LITERATURA › BETINA GONZáLEZ HABLA DE AMéRICA ALUCINADA, SU úLTIMA NOVELA
La nueva ficción de la escritora desmonta los discursos normalizadores de instituciones “sagradas”, empezando por la familia. Define su registro como “un realismo distorsionado, enrarecido, alucinado” del mundo capitalista.
› Por Silvina Friera
La furia y el inconformismo se extinguen cuando el propio sistema digiere uno a uno los gestos de rebeldía que pregonan la inminencia del derrumbe del capitalismo. América alucinada (Tusquets), de Betina González, es una novela excepcional que desmonta los discursos falaces de instituciones “sagradas” como la familia. Nadie sabrá el nombre de la ciudad que parece tener más ciervos que habitantes, donde un puñado de “desadaptados” abandona a sus hijos en lugares públicos, en la puerta de una iglesia o en una escuela, para inaugurar una nueva vida en los bosques, lejos de la “gran farsa” social. El tejido de la ficción enlaza la peripecia de la niña Berenice, presuntamente abandonada por su madre, con la de Vik, un inmigrante que descubre que tiene una intrusa escondida en su casa –“tan pequeña y silenciosa como las arañas”– y la anciana Beryl, una ex hippie que funda un perturbador club de caza para eliminar a los ciervos. “Nunca había mezclado tres historias. Aunque hay una primera persona, también hay un narrador en tercera. Puede parecer una pavada porque yo lo utilizo para escribir cuentos, pero en la novela el narrador en tercera tiene otra complejidad –admite la escritora en la entrevista con Página/12–. Me gustaba la idea de escribir una novela muy distinta”.
–El epígrafe de América alucinada es de Jean Baudrillard: “Es necesario entrar a la ficción de América, entrar a América como ficción. Es de esta forma que domina al mundo”. Más allá de esta cita, ¿cómo explicar el título de la novela?
–Me gustaba la palabra América porque connotaba el continente, pero también a Estados Unidos. Un lector que leyó los borradores me preguntó si la veía como una novela fantástica o de ciencia ficción. Para mí es un realismo distorsionado, enrarecido, alucinado. De ahí salió el título, más allá de que hay un alucinógeno en la novela, la albaria, que es uno de los puntos que une las tres historias. Todo el escenario, los personajes y el lenguaje están un poco distorsionados. Podría ser un mundo en paralelo, una América en paralelo.
–¿Por qué decidió abordar la figura de los “desadaptados”, aquellos que no acatan las normas y convenciones sociales?
–El discurso verde, que ahora está muy de moda, en la novela está tomado desde distintas perspectivas. El personaje de Beryl se burla un poco de eso, pero habiendo vivido su hippismo de joven. Era una forma de explorar la posibilidad de trascender la familia como grupo humano. Una de las cosas que me interesan del hippismo es la idea de comunidad, que retoma otras formas de organización que por el capitalismo se fueron descartando. Me gusta que el grupo le llama a eso “desadaptarse”, dejar de consumir, dejar de reproducirse, dejar de obedecer una serie de mandatos sociales. Di muchas vueltas con el nombre del grupo hasta que quedó “desadaptados”, porque no son inadaptados, sino que se desprograman del sistema. Siempre me interesan otras posibilidades del amor y la organización del afecto, por más que ellos tienen una parte cruel, que es la de abandonar a los niños.
–Los “desadaptados” no suelen ser personajes frecuentados en la literatura norteamericana, ni en la argentina. En las novelas recientes, hay demasiados personajes de clase media y rara vez aparecen los márgenes, los bajos fondos o los seres invisibilizados, ¿no?
–Sí, es cierto. La literatura norteamericana reciente trabaja mucho la clase media blanca educada, que tiene problemas de ricos. Se ha trabajado con el freak, que tiene mucha tradición como los personajes de (J.D.) Salinger, que no soportó la clase media y quedó de algún modo al margen… Estoy pensando en (John) Kennedy Toole, ese tipo de escritores que tienen un solo libro, que sí intentó trabajar más con el que vive en la calle, con el homeless, que a veces es pobre por decisión, por no querer formar parte del sistema. Eso para mí fue muy fuerte cuando viví en Estados Unidos. En una ciudad como Pittsburgh, en medio de Pensilvania, se veía mucha gente en la calle, desamparada, con problemas mentales. Pero también recuerdo que cerca de la casa donde yo vivía había unos ex hippies que tenían un café y que su forma de seguir resistiendo era vivir con lo mínimo. Y tenían un espíritu más comunitario: si no tenías plata, te podías sentar igual en el café. Tenían su forma pequeña de no participar, pero es algo muy subterráneo. No recuerdo libros que trabajen frontalmente con este tema. Y la pregunta es ¿por qué? No sé… tal vez no se lo mira, no se lo registra.
