LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR Y GUIONISTA SERGIO BIZZIO
Entre diversos proyectos literarios y cinematográficos, acaba de publicar Era el cielo, una novela sobre la disolución de una pareja y los miedos de un hombre frente a la pérdida de la cotidianidad con su hijo.
› Por Silvina Friera
La novela arranca con una escena fuerte, desconcertante. El protagonista de Era el cielo (Interzona), de Sergio Bizzio, un guionista de televisión de cuarenta y tres años, separado y con un hijo, está empezando a convivir nuevamente con su ex esposa. Pero cuando regresa a su casa se encuentra con que dos hombres están violando a su mujer. Esta imagen inicial, la del testigo que no sabe qué hacer –si gritar o desviar la mirada ante el peligro–, paraliza tanto al personaje como si un niño acabara de golpearlo con la fuerza de un gigante. Lo que seguirá a ese estallido es un relato sobre la disolución de una pareja –que se despliega como una constelación de miedos, donde la punta engañosa del iceberg es la fobia a volar del protagonista–, sobre la angustia de un padre ante la pérdida de la cotidianidad con su hijo, sobre cómo las esquirlas de lo inesperado desgarran y deforman el velo de la normalidad. “La escena es impactante porque no se anima a intervenir; descubre, de pronto, que es un ser cobarde y abyecto”, plantea Bizzio a Página/12.
En la vereda del bar de Colegiales, donde transcurre la entrevista, una seguidilla de escenas absurdas, como si fueran la prolongación de Era el cielo, aporta una dosis de humor al calor pegajoso de la tarde. La mesa se tambalea a cada rato y el escritor ataja las botellas de agua mineral y los vasos. “Tiene un equilibrio más precario que yo”, bromea Bizzio, que disfruta del éxito de XXY (ver nota aparte), película de Lucía Puenzo basada en su cuento Cinismo, del libro Chicos, y de un presente con muchos proyectos cinematográficos. Un rottweiler deambula cerca de la silla del narrador, poeta y guionista. “No sé si es peligroso, o un chiste de perro peligroso. A ver si me confunde con otro escritor –ironiza–. Está cansado y aburrido, es muy parecido a mí.” Volviendo a la escena de la violación, confiesa que la escribió con mucha dedicación, no porque le resultara difícil, sino porque venía de una larga temporada sin escribir ficción, “sin mover un dedo”. “Había estado escribiendo guiones de cine, y volver a la literatura se me hizo desconcertante”, señala.
–¿El trabajo como guionista dificulta y contamina la literatura?
–No. La literatura y el cine son prácticas vecinas, pero lo mejor que uno puede hacer es mantenerlas separadas. Yo no siento ninguna contaminación entre una y otra, y mucho menos con la televisión, que es un lenguaje lineal.
–El personaje de Era el cielo dice que cuando empieza a escribir, lo único que tiene es una historia, que en ese sentido, escribir una historia es ya escribir. ¿A usted le pasa lo mismo?
–Al personaje de Era el cielo le gustaría escribir literatura y no puede. Es un guionista tipo, digamos: “piensa primero en una historia. Sin historia no hay guión”. El guión es parte del reino de la historia, algo que no sucede necesariamente en la literatura, ¿no? Yo muchas veces empiezo con la panorámica borrosa de un lugar en el que me sumerjo sin esperanzas ni de hacer foco, aunque con esa ilusión. Así empecé a escribir esta novela, con la idea de un hombre que llega a su casa y se encuentra con que dos tipos están violando a su mujer. Nada más. A partir de ahí tejí frases.
–¿Cómo trabajó en ese entramado?
–Como una arañita (risas). Era el cielo es una novela sobre la disolución de una pareja, pero también sobre la alteración de la cotidianidad entre un padre y un hijo. Lo más estimulante para mí fue narrar lo que estalla, lo que de pronto ya no tiene principio ni fin, la posibilidad de fijar la mirada en esa constelación de esquirlas hirientes en las que se convierte todo.
–Uno de los principales puntos de conexión de esta constelación es el miedo.
–Sí, es cierto. Recuerdo ahora esa frase de Hobbes: “Mi única pasión ha sido el miedo”. La novela es la puesta en escena de los miedos del protagonista, que son muchísimos, y que se acentúan después de la separación. Muchos de esos miedos están relacionados con el hijo, por supuesto. El dice que un hijo es una industria de producir terror, por lo menos en sus primeros años de vida. Tiene miedo de que se meta en el lavarropas, de que alguien lo maltrate, de que se atragante con la obra de teatro infantil que fueron a ver. Son miedos comunes a todos los que somos padres. Pero además él vio algo terrible sobre lo que no puede hablar. Hace apenas una semana que está de vuelta en su casa, para colmo, y empieza a darse cuenta de que todo es un error; no fue un error haber vuelto, sino que fue un error haberse ido, y ese error continúa ahora que volvió. Y está aterrado. No toca nada sólido con los pies. Lo único seguro es el amor que siente por su hijo y el amor que su hijo siente por él, pero a la vez él ya no es el mismo padre. ¿Cómo se hace para escribir eso? Bueno, hay que leer Era el cielo (risas).
