Lun 01.08.2016
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LITERATURA › PEDRO MAIRAL HABLA DE LA URUGUAYA, SU NUEVA NOVELA

“Si no maltratás a los personajes, no hay historia”

El autor de Una noche con Sabrina Love propone una ficción que refleja el resquebrajamiento del paradigma de un tipo de familia –madre, padre, hijos– y que incluye referencias a una clase media acomodada “que se va deteriorando de a poquito”.

› Por Silvina Friera

El problema no es que Lucas Pereyra, un escritor de 44 años que viaja a Montevideo a buscar unos dólares para estar tranquilo por un tiempo y poder escribir, hable dormido y repita “Guerra”, lo mismo que ya escuchó su mujer Catalina. Esa infidelidad “medio infantil”, anunciada en el apellido de Magalí Guerra Zabala, una joven uruguaya de 28 años de la que se enamoró en un festival literario en Valizas, es el principio del resquebrajamiento del paradigma de un tipo de familia –madre, padre, hijos– que incluye también un cuestionamiento hacia la clase social a la que pertenece Lucas. “La plata estaba en mi infancia, me rodeaba, me recubría de buena ropa, cuadras de un barrio seguro de Capital, alambrados de fin de semana, cercos de clubes, ligustros bien podados, barreras que se levantaban a mi paso. Y yo después me había dado el lujo de hacerme el descarriado, el artista sin empuje empresarial, el bohemio. Era un lujo más. El hijo sensible de la alta burguesía. Pero el precio de mi bohemia se empezaba a pagar ahora. Era a largo plazo”, ironiza este personaje que no aguanta más la vida que lleva y comienza a sacar todos los trapitos al sol. La uruguaya (Emecé) de Pedro Mairal no es una novela más de un escritor en crisis tratando de escribir. “El personaje está viviendo el tema de la pareja y la paternidad como una pérdida de su libertad. El tipo tiene un costado egoísta y le cuesta mucho abrirse. No puede conectar con la idea de familia”, reflexiona Mairal en la entrevista con Página/12.

El escritor vuelve a la novela con su tiempo para metabolizar y madurar las historias. No sorprende que la antecesora, Salvatierra, la haya publicado en 2008, hace 7 años. “Ahora vemos muchas familias ensambladas; el modelo mamá-papá-hijos está cada vez más en duda y presenta más alternativas. Me interesaba mostrar un cambio de paradigma porque la idea de infidelidad es más de los años 90, pero de golpe a Lucas lo pasan forzosamente a otro modelo”, plantea el autor de Una noche con Sabrina Love y El año del desierto.

–Catalina, la madre de Maiko, lo deja y se pone en pareja con otra mujer. ¿Cómo vive Lucas ese cambio de paradigma?

–Lucas está protestando por el tema de la monogomia y lo llevan un poco más lejos. El otro día leí una nota sobre cómo la monogamia todavía es muy respetada y muy tabú, ya sea en parejas gays o hétero. La monogamia sigue siendo como un modelo de felicidad dentro del cual la gente se mete y a veces queda medio estancada, medio atrapada, y cuando se desarticula duele mucho y lastima. La idea de abrir parejas no se hace sin una cuota grande de dolor, de celos, de culpa. Me gustaba mostrar este personaje con un pie en cada paradigma. La infidelidad de Lucas es más cerebral, es como una especie de aventura que tiene; se pasa meses pensando en esa chica, colgado de ese recuerdo, de ese momento vital del verano anterior, y medio que se inventa todo. Y está enojado y frustrado.

–¿Por qué Lucas hace crisis también con su propia clase social y se cansa de ciertas aspiraciones y cierto nivel de vida que tiene que mantener esa clase media acomodada a la que pertenece?

