una situación de la que no pueden salir. Ahora no hay ningún motivo por el que una mujer no pueda salir, trabajar o pedir ayuda. Pero entonces vivían en un infierno voluntario. Cada vez es más fácil estar loco en público, está lleno de gente muy extraña. El límite de la locura es un poco incierto.

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