Mar 05.06.2007
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LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR CHILENO ALEJANDRO ZAMBRA

“Aprendimos que no hay que confiar tanto en los libros”

Forma parte de lo que han dado en llamar la generación Bogotá 39, integrada por los autores jóvenes más representativos de América latina. En su novela Bonsái se filtran el humor y la melancolía.

› Por Silvina Friera

“Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura.” En Bonsái (Anagrama), la primera y brevísima novela (apenas 94 páginas) del escritor chileno Alejandro Zambra, el final de estos “jóvenes tristes” –que leen novelas juntos, que despiertan con libros perdidos entre las frazadas, que fuman mucha marihuana, que dicen que leyeron En busca del tiempo perdido, de Proust– ya estaba escrito, o bien comienza a escribirse por un encargo. Gazmuri, que ha publicado varios libros y escribe a mano, le ofrece a Julio que transcriba su última novela. Aunque el joven estaría dispuesto a hacerlo gratis, pide cien mil pesos por la tarea y el escritor decide darle el trabajo a una mujer que lo hará por mucho menos. Julio, sin embargo, le miente a una amiga y para preservar el engaño, escribe él mismo la “falsa” novela, que cuenta la historia de un hombre que se entera por la radio de la muerte de un amor de juventud. Como nunca la olvidó, cree que la mejor manera de recordarla es haciendo un bonsái. Esta historia –narrada con un tono en el que prevalece la ironía y el humor, pero también cierta melancolía– anticipará lo que ocurrirá en la vida de Julio.

Zambra, elegido recientemente entre los escritores más representativos de la literatura latinoamericana actual –que se conoce como Bogotá 39– dice que le resultó muy atractivo el bonsái como objeto por su fragilidad, por su “belleza fea”, por la manipulación que supone, por lo parecido que es a una obra de arte. “Quería escribir un libro que se llamara así porque tenía esa imagen en la cabeza, la de un hombre que se encierra en un cuarto a cuidar un bonsái y se enajena; prefiere cuidar un bonsái a escribir, prefiere cuidar un bonsái a vivir”, señala el escritor en la entrevista con Página/12. “Esa elección implica una marginalidad, una posición ante el mundo, la búsqueda de un arte con sentido, a pesar de que es una postura un tanto ingenua, y el protagonista sabe que no hay un sentido, pero que no puede renunciar a buscarlo. Me animé a contar la historia, aunque tenía cierta resistencia a la ficción porque nunca había escrito prosa.”

–¿Esa resistencia era, también, hacia la tradición de las novelas chilenas?

–En parte sí. Soy fundamentalmente un lector de poesía chilena, ésa es mi escuela. La novela es muy extraña para mí, porque hay una cierta continuidad con una tradición que no creo que sea muy buena. Las novelas de Donoso nunca me interesaron, pero sí me gusta el mundo de las novelas y los cuentos de Enrique Lihn. Es una novela que escribí involuntariamente, por accidente, porque quería escribir un libro de poesía.

–¿Cómo es escribir una novela “por accidente”?

–Me preocupaba el proceso de alambrar el lenguaje. A un bonsái hay que alambrarlo y darle cierta forma porque si no lo hacés bien, queda mal la estructura, aunque esa estructura conduce a una cierta belleza que siempre es controversial: es, objetivamente, la belleza de la miniatura. Entonces empecé a leer muchos manuales de bonsái, que tienen un lenguaje tan específico y técnico que se acerca a la poesía. Hay una frase que recuerdo: “Hay que torcer la raíz madre al tercer día”. Eso me interesaba.

–¿A qué se refiere con “alambrar” el lenguaje?

–Traté de traducirlo a la métrica, nunca había escrito con métrica, pero empecé a escribir poesía con endecasílabos, octosílabos, tratando de pensar esas formas, pero me resultó mal. Me permití cierta levedad narrativa, que la novela tiene, me permití contar una historia, aunque desconfiaba mucho porque me preguntaba qué validez tiene contar una historia, a quién le interesa realmente. Por otra parte no quería darles un falso prestigio a los personajes; prefería que fueran vulgares, como uno, como cualquiera, que el mundo se riera de ellos como se ríe de nosotros a cada rato, pero que el narrador no se riera tanto, es decir que hubiera cierta distancia entre la parodia y la seriedad, que no hubiera ni seriedad ni parodia. Y salió ese narrador, que igual protege un poco a los personajes. Es difícil contar una historia común, en donde no pasa nada extraordinario. Bueno... alguien muere, pero a cada rato la gente muere, no es un hecho tan inusitado.