–Hay algo muy lindo que dice Beryl casi hacia el final de la novela sobre enseñar a mirar: cómo mirar un árbol y ver en él la decena de criaturas que lo han transitado; descubrir los orificios que dejan los pájaros o el camino de las ardillas en el tronco.
–La ciudad tiene marcas de esos desamparados que andan por los mismos sitios como los demás. Eso es fuerte, ¿no? Beryl y otros personajes en la novela pueden mirar. Todo el monólogo de Beryl es como un mea culpa de una juventud que creyó en ciertas cosas y después en la vejez no. Noto que ciertas cosas se globalizan muy rápido, como el discurso hipster: “Soy joven de clase media bastante privilegiado, pero me hago un poco el pobre y el contestatario”. En algún momento podía tener alguna fuerza como gesto, pero se fue banalizando, igual que pasó con el hippismo; es muy angustiante que el sistema siempre tenga formas de cooptar esos gestos. En Pittsburgh los jóvenes se negaban a consumir ropa y compraban ropa vieja, pero eso después se volvió un mega negocio. Ya no es “no produzcamos más” porque el planeta no lo resiste, o “no gastemos plata en cosas tan superfluas”, sino que la ropa vieja también te cuesta cara porque se vuelve un bien exclusivo. La crítica de Beryl a esos grupos también tiene un fundamento. No es un discurso anti jóvenes, sino un modo de pararse y mirar cómo esos gestos contestatarios son fácilmente banalizados.
–¿Cómo trabajó la distorsión para que la novela se mueva por un borde realista alucinado?
–Eso es lo que más me costó. Distorsioné el propio escenario donde vivía cuando empecé a escribir la novela: Pittsburgh. Quise latinoamericanizar esa ciudad para hablar de la parte berreta de Estados Unidos, lo que no se ve. Cuando llegué a Pittsburgh, lo más notable es que era una ciudad muy antigua con mansiones y casas señoriales porque por la producción de acero había familias con mucho dinero. Pero después cayó en decadencia y muchas mansiones quedaron abandonadas, igual que muchas iglesias. Entonces era muy fuerte, para una ciudad pequeña que debe tener el tamaño de Mar del Plata, ver tantas casas tapiadas con madera y mucha gente en la calle. George Romero filmó su película de zombie en Pittsburgh porque es una zona medio zombi y decadente del país. Pasaron cinco años y renovaron la ciudad, pero llegué justo para ver esa decadencia. Yo tomé esos aspectos de Pittsburgh y los exageré. Las ficciones también se globalizan rápido porque ahora consumimos tantas series yanquis que eso genera un efecto en la cultura. Esa cosa fantasmagórica de la cultura yanqui tan presente me alucina. Cuando era chica, tenía una imagen de lo que era ese país imperialista. Ahora lo perverso es la gran penetración sobre los imaginarios.
–Es como un nuevo imperialismo que avanza con ficciones...
–Sí, lo que me parece muy fuerte es el imaginario de los valores que impone: qué cosas está bueno ser en la vida y qué cosas no.
–Como contraposición, resulta fascinante un personaje como Walter White en “Breaking Bad”, un profesor de química que usa sus conocimientos para cocinar metanfetamina.
–Me fascinan las contradicciones de la cultura yanqui; hay personajes muy interesantes y contestatarios como Timothy Leary, el creador del LSD. Hay partes del discurso de Leary que están en mi novela; es un personaje que empezó a experimentar con drogas como otra posibilidad ante el discurso de la normalidad, la familia y el consumo.
–Un personaje de la novela define a la familia como un “infierno”. Una de las preocupaciones que aparece en su narrativa tiene que ver precisamente con cuestionar la institución familiar. ¿Qué reflexión puede hacer sobre este tema que atraviesa al menos sus últimas dos novelas?
