Lun 17.10.2016
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LITERATURA › JUAN DIEGO INCARDONA Y SU NUEVO LIBRO LAS ESTRELLAS FEDERALES

“Hoy estamos nuevamente en una época de mutaciones”

Después de Villa Celina, El campito y Rock barrial, el escritor ensaya un cierre con un universo en el que los personajes son mutantes: un concepto que le permite hacer asociaciones con las transformaciones obligadas por un mundo que se derrumba.

› Por Silvina Friera

El agua quema en La Matanza. Las primeras gotas de ácido sulfúrico empiezan a caer. Los personajes de El circo de las mutaciones –El Hombre Regenerativo, La Mujer Lagartija y Aldo, el Enano Gigante– entran en pánico y corren para todos lados. La zona es un cementerio de fábricas cerradas; los gases se escapan de los depósitos sin mantenimiento como armas de destrucción masiva que arrasan con las casas, las escuelas, las iglesias, los clubes de barrio. La gran metamorfosis convierte en mutantes a los sobrevivientes. No hay salariazo ni revolución productiva en los años 90. “Una luna colorada y enorme surgió entre las crestas. Rápidamente se fue elevando y su luz fue adquiriendo mayor poder sobre los alrededores. Parecía que derramaba sangre sobre cada paisaje y criatura viviente. Eran tiempos pasados o tiempos futuros de una tierra roja que alguna vez se llamó, o se llamaría, conurbano bonaerense”, dice Juan Diego, el narrador en primera persona de Las estrellas federales (Interzona), cuarta novela de Juan Diego Incardona, que cierra el universo iniciado en 2008 con Villa Celina.

El universo matancero concebido por Incardona fue mutando según pasan los años. Si la primera novela estaba más cercana al registro de lo autobiográfico, en sintonía con las anécdotas de las experiencias de formación, con El campito (2009) y Rock barrial (2010) irrumpe lo fantástico y la ciencia ficción, como si la materia y la geografía forjadas, esos personajes lisérgicos al pie de una pulsión onírica, sólo pudieran expandirse desde una mitología y una épica de la vida en el conurbano bonaerense, que dialoga con Roberto Arlt, Leopoldo Marechal y Héctor Oesterheld y reescribe la tradición literaria argentina. Mucho antes de que comenzara a escribir y publicar, se recibió de Técnico Mecánico y tuvo su debut laboral en un taller de motores eléctricos en Villa Lugano. La metamorfosis de los años 90 llegó a ese joven de entonces flequillo rolinga que pronto devino vendedor ambulante de anillos –que él mismo confeccionaba– en los bares de Palermo y en Plaza Francia durante trece años. “En los 90 las nuevas generaciones vuelven, como en la tradición del tango, a parar en la esquina, a tocar la guitarra, a zapar canciones. El rock barrial que se va moldeando en las veredas de estos barrios, las primeras bandas como Viejas Locas, todas las bandas del oeste, en mi barrio también Callejeros, hay algo ahí que transforma la nueva cosmovisión de los jóvenes del barrio, que ya no juegan tanto en la cancha de los curas o en el patio de la escuela, sino que están a cielo abierto. Son Tanguitos que componen no en el baño de un bar, sino tirados en una vereda mientras ven las fábricas que se cierran”, recuerda el escritor en la entrevista con Página/12.

–En Las estrellas federales hay un trabajo especial con el tiempo: “El bosque no era otra cosa que un barrio, una localidad embalsamada, donde antes, ahora o después, fuimos, somos o seremos, felices”, dice el narrador. ¿Este trabajo con el tiempo fue algo planificado o sucedió durante la escritura?

