LITERATURA › JUAN JOSE BECERRA Y LOS PERSONAJES DE SU LIBRO “GRASA”
“Si hay una grasada, está en la burguesía”, señala el escritor, que admite que lo suyo elude algunas reglas del ensayo “para permitir la participación de un narrador”. Así, Grasa busca desactivar ciertos lugares comunes sobre la construcción y la significación del éxito popular.
› Por Angel Berlanga
Un monólogo basura de Baby Etchecopar, el reino de Alan Faena en Puerto Madero, un álbum de groupies con currículum usados por celebridades, “el humor fascista” de Marcelo Tinelli, los infraidiomas de Giordano y de Macri, las huevadas de Fernando Niembro y otras aves a propósito del Mundial y la Copa América, “los boludos argentinos (aunque tal vez sean personas necesitadas)” confinados en la casa de Gran Hermano, el arte cinematográfico de Rodolfo Ledo, el talento sanatorio y plagiario de Jorge Bucay: todo eso y bastante más convive en las páginas de Grasa, un libro de ensayos-crónicas-artículos escritos por Juan José Becerra. ¡Oh, no, más de estos tipos! ¿Dónde está la Hepatalgina? Para tranquilidad de los hígados, se trata de un libro que produce colesterol bueno. Depende del lector, en realidad: difícil que los personajes de estos retratos de la vulgaridad argentina se sientan cómodos ante las líneas que el escritor les dedica.
“Es un poco la venganza del espectador, porque la televisión borra el sentido cuando transmite el éxito de todos estos personajes”, dice Becerra en el Bar Británico, frente al Parque Lezama, y explica que, independientemente del campo en el que trabajen, consideraría a todos los retratados como personajes de la tevé: es que, más allá del programa propio, se trata de criaturas con generosa presencia ahí. “La televisión es imagen pura, te da algo para que compres y no te va a auxiliar con una crítica de lo que vende”, dice. “Y las imágenes van a tal velocidad que uno sólo ve la superficie; es como si se viera pasar un tren. Para verla en profundidad hay que detenerla, mirarla con una sintaxis de pausa, enfocar en los segundos planos: el libro es eso.” En Grasa, Becerra combinó reflexión ensayística, agudeza para detectar esos segundos planos, irreverencia e ironía: mucha agilidad para entreverar análisis y humor. “Puede ser que algo haya condescendido al plegarme a la velocidad del objeto observado”, admite en torno de cierta vertiginosidad de la escritura. “Creo que el libro tiene un tono parecido al que empleamos en las discusiones informales”, dice. “Hay como una cosa deshilachada de la conversación que nunca está en el ensayo: a uno ahí se le ocurren cosas que va diciendo. Yo no reprimí esos momentos, que pueden resultar inapropiados para el género. Me parece que el ensayo tiene que permitirse la participación de un narrador. Yo, por supuesto, lo pienso desde la ficción, por eso lo escribí así.”
“Lo que pasa es que nosotros, como teleespectadores, no leemos, contemplamos”, dice Becerra. “Entonces hay una diferencia de percepción que tiene que ver con captar o no esos bólidos hípervisibles por un lado e invisibles por otro. Tuve que salir de la contemplación de todos los días, la que tengo como espectador. El ensayo sobre Marcelo Tinelli lo hice en dos días, pero hace diecisiete años que lo veo; nunca tomé apuntes ni escribí sobre él, pero evidentemente tengo incorporados algunos detalles de lo que sería el artefacto Tinelli.”
–¿Por qué el título?
–Para algunas personas está mal; para la historia de la palabra grasa el título es incorrecto en relación con los personajes que refiere. Podría llamarse “chetos”: así se aludiría a “gente cool”. A mí me pareció todo lo contrario: si hay una grasada, está en la burguesía. Y eso a pesar de que la burguesía es la que ha machacado sobre la palabra asociándola con la pobreza, la ignorancia, la fatalidad social. Me pareció que había que tener un punto de vista, en ese sentido, contraburgués.
–Claro, porque en realidad es fácil imaginar a los personajes que retrata utilizando esa palabra para referirse a otros.
–Es que son los portadores del sentido de esa palabra. Me parece que viven en un mundo, en una plataforma, desde donde se objeta la grasada de los demás. En el fondo es como un insulto de clase. Y me pareció que la palabra tenía que defenderse de ese insulto. Sobre todo porque cualquiera de nosotros puede ser grasa: es una palabra, diría, ¿transversal? En general, ninguna persona de clase baja damnificada por esta observación insultante de la burguesía puede defenderse. El libro funciona como un revés del cliché de la palabra grasa, como el otro lado del espejo.
–Los personajes que abordó producen una gran tracción cultural.