–Si te ponés a pensar, las peores experiencias que uno tiene desde chico están en el seno de la familia. Es curioso que la familia siga siendo nuestra forma de organización. No es la única posible, hubo otras… Me di cuenta con esta novela de que me opongo al discurso normalizador de la familia: padre, madre e hijo aparecen asociados a un montón de valores de consumo como tener la casa o el auto… cierta idea de normalidad que hace que seas raro si no estás casado. O si sos una mujer y no tenés hijos a cierta edad sos una loca. Esto sigue estando presente, a pesar de todo lo que se combatió contra ese discurso. Cualquier discusión sobre los géneros tiene que incluir a la familia y eso recién se está dando hace unos años. La familia debe ser la institución más complicada que tenemos desde hace siglos (risas). Me gusta el final de Beryl con la nena, en el sentido de que se puede armar otra cosa. ¿Por qué hay que valorar por sobre todas las cosas el amor maternal? Ese discurso me tiene tan hinchada las pelotas… escuchar que se repite: “las madres darían su vida por sus hijos”… ¡Mentira!
–Hay madres que matan a sus hijos.
–Y todos los días lo vemos en las noticias policiales… Ese discurso del amor maternal es estúpido, mentiroso y también normativo.
–El problema es que el supuesto “instinto maternal” es una construcción cultural.
–¡Claro! Pero todo el tiempo se está sosteniendo ese supuesto instinto maternal. Además, está comprobado que un hombre puede ser más amoroso y protector que una mujer. En la novela se presentan distintas posibilidades del afecto que no tienen que ver con ese falso instinto. La literatura tiene que aportar complejidad en vez de reproducir discursos sociales que son estereotipos del pensamiento.
–¿Qué desafío implica ponerse en la voz en primera persona de una vieja como Beryl?
–Me costó menos porque yo tiendo a crear voces en primera persona. Hay algo que me viene naturalmente, sobre todo si es una voz enojada. En cuanto a los temas de la vejez hay cosas que una empieza a sentir cuando tenés más de 40 y empezás a imaginar cómo será el futuro. De alguna manera, podés empatizar con lo que les está pasando a los que tienen veinte años más que vos. Pero también investigué mucho cómo crear esa voz: visité páginas de grupos de ancianos y foros. En esa época yo estaba casada con alguien que era enfermero y trabajaba en lugares donde había muchos viejitos. Qué hacer con los viejos me parece muy inquietante porque uno sabe que va a llegar a la vejez. Otra vez aparece la cosa normativa: si sos viejo te toca tener nietos y hacer escones y bufandas. No podés tener sexo, no podés hacer nada más, se acabó todo. ¿El único rol que tiene un viejo es ser abuelo? Es terrible, ¿no? Me interesa escaparme de los discursos normalizadores.
–¿Cómo intenta desde la escritura escapar de esos discursos?
–No sé… pero ahora soy consciente de que si pudiera quemar mis dos primeros libros –Arte menor y Juegos de playa–, saldría a quemarlos ya (risas). Tengo una pelea muy particular con cierto tipo de realismo. A mi primera novela le sobra información, en el sentido de que algo realista no tiene por qué estar pagando tributo a los detalles todo el tiempo, porque así les quitás a los personajes su derecho a la grandeza. Me interesa explorar los bordes, como hice en Las poseídas, donde pude trabajar una historia que el lector sabe que es posible sin caer en los clichés del realismo. Sólo cuando estás en mayor control de tu propia escritura y ya no te importa si publicás o no publicás, algo se libera. Yo leo ficción porque no reproduce la realidad tal cual es, sino porque te hace pensar en otras posibilidades. Escribir es un acto idiota, un gesto sumamente inútil.
–¿El escritor es un “desadaptado” que tiene que adaptarse al sistema?
–Sí, a la hora de publicar no te queda otra (risas). Hay una instancia en la que tenés que ceder, pero en lo que uno no cede es en el uso del tiempo. Después de la crisis de 2001, antes de irme a estudiar a los Estados Unidos, trabajaba en una oficina de prensa. Me acuerdo que sufría un montón porque laburaba muchas horas en algo que no me interesaba y lo hacía sólo porque tenía que pagar un alquiler. Mi acto de resistencia era levantarme a la seis de la mañana y escribir una hora antes de irme al trabajo. Parece una idiotez, pero yo sentía que había ganado el día, que no lo había perdido del todo. En ese sentido, escribir tiene que ver con ser un desadaptado. La escritura no puede ser pensada desde la utilidad. La escritura es una conexión con el ser que te devuelve algo de lo humano que estás perdiendo por la deshumanización del trabajo.
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