Lunes, 15 de enero de 2007 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA BETINA GONZALEZ
Es de Villa Ballester, pero está radicada en Estados Unidos. Fue en Texas donde escribió Arte menor, la novela que obtuvo el último premio Clarín y que recibió elogios de José Saramago y Rosa Montero, entre otros. González señala que el tema de la memoria, que atraviesa el libro, siempre la obsesionó. Y plantea: “También es necesario olvidar para seguir viviendo”.
Por Silvina Friera
La joven de Villa Ballester se mudó, sin escalas previas, al estado de Texas, en Estados Unidos, cuando obtuvo una beca en la Universidad de Austin para desarrollar un proyecto de creación literaria. En dos años escribió su segunda novela Arte menor (Alfaguara), con la que ganó el último premio Clarín. Ahora vive en Pittsburg, donde está haciendo el doctorado en Literatura Latinoamericana. Para sorpresa de muchos escritores que se preguntaban quién era esa chica, tan elogiada por el jurado (integrado por el Premio Nobel de Literatura, José Saramago; Rosa Montero y Eduardo Belgrano Rawson), ella no estudió Letras. “Mis viejos están felices, coleccionan todas las notas que salen en los diarios”, dice Betina González, egresada de la carrera de Comunicación en la UBA, en la entrevista con Página/12. “Ellos sabían que escribía, pero nunca habían leído nada.” Aparenta tener menos que los 34 años que acredita su documento de identidad, tiene el rostro de una actriz francesa y ciertos modismos de una chica de barrio que, incómoda de estar tantas horas sentada en el sofá de la sala de prensa de la editorial, pregunta: “¿Me puedo tirar en el piso?”, y se relaja sobre la alfombra. “Acá vos decís que sos escritor e inmediatamente te preguntan qué publicaste; si no publicás, no te consideran escritor”, advierte.
“No deja de ser irónico que a mi padre nadie le creyera nada, aun cuando dijera la verdad”, dice Claudia, la narradora de Arte menor. Después de la muerte del escultor Fabio Gemelli, la protagonista de esta novela decide reconstruir y escribir la biografía de su padre, cuando se topa con una escultura hecha por él en la casa de una mujer, una ex bailarina del Teatro Colón, que habría sido su amante. Pero, ¿quién era realmente ese hombre?, ¿un escultor mediocre?, ¿un genio incomprendido?, ¿un artista de culto?, ¿un padre, marido y amante mediocre?, ¿un gran fabulador?, ¿existe una versión absoluta y totalizadora de la vida de una persona, o sólo hay fragmentos, miradas, percepciones parciales, tambaleantes e inciertas? A través de un aviso publicado en el diario, su hija simula interés en comprar las piezas perdidas del artista, pero en realidad sólo quiere encontrarse con las ex mujeres para escuchar las distintas versiones de cómo era su padre. “Es el espesor del recuerdo lo que me importa, esa cualidad de las imágenes que se extiende como una emulsión hasta cubrirlo todo, incluso las fechas inexactas, incluso las mentiras”, confiesa Claudia, quien tiene apenas un puñado de recuerdos e imágenes de su padre.
–Muchas de las observaciones que hace la narradora respecto de su padre, por ejemplo, que “miles de proyectos se instalaban en su mente con fuerza de promesa y luego languidecían ahí durante años”, podrían ser también atribuidas a un escritor. ¿Por qué decidió que fuera un escultor?
–Me siento muy identificada con esa frase porque escribo de muy chica y tuve proyectos que no podía terminar por falta de entusiasmo, de convicción o de disciplina, hasta que a los 26 empecé a encauzar mi escritura, y desde entonces, la memoria es un tema que me obsesiona. Me interesaba enfatizar la permanencia de los objetos. Y me parece que son más interesantes las esculturas que un libro, por la carga energética que tienen, porque se hacen con las manos y tienen la huella digital del artista. Además estaba un poco cansada de leer novelas donde el protagonista es un escritor, donde nunca le pasa nada y todo es su lenguaje, su pensamiento y su saber desplegado en las páginas; no quería caer en la metaliteratura. Y tampoco quería hablar del artista místico o mítico, fuera del mundo, por eso lo “menor” del título. Me interesaba la vida cotidiana de ese escultor como padre, como amante, como amigo; me gustaba ahondar en los niveles de lo menor que podían ingresar en una novela.
–¿Cómo se conecta usted con esa obsesión por la memoria?
–Algo que me pasaba de chica era el terror a olvidarme las cosas. Entonces jugaba a acordarme de algo que había visto en la tele porque la capacidad evocativa de las imágenes me parecía muy poderosa. Después, ya más grande, apareció el miedo consciente de olvidar. Hablando con amigos míos que se dedican a la biología molecular y analizan la memoria en los animales, siempre discutíamos y llegábamos a la conclusión de que el olvido es necesario para sobrevivir. La memoria hace que las cosas vivan y perduren, pero también es necesario olvidar para seguir viviendo.
–¿Necesita más evocar que olvidar para poder escribir?