–La novela está ubicada de modo tal que recorre toda la saga desde Villa Celina, El campito y Rock barrial. En los cuatro libros hay dos límites temporales: 1982, Malvinas, como el relato más antiguo, y 2001, el más reciente. No hay nada posterior; hay mucho de los 80 y de los 90. Las estrellas federales, igual que El campito, empieza en 1989; es un relato que ocurre en el pasado, pero que tiene algo futurista o distópico o de ciencia ficción típicamente argentina, que no es la de los viajes espaciales, no es la prospección optimista de un país que es una potencia que logra llevar naves espaciales al espacio. Nuestra ciencia ficción es más como un X-Men, un mundo pos apocalíptico de descarte, de ruinas, donde hay cierta supervivencia. En esta novela hay mutaciones a partir de ese medio ambiente que entró en crisis y que por un lado tiene que ver con la naturaleza del lugar, sobre todo por la pérdida del trabajo y de todo lo que organizaba la comunidad. Por otra parte es una despedida del mundo de Villa Celina, es un cierre, y supongo que el tema del tiempo tiene que ver con eso. La temporalidad en El campito era ambigua porque había personajes de tiempos distintos. De hecho había una batalla entre el ejército argentino de los años 40 y el ejército argentino de los 70. Es algo que mamé de leer a (Juan) Rulfo en Pedro Páramo, esa espacialización del tiempo: un lugar donde van confluyendo distintos personajes, como El mundo del río de Philip J. Farmer, un lugar que es como una zona metafísica. Villa Celina, que empezó siendo un universo bien autobiográfico, compuesto por un anecdotario quizá más realista, se fue corriendo y ampliando con los demás libros. Los límites de tiempo y espacio fueron pegados a nuevos géneros como el fantástico o la ciencia ficción. La ciencia ficción que recorre Las estrellas federales también me permitió en la creatividad de la escritura llevar a los personajes por peripecias que tienen que ver con el viaje en el tiempo.

–¿Por qué se fue distanciando de cierto realismo inicial hacia una combinación de registros donde pueden convivir lo fantástico y la ciencia ficción?

–Lo fantástico ya aparecía en El campito. Mis lecturas desde chico fueron muy de género: aventura, fantástico, ciencia ficción. Al continuar la saga de Villa Celina se fue mezclando el gusto por algunos géneros y mis lecturas de literatura argentina. Aparte de que está Carlitos “el ciruja”, La Porota, mis amigos, mi familia, a veces aparecen personajes de la literatura argentina que son como mis otros amigos, que los traigo de visita al barrio. En El campito había personajes de Marechal y de Arlt y acá hay personajes de Oesterheld. El tema de los géneros es porque es un modo de ampliar el universo que se me fue armando y que excedió la anécdota. Como es un mundo tan exuberante aquello que viví en La Matanza, un relato más mimético, más realista, terminaba siendo escaso para capturar algo de la emoción o del imaginario que percibí tantos años viviendo en esa comunidad. Géneros que pueden ser más surrealistas, oníricos o conjeturales, tal vez pierden un poco de fidelidad con el mundo, pero tienen más cercanía con lo sentimental. Que los personajes sean mutantes está basado en mi recuerdo de lo que era mi papá y los vecinos en los años 90: tipos que durante treinta años fueron torneros de una fábrica, los echaron y se volvieron remiseros. Mutaron, son mutantes: tenía un tallercito, se puso un quiosquito; tenía una pyme, se puso una cancha de paddle; era mecánico, pasó a ser vendedor ambulante. Está extremado en la imaginación algo que en lo real también ocurría de esa manera: la cuestión del cambio, ser una cosa toda tu vida y convertirte en otra. Ahora me parece que estamos en una época de mutaciones nuevamente.

–¿Qué consecuencias tiene esa mutación, que no es voluntaria sino impuesta?

–La pérdida de trabajo provoca la mutación. Por un lado, uno lo lee de un modo negativo, pero también tiene algo positivo. El mérito del trabajador argentino es que se la rebusca, que improvisa, que tiene mucha capacidad de supervivencia y de improvisación. De hecho, dentro de los mutantes de la novela hay uno que es emblemático, que es el Hombre Regenerativo, que me gusta pensarlo también como yo recordaba a mi viejo o a los vecinos: a esos tipos que le cortás un dedo, le vuelve a crecer. Le cortás la lengua, le vuelve a crecer. Le cortás la oreja, le vuelve a crecer. Hay algo de resistencia y una capacidad de adaptación.

–¿Qué significa perder el trabajo?

