LITERATURA › DIEGO SASTURAIN Y “EL TRIDENTE”, SU PRIMERA NOVELA
A la manera de Bartleby, el protagonista “preferiría no hacerlo”, pero termina enredado en la investigación de una secta. “El desafío fue escribir una novela sin trama”, señala el autor.
› Por Silvina Friera
Un joven periodista de espectáculos un tanto hipocondríaco, especie de “Woody Allen rioplatense”, se mira en el espejo un sábado a la mañana y descubre que un chorro de sangre comienza a brotar de su nariz. Mientras intenta frenar la sangre con un bollito de papel higiénico, observa que debería cortarse el pelo, que está más flaco, que la nuez de Adán se le marca más que en otros momentos, que debería ir al médico y hacerse un análisis de sangre. Quizás esté anémico. Recuerda a su abuelito, que le decía que parecía “un arbolito doblegado o torcido”, y piensa que tendría que hacer algo, tal vez afeitarse o limpiar el baño. Pero aunque intenta concentrarse, no hay nada que hacer, se vuelve a acostar e intenta dormir. En El tridente (Mondadori), primera novela de Diego Sasturain, el personaje va envolviendo al lector, a fuerza de introspección, digresión y apatía –“preferiría no hacerlo”–, como si fuera un pariente lejano de Bartleby. Desde que recibe de manos del doctor López un casete sobre una secta hasta que lo escucha, el amigo Hernán y sus peripecias con Noelia y la incesante máquina de pensamientos del protagonista demorarán la investigación de la misteriosa secta. “Quería escribir sobre alguien que no puede parar de pensar, pero que al mismo tiempo no puede pensar en nada. El desafío fue escribir una novela sin trama”, plantea Sasturain en la entrevista con Página/12.
–¿Qué encuentra en la digresión como mecanismo narrativo?
–Opera en contra de la idea de eficacia, de una trama eficaz y con resultados oclusivos, procedimientos que están muy instalados en la literatura. No creo que la digresión tenga un valor en sí mismo, a mí me resulta natural. Intenté producir una especie de achatamiento de aquellos acontecimientos que podrían ser significativos o que permitirían que una trama avanzara, mientras que los acontecimientos triviales están resaltados. La idea era darle relieve a lo irrelevante, a lo repetitivo.
–El personaje se toma su tiempo para escuchar el casete sobre la secta, prefiere no verlo hasta que no le queda otra alternativa. ¿Esta indiferencia fue deliberada?
–Sí, Bartleby es una referencia en ese sentido, hay una actitud clara del personaje de sustraerse de lo real, de las obligaciones laborales, de la urgencia, de la idea de carrera y aspiraciones; todo eso está muy desviado y envuelto por esa maraña del presente continuo de su pensamiento, que no lo lleva a ninguna parte.
–En el primer capítulo de la novela, el personaje, fascinado con las manos del pianista, establece una relación entre dedos, teclas, un sistema mecánico y la emoción. ¿Cómo sería la emoción que produce un novelista? ¿Habría un objeto como el dedo sobre la tecla del piano?
–Hay un dedo sobre la tecla de la computadora...
–Pero no parece que sea igual.
–No sé si es tan distinto... Hay un acto físico de escribir que es importante. Me parece bastante análogo, pero muchas veces uno va escribiendo y el sentido se va revelando poco después. No hay una relación lineal entre la intención y el plan de escritura y lo que uno termina escribiendo.
–Quizá no sea análogo porque el espectador puede ver los dedos del pianista en el mismo momento en que se produce la emoción: el lector no puede ver los dedos del escritor cuando golpea las teclas de la computadora, la emoción es posterior.
–Sí, pero sería terrible que me vieran escribiendo. Escribir en público sería espantoso, aunque no faltará algún productor que se le ocurra hacer un reality show de escritores para ver quién termina primero la novela (risas).
–¿Cómo se genera la emoción en el lector?
–No sé, no es algo que haya pensado. Hay textos que a uno lo conmueven, y si conoce algo de la biografía del escritor o ha leído reportajes, puede tender a mitificar un poco lo leído. A mí no me interesa el fetiche del autor, pensando y escribiendo en su entorno, aunque hay textos que están muy marcados por ese interés.
–¿Por qué cuando una novela tiene un narrador en primera persona inmediatamente se busca establecer vínculos con la biografía del escritor?
–Tal vez esté ligado a fenómenos como el blog, donde no está la mediación del libro entre el autor y el lector. Quizá sea una transposición de una manera de circulación de los textos a otra. Obviamente que cada uno tiene su biografía, eso es innegable, y no se puede escribir de algo con lo que no se tiene el menor contacto o idea. Aunque sería un buen experimento escribir una novela de médicos y no saber nada de medicina.
–En este sentido, resulta una gran ironía que al personaje lo inviten a un asado y que tenga que transformarse en el asador, cuando parece que no sabe o no le interesa.
–No se sabe si sabe hacer el asado, yo tampoco lo sé.
–¿Pero en un momento se va?
–Sí, porque tiene que ir a pensar un poco (risas).
–¿Se burla de este cliché que aparece en películas como El asadito?
–Sí, en alguna medida. A mí no me gusta el asado, no me engancha, aunque últimamente aprendí a hacerlo. El asado es una especie de ritual comunitario en el que una figura central, el asador, hace algo por los demás, cocina para los otros. En la novela, al menos el personaje logra ponerse a hacer algo, aunque no sabe si le sale bien.
–En una de las solapas del libro, en apenas cuatro líneas se presenta su biografía con una sencillez y brevedad que no suelen abundar entre los escritores, más proclives a sobredimensionar sus datos biográficos, como detallar los libros que estarían por publicar. ¿Por qué decidió presentarse de esa manera?
–No quería poner tanto, realmente no hay muchas otras cosas que me interese contar de mí mismo, más allá de que nací en 1972 y que trabajé como periodista, guionista y productor de televisión. Damián Tabarovsky hace un chiste y dice que está preparando un libro de Marcel Duchamp desde su primera novela. Poner que tenés varios libros en preparación es indemostrable, ¿no?
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