–Él se da cuenta de que no puede mantener ese nivel de vida: las expensas caras, las prepagas, el colegio privado, el auto; todo eso genera una forma de vida que el personaje siente que le empieza a quedar grande y no tiene por qué estar obedeciendo el mandato de quién o la fórmula de la supuesta felicidad. Son modelos con lo que el personaje crece y siente que tiene que continuarlos; por eso en un momento dice: “si no podés con la vida, probá con la vidita”. A veces hay que simplificar y eso el personaje lo vive a los tumbos. No lo hace con una transición sutil; empieza a derrapar y se siente muy frustrado por no estar trabajando y empieza a pedirle plata a la mujer. Esa clase media acomodada se va deteriorando de a poquito, se va como rayando el teflón, aparecen las manchas de humedad, el auto empieza a vibrar, no hay plata para la prepaga y a la vez hay una necesidad de quedarse ahí. Me gusta mucho cómo eso está mostrado en Cama adentro, una película sobre una señora que quiere mantener una vida que no puede. Mantiene a su mucama, pero no le paga, y empieza a vender cosas. Tiene una vuelta de tuerca muy genial cuando un día termina llevándole unos muebles a la mucama, se le hace de noche, se rompe el flete, no hay remise, y se queda ella a dormir en la casa de la mucama. Esa película muestra muy bien una degradación escalonada. Chéjov lo hace muy bien en El jardín de los cerezos, aunque ahí estamos hablando de la aristocracia rusa. Se va todo al carajo y siguen en un estado de flotación, como la orquesta del Titanic: se hunde, se hunde, se hunde, pero no se hacen cargo. Chéjov hace muy bien eso, te desespera; el único que se da cuenta de todo en El jardín de los cerezos es el mayordomo, se da cuenta de que esa familia se va a la mierda. En mi novela es mucho más chiquitito, pero quería mostrar ese derrotero: un tipo colgado de unos dólares que va a recibir en Montevideo y que eso lo va a salvar un año para poder hacer su trabajo intelectual. Pero le va a salir mal (risas).

–Demasiado mal…

–Si no maltratás a los personajes, no hay historia. Cervantes al Quijote lo apalea tres veces por capítulo. Me interesaba hablar de guita, no se habla mucho de plata en las novelas. (Roberto) Arlt sí habla de la falta de plata, de la humillación del trabajo. Quería mostrar cómo el dinero lo formateó a Lucas. El cobra conciencia de eso, de cuánto le costó a sus padres. El dinero es algo medio tabú, de eso no se habla: ¿los escritores de qué viven?

–¿Por qué no se habla del dinero en la literatura argentina, salvo algunas excepciones como la de Arlt?

–No sé… hay una purificación del personaje literario, que aparece buscando algo, investigando… Es un poco esquemático lo que estoy diciendo, nunca lo pensé de verdad, pero siempre hay una cosa de tirar a lumpen al personaje y los escritores suelen tirarse a lúmpenes también. Es curioso cómo la figura del auto no aparece mucho en la literatura argentina; en general es el hombre de a pie que viaja en transporte público. Los escritores suelen tener personajes que viajan en transporte público y ellos tienen autos. ¿Por qué no aparece el auto? Porque es totalmente burgués. El auto aparece en (Juan) Forn, en Fogwill, en (Osvaldo) Soriano… en (Julio) Cortázar recién aparece el auto en Europa, en Argentina no. Sería interesante hacer un estudio del auto en la literatura argentina. En general hay una jactancia del transporte público, del tipo de a pie, y la capsulita privada del auto es un poquito anti literaria, pareciera que está fuera del entramado social. El tema del dinero se vive con conflicto, se oculta.

–Los 15 mil dólares que Lucas va a buscar a Uruguay no lo salvarán, pero le darán una prórroga de un año en que se va a poder dedicar sólo a escribir. ¿Qué pasa con el mundo del trabajo?

–Es la idea de la beca, que es muy curioso porque la mayoría de la gente que se gana una beca se deprime automáticamente. Te tendrían que dar la beca con el antidepresivo junto. Pareciera que el no tener que salir a laburar tira muy para abajo, si no hay un proyecto fuerte y una constancia. Te becan un año en Berlín: cagaste. En Europa veía muchos jóvenes becados sin filo para afuera, sin la cosa medio busca de salir, de ir de caza a buscar la historia y mantenerse a flote. El trabajo te hincha mucho las pelotas, pero te pone en el mundo. Eso te hace bien y te saca del monólogo insoportable. Por supuesto que hay grados de dificultad y de molestia en los laburos. Como dice (Kurt) Vonnegut: “si lográs tener un trabajo de una nalga, sos el tuerto en el mundo de los ciegos”. Pero la mayoría de la gente está clavada nueve o diez horas en un escritorio o en una fábrica.