–No quiero ser exagerado, pero me parece que en algún sentido ellos son la cultura argentina. Son muy poderosos e influyentes, sí. Cada cual construye su propio palacio de vanidad o de lo que fuere, pero en el fondo forman una ciudad habitada por ese tipo de construcciones. Por supuesto que no hay acuerdos previos, e incluso puede haber antipatía entre ellos, pero conforman una masa crítica de una cultura vulgar que hace desear cosas: fama, dinero y sobre todo superioridad social. Hay algo tilingo en ese gesto plebeyo de superioridad social, en mirar por encima de alguien. Por supuesto que son mis observaciones: es un libro muy personal y no tengo evidencias físicas de que funcione exactamente como yo digo.
–¿Y qué pasa con otros tipos de culturas populares, no tan pegadas a la superioridad, al status, al consumo?
–Yo creo que sin popularidad estos personajes no podrían tener el poder que tienen. Pero no sé muy bien cómo se los consume; de hecho, yo los consumo, con reservas y objeciones, pero me considero un consumidor de la cultura popular o populista, que para este caso es lo mismo. Por supuesto que hay otras culturas populares, que funcionan como género: en el campo del rock, o de la literatura, hay como un modo más democrático de conformación; impera la propiedad distributiva, hay disensos, tensiones internas. Acá, en cambio, se trata de tipos que se cortan solos, que se postulan como gurúes en lo suyo y borran todo lo demás: Macri es el rey de la nueva política, Tinelli es el rey de la televisión, Bucay es el rey de la autoayuda. Ahora, sobre qué reinan, no sé. Sobre un castillo de aire, supongo, porque me parece que la celebridad tiene patas cortas.
“De cualquier manera, yo no tengo nada personal contra estos tipos, se imaginará”, avisa Becerra. “Simplemente me resultó atractivo escribir sobre ellos.” ¿Pero les tira tomatazos? “Sí, porque son personajes muy poderosos, y si voy a intervenir puedo permitirme hacerlo con cierta ironía: no está prohibido y me parece saludable. Tengo derecho, además, a ejercer una devolución sobre el espectáculo que nos dan. ¿Por qué no puedo hablar de ellos, que están todo el día metidos en mi casa, diciéndome cosas, tratando de convencerme de esto o aquello e incluso agrediéndome, muchas veces? Como escritor, el instrumento que tengo es sentarme a escribir. Porque además de la ironía me preocupo por argumentar. ¿Por qué sólo los sociólogos tienen que ocuparse de estas manifestaciones de la cultura? Al contrario de lo que me pasa cuando escribo literatura, donde no me importa qué lector voy a tener, acá intenté hacer un libro útil, sea para contribuir a pensar sobre estos fenómenos, o sea para que refuten mis ideas. Busqué cierta soltura y eludir la tensión del ensayista. Este libro es como mi excursión a los indios ranqueles, digamos.”
“Creo que el ensayista se apasiona por un tema y se pone a escribir”, sigue Becerra. “Pero qué pasa: en el momento romántico de la escritura el ensayista se repliega, se avergüenza de su yo. A mí me parece que acá había que sostenerlo. Aunque no los conozca personalmente se trata de personajes muy cercanos, que forman parte de mi vida cotidiana y del sistema de relatos públicos. A los escritores, en general, estos personajes nos parecen ‘poco’; por supuesto que me gusta escribir sobre Bacon o sobre Proust, pero me parece que con los recursos que tiene un escritor de ficción para construir sentido no está mal, cada tanto, si hay deseo de por medio, utilizarlos para este tipo de intervenciones. Ahora que lo terminé, lo tomo como un libro político escrito desde la literatura.”
–¿Y qué lo apasionó a usted?
–Lo que no se dice. Hay desdén por ejercer la crítica sobre los personajes de la cultura vulgar. Se hace eso de una manera pueril: “Este es un tarado”, “el otro es un reaccionario”. Rótulos, digamos. Y, en el mejor de los casos, una observación descriptiva. Me parece que había que profundizar un poco.
–¿Qué papel juega el nacionalismo en torno de estos personajes? Porque el tema aparece mucho en su libro.
–Lo nacional acá está puesto en relación al éxito: estos personajes encarnan “el éxito argentino”. Ahora: ¿nos gusta? Como a mí mucho no me gusta, quise ver qué podía saber al respecto. ¿Qué hay detrás? Siempre parece haber una biografía encantada: sufrimiento, privaciones y el batacazo. Me gustó ver cómo opera la máquina del éxito y dar con algunas pistas para empezar a discutir estas cosas. No me parece un mal ejercicio, no tiene que ver con el resentimiento o el reproche. Es sólo un ejercicio: pensar qué son.
–Pero eso no implica, por lo que trasluce el libro, que reniegue de la pertenencia a este país.
–Para nada, me encanta la Argentina y me siento totalmente argentino. Cuando las cosas no funcionan me hago mala sangre, como todo el mundo. Tampoco creo en esa mitología negativa en cuanto a que somos los peores del mundo: me molesta ese tono quejumbroso. Desde el punto de vista personal, el libro intenta salir de esa retórica quejosa: en vez de lamentarse y decir “uy, mirá los figurones públicos que tenemos”, ponerme a trabajar para ver qué cosas pueden sacarse en claro de estos héroes.
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