–Daría la impresión de que en la novela hay un trabajo muy sutil y deliberado sobre cómo un miedo lleva a otro, como si hubiera un efecto “bola de nieve”.
–Me escuchaba hablar recién y pensaba: “Estoy dando la impresión de no saber adónde voy”. Y es verdad, tengo que reconocerlo. No tenía la menor idea de adónde iba. Pero hay algo que siempre tuve muy en claro: un miedo me va a llevar a otro. En ese sentido estaba como inspirado (risas).
–¿La paranoia es una puerta de acceso a la verdad, como plantea el personaje?
–No sé, dicen que un paranoico nunca se equivoca... El personaje de mi novela descubre que están violando a su mujer y no interviene. Tiene miedo de que la maten. Uno de los violadores tiene un cuchillo. Son más jóvenes que ella (un dato que puede ser espeluznante según quién lea) y son mucho más fuertes que él. Así que también tiene miedo de morir, y no interviene. No sé qué tiene que ver esto con la paranoia y la verdad, pero por primera vez en su vida siente que no es un ser abyecto. Justamente cuando más parece que lo es.
–A propósito del final de la novela, con la imagen de un chico que se relaciona con el padre en el aire, quizá la relación de los padres separados con sus hijos pareciera transcurrir como en el aire...
–Puede ser, en la novela sí. Pero esa idea apareció en la vida real, en un vuelo a España. Al lado mío iba sentado un chico de unos diez años, solo. De tanto en tanto uno de los pilotos salía de la cabina y venía y lo acariciaba, le preguntaba si estaba bien, si necesitaba algo. Me llamó la atención. En determinado momento el chico me dice que el piloto es su padre. Eso me tranquilizó mucho, por otra parte, porque a mí me aterran los aviones. Me dije: “Si el padre lleva a su hijo en este avión es porque el avión está bien”. El chico me contó que sus padres se habían separado un par de años atrás y que desde entonces él volaba a Madrid todos los fines de semana. El padre, en lugar de llevar a su hijo a jugar al fútbol o andar en bicicleta, lo llevaba a España. Era piloto, así que se relacionaba con su hijo en el aire. Eso me pareció estremecedor, tristísimo.
–¿Por qué el guionista quiere escribir literatura pero no puede?
–Quién sabe, ¿no? Porque ni siquiera es un escritor frustrado, simplemente no es un escritor. Lo único que tiene de escritor es la mirada, aunque eso no alcanza, por supuesto: además hay que escribir. Pero la verdad es que no sé por qué escribir, y mucho menos todavía por qué querer escribir si no se es un escritor.
–Uno de los personajes, Alejandrina, escribe poesía, pero uno de los poemas es tan malo que causa mucha gracia, o pena, según como se lo mire. ¿Es una burla a la solemnidad de la poesía?
–La solemnidad siempre es graciosa en algún punto. Y más todavía cuando se desarma, como en esa escena con Alejandrina, que está escribiendo un poema horrible sentada bajo un árbol, en el jardín, muy concentrada, y de pronto ve que llegan invitados. Se levanta y corre hacia ellos. Parece muy contenta de verlos. Pero a medida que se acerca va aminorando el paso. La sonrisa se le borra de la cara. Y cuando ya está a un metro de las visitas les dice: “Perdón, los confundí”. Me parece que la novela está llena de desvíos, de interrupciones y de saltos. Algunos de esos saltos son incluso en espiral, porque muchas veces, por seguir un cierto ritmo, me vi obligado a aletear en el aire. Pero bueno, ahí está la gracia.
–La figura del intruso es muy importante en su literatura. ¿Qué significan esos intrusos?
–No sé. Pero es cierto. Rabia, por ejemplo, está construida alrededor de un tipo que vive durante años encerrado en una mansión sin que sus dueños ni siquiera sospecharan de su presencia ahí dentro. Y aunque está escrita en tercera persona, lo único que registra el narrador es lo que ve el intruso.
–¿Será una marca generacional, o de época, el contexto de las dictaduras argentinas metiéndose de alguna manera en la ficción?
–No, no lo creo, me parece que esa marca no tiene muchas posibilidades conmigo.
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