–¿Encontró una respuesta sobre la validez que tiene contar una historia?

–Hace diez años, los que estudiábamos literatura asumimos muchas modas teóricas que tenían que ver con la ausencia absoluta de significado, la mera proliferación de las imágenes, la falta de una esencia. Si alguien creía en Dios, era considerado inmediatamente un imbécil. Yo adhería a eso inconscientemente, pero seguía buscando; todos sabíamos que no había nada, pero buscábamos. La imagen final del tipo mirando cómo crece un bonsái, esperando que tome cierta forma, tenía que ver con la posibilidad de este libro, que era una posibilidad paródica, porque finalmente es muy difícil hablar en un momento en que se confía más en la desconfianza que en la confianza.

–¿Por qué tiene “prestigio” la desconfianza?

–Creo que es un error. No me siento demasiado capaz de contar historias, no me siento seguro al momento de hacerlo. Hay una frase de Derrida, que leí hace mucho tiempo y que decía: “Nunca he sabido contar una historia”. Por supuesto que él se refiere a otra cosa, pero a mí esa frase se me hizo muy familiar. Al escribir Bonsái recuperé una cierta confianza en lo referencial, por así decirlo. La novela refiere un momento de los años ’80 en que estábamos encerrados y protegidos en un mundo que se caía a pedazos.

–Este encierro, ¿también alude a lo que significó Pinochet en la vida política y cultural de Chile?

–Sí, aunque no sea tan explícito. El fanatismo de los personajes sí es generacional. Cuando descubrimos la literatura, nos dio un gran fanatismo. Habíamos crecido en un mundo muy opaco, con un lenguaje muy opaco, con una prensa muy cerrada y una televisión muy atontante, y de pronto aparecía la poesía, que no es que te permitiera en sí misma expresar algo de antemano sino que te daba la opción de darle un poco de brillo a ese mundo, y decir cosas que no sabías que se podían decir, de manera que no sabías que existían. Para los jóvenes, la literatura fue como un remezón y respondimos a ese remezón con fanatismo. Y digo fanatismo, queriendo decir fanatismo: confiamos mucho en los libros y no hay que confiar tanto. A los personajes de Bonsái les pasa que “compran”, creen el cuento y el mundo los deja hablando solos. Eso sí es generacional; es el despertar de los sentidos: de la anestesia a la sinestesia y de la sinestesia a la parálisis.

–¿Y ahora qué pasa?

–Hay una cierta distancia porque ese momento pasó y volvió a ser urgente buscar ciertas cosas, aunque tampoco sabemos muy bien qué es lo que estamos buscando. Borges decía que “el arte es la inminencia de una revelación que no se produce”. Cuando escribes, estás buscando esa revelación, cuando lees también, y aunque sepas que no vas a encontrar nada, sigues buscando. Te quedas con esa inminencia, con ese aire. Eso es lo que está buscando el personaje de Bonsái, algo que no va a encontrar. Zambra plantea que a los personajes de Bonsái les falta honestidad, que juegan a que han leído a Proust, a que se emocionan y que mienten. “Cuando se encuentran con un cuento como el de Macedonio Fernández, Tantalia, se sienten completamente desnudados y ya no les gusta mucho ese juego –explica el autor–. Quisieran estar más protegidos para jugar a lo que están jugando y para olvidar que están jugando. Creo que se parecen mucho a los estudiantes de literatura, por sus posturas, por su pequeña farsa inofensiva, pero necesaria para constituirse y buscarse.”

–¿Bonsái cuestiona la idea de género?

–Claro, es un bonsái de novela, en realidad es un texto de cuarenta páginas, que los diseñadores de la editorial transformaron en más de noventa. La idea era que fuera un bonsái de libro, un libro como de mentira. Hay un descreimiento respecto de la novela que está en la base de Bonsái, que es una novela que desconfía de las novelas. A mí me gusta mucho la literatura que no está tan apegada al género. En general, la buena literatura siempre pone un poco en duda el género, a no ser que encarne la perfección del género. A mí me gustan más esos libros raros, menos estables, que uno no los entiende mucho, aunque sean cristalinos.

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