LITERATURA › ARIADNA CASTELLARNAU GANO EL VI PREMIO DE LAS AMERICAS POR SU NOVELA QUEMA
La autora nació en Cataluña pero vive en la Argentina desde 2009; de algún modo, el premio anunciado en Puerto Rico vino a oficiar de alivio tras un comienzo de año en el que fue despedida del Ministerio de Cultura de la Nación.
› Por Silvina Friera
Todo arde. El fin del mundo suena a chasquidos de madera y rugido descomunal. Los sobrevivientes intentan alimentarse con lo que puedan conseguir. Una pareja, luego de comer lo último que tienen, decide dejarse morir de hambre. Algunos abandonan a sus hijos por cansancio, apostando que podrán tener una vida mejor. La ciudad entera está llena de cadáveres. “He visto centenares de incendios en mi vida y aún no soy capaz de ponerlos en palabras. Me cuesta hilvanar la cadena de desastres que ocasionan las llamas, traducir la magnitud del calor y del miedo, lograr hacerle justicia a la belleza del fuego. Pero hay algo que sí puedo decir y que me conmueve muchísimo más que cualquier incendio por muy fastuoso que este sea: la resonancia que queda flotando en el aire tras la hecatombe, el agudo sentimiento de pérdida depositado en algo tan frágil como las cenizas”, dice un personaje de la extraordinaria Quema, primera novela de Ariadna Castellarnau, publicada por la editorial argentina Gog & Magog, ganadora del VI Premio Las Américas, dotado de 25 mil dólares, que se anunció ayer durante la apertura del Festival de la Palabra en San Juan de Puerto Rico. En anteriores ediciones obtuvieron este premio Eduardo Berti, el chileno Arturo Fontaine, la peruana Claudia Salazar Jiménez, el puertorriqueño Juan López Bauzá y el español Ricardo Menéndez Salmón.
Castellarnau, que nació en un pueblo de Cataluña en 1979 y vive en Buenos Aires desde 2009, dice que el premio es “un gran espaldarazo en este oficio de la escritura que genera tanta incertidumbre e inseguridades”. “Los otros dos finalistas, Emiliano Monge y Rita Indiana, son escritores con muchísima más trayectoria. Para mí ya era un mérito y un regalo enorme estar entre ellos como finalista. Cuando me enteré de que Quema había resultado ganadora, tuve un momento de shock y duda terrible”, confiesa la escritora a Página/12. “Durante unos días estuve convencida de que se habían equivocado”. El año empezó de la peor manera posible: Ariadna fue despedida del ministerio de Cultura de la Nación junto a 500 compañeros. “Fue bastante traumático, especialmente por los modos en que se realizó ese despido masivo, sin entrevista previa ni análisis de las capacidades y funciones desempeñadas. Pero el premio medio que pone las cosas en su lugar; es una especie de triunfo simbólico porque cuando me echaron y luego me ofrecieron reincorporarme tomé la decisión de no seguir trabajando. No me sentía a gusto en un lugar donde se trataba a los trabajadores de ese modo”.
–Hay una frase inicial de la novela que resuena una y otra vez: “Morirse de hambre no tiene nada de simbólico”. ¿Por ahí empezó Quema, con la idea de un mundo que se acaba y todo lo que queda son como despojos humanos?
–Quema empezó cuando nació mi hija. Fui madre en Argentina, lejos de mi país y durante un tiempo me sentí justamente así: un poco desesperada y asustada. También por las noticias que llegaban de España, en el peor momento de la crisis, con amigos que la estaban pasando mal. “Hambre” fue la primera historia que escribí y la que salió casi de corrido. Las demás las edité un montón, pero esta quedó casi intacta. “Morirse de hambre no tiene nada de simbólico” significa justamente eso: morirse de hambre es un hecho, duele, es desesperante, uno no puede abstraerse. Esto les pasa a todos los personajes de la novela, que se encuentran frente a ese estado primitivo, que sufren esa vuelta a la ética básica de la supervivencia y tienen que rearmarse como pueden, con lo que tienen, con lo que les queda.
–Quizá por lo posapocalíptico, la atmósfera de la novela remite a Plop, de Rafael Pinedo. ¿Qué lecturas, qué autores, están en diálogo en Quema?
–Con Plop pasó algo muy loco. Yo no había leído a Pinedo y cuando terminé la novela se la pasé a un amigo, que la leyó y me dijo que le hacía acordar mucho a Plop. Ahí fui y busqué la novela y me di cuenta de que había un montón de referencias cruzadas, ¡incluso un personaje albino! Fue muy chocante y hermoso sentir esa especie de hermandad de escritura inconsciente. Quema tiene mucho que ver con La carretera de Cormac McCarthy, autor que admiro muchísimo. Me he leído casi toda su obra, que es muy extensa, y me parece que lo que logra con el lenguaje y el manejo del simbolismo es sublime. También está (Ray) Bradbury, obviamente, esa melancolía que destila en Crónicas Marcianas y la tristeza de J.G. Ballard en El Imperio del sol. Luego hay otras referencias más “filosóficas”; los rezadores, por ejemplo, están sacados de la figura del “musulmán”, que Primo Levi cuenta que era como llamaban en los campos de concentración a las personas que estaban en las últimas, que los nazis habían conseguido deshumanizar por completo. Siempre me impresionó mucho esta figura.
–Su escritura tiene algo “barroco” y poético a la vez; hay un estilo ahí que puede combinar la frase corta más punzante.
–Es curioso y lindo lo que dice, porque todo el mundo comenta que mi prosa es muy seca y usted habla de “barroca” y es cierto. Yo la veo así, como una prosa barroca pero constreñida en períodos simples, un fraseo preciso. Me interesa mucho el estilo. Yo aprendí mucho leyendo a McCarthy, a Flannery O’Connor y a Carson McCullers. Son autores muy distintos, pero tienen esa capacidad para ser exactos y a la vez poéticos, para crear frases punzantes y a la vez líricas. El español, especialmente el de España, es más enroscado. A mí me gusta imitar esa llaneza del inglés de estos autores, pero de un modo que no suene a traducción, sino español, un español distinto pero que sea español a la vez. Con Quema, además, hice algo muy consciente, que fue tratar de simplificar mucho el idioma porque me parecía que para hablar de un mundo lleno de despojos la prosa también tenía que ser en cierto modo un despojo: una prosa desnuda, poética, pero sin florituras.
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