–Volviendo a eso que planteaba en la obra de Chéjov, que el único que se da cuenta de lo que pasa es el mayordomo, en La uruguaya el que se da cuenta de todo es Maiko, cuando después de la separación de los padres una vecina le pregunta: “¿Viniste a visitar a tu papá?” y Maiko le contesta: “No lo vine a visitar, vivo también con él”.

–Sí, claro, ese es un momento importante en el libro. Pasó esta catástrofe, se derrumba todo, la separación rompe un paradigma, a los hijos les rompés su casa, pero de golpe eso que parecía una tragedia es vivido por el hijo como una realidad mejor entendida que por los adultos, que están peleando de una manera dolorosa. Me parece que está bueno lo que decís: que Maiko se da cuenta de todo más que los demás.

–Hay un trabajo muy elaborado en la novela sobre el espanto que genera la paternidad. Nadie prepara a un hombre para ser padre, pero de pronto se tiene que enfrentar a lo que Lucas llama “un haiku de persona”. ¿Por qué no es tan frecuente que aparezca una crítica hacia lo que implica ser padre?

–Me asustaba un poco escribir sobre eso porque parece muy antipático. Se suele silenciar la enorme dificultad de criar niños y el miedo que da. Me interesaba mostrar lo grotesco que tiene la paternidad, que es como cuidar a un enano borracho que llora y no entendés lo que dice. Es un enano borracho de buen pronóstico, va a ir mejorando (risas). Al personaje de Lucas le cuesta vincularse con una cosa que tiene la paternidad, que te obliga a ponerte al nivel de los chicos. Si no cortás y te metés en la misma frecuencia de juego un rato, es horrible y lo vivís como una esclavitud. Da la sensación de que el personaje vive en la ambivalencia: le está llevando el ukelele al hijo, pero pareciera que no puede conectar y meterse en una frecuencia de juego. Al final del libro sí conectan y pintan juntos una pared. Pero en ese momento de frustración, el hijo aparece como una carga más. El hijo es el culpable de la infelicidad del padre y eso es horrible.

–Esta es la primera novela que está más cercana a cuestiones autobiográficas, como el hecho de que Lucas sea escritor. ¿Cómo fue esta experiencia de escritura en la que el personaje de Lucas declara que no tiene “tanta imaginación”?

–Eso fue un truco para darle más verosimilitud o poner más en un plan real lo escrito: no tengo imaginación, escribo sobre lo que me pasa. Vengo de diez años de escribir columnas muy autobiográficas para el diario Perfil en la que me usaba como personaje. Entonces aprendí un tono que tiene que ver con una cosa muy coloquial, cercana al tono de los blogs, ese tono íntimo tipo “te lo estoy contando a vos”, en un lenguaje cercano. Hay un montón de cosas mías en el libro, pero también un montón de cosas inventadas. La ficción es un alivio porque es una manera de metabolizar la experiencia propia y transformarla en otra cosa; es llevar más lejos algunas situaciones, es como encontrar puntos de fuga: te pasa un 3 y lo llevás a un 10. Eso es un alivio porque no estás atado a lo que pasó o no pasó. Veo que hay un morbo en la lectura y muchos me preguntan quién es Guerra. Me parece legítimo ese morbo porque uno lo está haciendo todo el tiempo con los escritores que te gustan: leés algo y decís esto pareciera que le pasó… ¿le pasó o no le pasó?

–¿Cuánto nivel de histeria tiene Pedro Mairal en La uruguaya?

–Uno podría decir el 53,6 por ciento (risas). Si uno le pasara resaltador a lo que pasó exactamente, matás al libro porque la gente leería eso y lo demás lo saltearía. Es parte del juego de la literatura mostrarse, ocultarse, chusmear, leer desde un costado chusma; inclina la cancha a favor de la lectura y no está mal que sea así. Me parecen pulsiones totalmente legítimas. Al fin y al cabo, el lector siempre es un voyeur y uno como escritor tiene que hacerle creer que está espiando vida, por más que haya un pacto tácito de la ficción de que esto que te voy a contar es inventado. Hay que ponerle pimienta al pacto con el lector (risas).

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