–Lo que recuerdo es la marginalización. En la zona de Villa Celina mucha gente de pronto perdió el trabajo y tuvo que salir a rebuscársela. El trabajo organiza a la comunidad y cuando se pierde todo cambia y se transforma. Hay algo de la vida que estaba organizado y de pronto aparece el desamparo. Las fábricas cerradas, esos grandes galpones, los recuerdo como las películas de (Andréi) Tarkovski, esos escenarios enormes de la Unión Soviética son lugares tristes que antes tenían mucha belleza, donde podías encontrarte bobinas de cobre abandonadas. Era un lugar medio mágico también, un lugar abandonado pero lleno de objetos.

–¿Cómo vivieron esos obreros calificados la pérdida del empleo y el hecho de que esas viejas maquinarias de contención cambiaron tan vertiginosamente que sus conocimientos envejecieron y se volvieron anacrónicos, como si fueran de otro siglo?

–Bueno, eso pasó con mi viejo. Mi viejo descifraba el porcentaje de carbono por la chispa de la herramienta, era un tornero muy artesanal, como los matriceros de antes. Después llega el torno a control numérico, que tiene sus riesgos porque la máquina no está preparada como el hombre que va tanteando la pieza, porque no todas las piezas son iguales. La máquina hace lo que se le programa y no tiene en cuenta la particularidad de la pieza y puede desbastar de una manera brutal sin la habilidad de la mano. Creo que es verdad que hay un anacronismo en la percepción de los viejos obreros. Yo estudié en una escuela industrial y egresé en 1990, o sea que empecé en una década donde las fábricas cerraban. Y yo había estudiado en el taller con un montón de máquinas a polea, que venían de los años 40 y 50. No teníamos nada a control numérico.

–La impresión es que las tecnologías rápidamente vuelven los objetos demasiado obsoletos, como el teléfono Nokia 1100, que tiene poco más de 12 años, y hoy es una pieza de colección, casi una antigüedad, ¿no?

–Sí, es cierto. Todas las fábricas que cerraron en los 90 –fábricas de plástico, matricerías, yo incluso bobinaba motores en una fábrica en Lugano– cerraron por las importaciones que se abrieron, porque no podían competir. Si hubiera oportunidad para que reabrieran, muchas de sus estructuras, de sus plantas, de sus máquinas, ya quedaron muy obsoletas. Mi viejo que se quedó sin trabajo, se la rebuscaba y después se jubiló, pero de los talleres que se modernizaban lo venían a buscar porque los más jóvenes no sabían un montón de cosas que mi viejo sí sabía hacer. Ese universo de las fábricas venía de los años 40, 50, y ahí también hay una relación fuerte con el origen del barrio, que se formó en gran parte durante el peronismo. Todos los barrios linderos a Villa Celina, ni hablar Ciudad Evita, fueron construidos en esa época.

–Cuando escribía la novela, ¿imaginó que ese punto de partida del cierre de fábricas y la estampida del modelo neoliberal volvería al publicar la novela?

–La historia se va repitiendo… Las estrellas federales es un libro sobre la pérdida del trabajo en un momento en que hay pérdida del trabajo. Yo perdí también trabajos: el ECuNHi (Espacio Cultural Nuestros Hijos) quedó completamente desfinanciado, sigo estando ahí para sostener el espacio. Estaba en un programa de Jefatura de Gabinete, “Memoria en movimiento”, que también lo cerraron y nos echaron a todos. Estoy dando talleres de escritura, así que estoy mutando para sobrevivir. Pero ahora siempre relacionado con lo literario, con la docencia o la gestión cultural. Y si no, vuelvo a la venta ambulante, que la hice durante 13 años.

–En un momento de la novela, hacia el final, encuentran un cuerpo mutilado que parece haber sido torturado. Como no queda claro si están en el pasado o en el futuro, ¿esa es una referencia sobre la última dictadura?

–Sí, en ese viaje metafísico cuando la lluvia de ácido sulfúrico destruye Villa Celina y parte de otros barrios, los protagonistas entran en una especie de racconto histórico medio ambiguo y pasan por un centro clandestino de detención. Aunque no lo llené de referencias, el que tenemos más cerca es el de Camino de Cintura y Ricchieri, me pareció que se podía atravesar un lugar horroroso en medio de ese viaje en el tiempo.

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