–El exceso de recuerdo puede ser demasiado nocivo y abrumador para escribir. Nunca había probado lo autobiográfico como meta, en el sentido de plantearme “voy a contar esta historia que me pasó a mí”, aunque siempre hay pedazos de la vida de uno que entran igual en la ficción. Para mí la memoria es un territorio donde voy a tomar prestadas ciertas cosas, pero a la hora de escribir siempre parto de imágenes o de una historia, necesito tener la premisa, el esqueleto. No puedo escribir hasta que no encuentro el tono, una voz, que a veces puede ser más melancólica, como la de esta novela, o más irónica, pero hasta que no encuentro el ritmo del lenguaje, no arranco. Pero una vez que empecé, mis recuerdos reales entran por el lado del tono, sin que esté muy planeado. No soy de las que escriben sabiendo a dónde ir.
–La narradora trabaja haciendo clipping en una agencia de prensa y daría la impresión de que, por la familiaridad con la que se refiere a ese empleo, usted hizo un trabajo similar. ¿Qué otros aspectos utilizó de su biografía en la novela?
–Sí, es un trabajo que hice por dos meses. La protagonista tiene más o menos mi edad y entonces muchos de los recuerdos de la infancia de la narradora, las plazas o las cosas que ella cuenta que vio en la televisión durante la transición a la democracia son mis recuerdos, que no sólo aparecen en esta novela sino en otras cosas que escribí.
–En medio de ese trabajo tedioso, la narradora dice que “leer tanto hace que el mundo de las palabras se vuelva difícil de preservar”. ¿Usted sentía lo mismo?
–Sí, por eso duré tan poco en ese trabajo (risas). Me levantaba muy temprano para escribir una novelita corta que todavía no publiqué, Juegos de playa, y era lo único que para mí salvaba el día. Y me anotaba palabras porque pensaba que ese lenguaje tan homogéneo me estaba haciendo olvidar un montón de palabras del español.
–¿Se sentía exiliada del lenguaje acá en la Argentina por el trabajo que estaba haciendo?
–Sí, sentía que vivía en un exilio interno, que me parece que es peor porque era alienante que el lenguaje, que era a lo que me quería dedicar, se hubiera transformado en una especie de instrumento chato en donde no podía poner en juego ninguna de las cosas que sabía.
–¿Por qué suele haber tanta afición hacia las mitologías personales de los artistas?
–Las biografías son relatos totalizadores, la biografía explica en retrospectiva el éxito del artista como si cada acto fuera una conciencia del destino. Es una ilusión, un artificio, pero me parece que esta idea del artista mitificado en su torre de marfil, alejado del mundo y con una vida que no tiene nada que ver con la vida cotidiana del resto de los mortales, viene por lo menos del siglo XIX. Siempre me hinchó bastante esta idea del escritor torturado, que escribe y no encuentra ningún placer en eso, pero lo hace porque no le queda otra, porque vivir es una tortura y tiene que sublimar eso. Donde más se percibe en la novela que me molesta esta idea es en el monólogo del astrólogo: él dice que el artista es una persona como cualquier mortal y que esto de entronizarlo o transformarlo en personaje es ridículo y un tanto anacrónico.
–Vinculado con esta idea, también aparece en las biografías el hecho de la precocidad: a los 3 años pintó un cuadro, a los 5 escribió un cuento, etcétera. Incluso usted se burla un poco de eso...
–Sí, es un cliché que está asociado a la idea del arte como algo infantil. Wilde y otros autores trabajaban con la idea del artista como eterno niño. Pero a la hora de las mitologías personales, también aparece la opuesta: escritores que comenzaron a escribir pasados los 50, como Bufalino o Saramago. Me parece que ya es hora de salir del siglo XIX y dejar atrás ese concepto del escritor de culto, que no da entrevistas, que nada más lo leen tres o cuatro estudiantes de Letras... En todo caso, no es el lugar por el que quiero ir, ni los temas que me interesa tratar.
–Al finalizar la novela, la sensación que queda es que todas las versiones que fue recogiendo la protagonista sobre la vida de su padre son compatibles, que no hay una versión más verdadera, ni siquiera la del astrólogo, que por el tono parecería imponerse con mayor autenticidad. ¿Su intención fue poner en duda, dejar planteado el interrogante sobre cuál es la verdad de un relato?
–Sí, fue deliberado pero no desde el comienzo. Fue un tránsito que tuve que hacer. Escribí la primera historia de un tirón y después pensé mucho la estructura de la novela. Me di cuenta de que no quería que fuera una historia totalizadora, porque ninguna vida es así. Trabajé mucho el tono de la narradora para que quedara claro que ella no se queda con ninguna de las versiones como verdadera, y que cuando se le caen todos esos objetos en el andén del tren, la búsqueda se le revela como incongruente, y se da cuenta de que lo único que queda es la obra. Para mí es más importante lo que creen los personajes que la verdad. Me importa más la ambigüedad del recuerdo que el afán de reconstrucción.
–¿Encuentra alguna relación entre el título y el género novela, en un momento en el que, desde el punto de vista del mercado, pareciera que es lo único que se escribe y publica?
–Sí, aunque no era tan consciente. La novela, por naturaleza, es un género imperfecto. No podés analizar oración por oración; la aspiración de perfección de una novela me parece una estupidez. La novela tiene que ser imperfecta porque es un artificio. En cambio, el cuento está más del lado de la perfección, es como un relámpago que ilumina algo y tiene que ser perfecto porque si le erraste en una oración, falló. Y si falló, es muy malo. La novela puede tener párrafos mejores o peores, pero en su totalidad trabaja de otra manera. La novela tiene que ver más con la cualidad de lo menor. Pienso que Borges, con lo perfeccionista que era, no escribió una novela porque no hubiera aguantado la imperfección.
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