Jueves, 8 de mayo de 2008 | Hoy
CINE › CORDERO DE DIOS, OPERA PRIMA DE LUCIA CEDRON, CON MERCEDES MORAN Y JORGE MARRALE
Perteneciente al grupo de películas que remiten a la última dictadura militar, el primer largo de Cedrón tiene el carácter de un deseo imposible o de un duelo en tránsito: el de una sociedad que quiere que algunas heridas cierren, pero no a cualquier costo.
Por Juan Pablo Cinelli
Dirección: Lucía Cedrón.
Guión: Lucía Cedrón y Santiago Giralt, con colaboración de Thomas Philippon Aginski.
Intérpretes: Mercedes Morán, Jorge Marrale, Leonora Balcarce, Malena Solda, Juan Minujín, María Izquierdo.
El teléfono suena un par de veces, pero Guillermina deja que el contestador se encargue. La voz de su abuelo Arturo insiste en ser atendida, y cuando ella lo hace se entera de que lo han secuestrado. Y que quieren cuatrocientos mil dólares para liberarlo. Residente en Francia desde su exilio a fines de los ’70, Teresa, la hija de Arturo, viaja a Buenos Aires para colaborar con su propia hija en tan oscura situación, aunque los problemas de comunicación entre ellas sean evidentes. Teresa no parece muy conmovida por el secuestro de su padre y hasta le confiesa a una vieja amiga que a veces prefiere que muera. En paralelo, una serie de flashbacks compuestos con retazos de la memoria de los tres protagonistas irán echando luz, sin orden, sobre el origen de tanta distancia. En estos recuerdos se convoca la ausencia de Paco, padre, esposo y yerno, para reconstruir sus últimos días como víctima de los años en que una sangría subterránea contrastaba con el pueril fervor desatado por el Mundial ’78. De un modo no exento de dolor, aquellos también podrían ser los últimos días felices de Guillermina (Leonora Balcarce), Teresa (Mercedes Morán) y Arturo (Jorge Marrale).
Perteneciente al grupo de las películas que atraviesan los años de plomo de la última dictadura militar en la Argentina –a esta altura casi un subgénero–, Cordero de Dios, de la debutante Lucía Cedrón, propone un drama dentro de otro. Como las mamushkas con las que juega Guillermina en su infancia, el horror no deja de ser uno y único, corregido y aumentado en sus propias causas y consecuencias. Al modo de un mosaico compuesto de pequeños objetos, imágenes o canciones, el pasado se va alineando al presente a través de aquellos fragmentos que de a poco comienzan a encajar, hasta que la narración deja de ser la de dos historias en paralelo para reacomodarse sobre una única línea de tiempo, una como continuación inevitable de la otra.
Debe decirse que la ópera prima de Cedrón tiende a la interrogación más que al juicio abierto, del mismo modo en que apela menos a la revancha que a una esperanza que no implica olvido, y en eso es explícita: hay cosas que no se arreglan ni hablando, aunque por no hablarlas tampoco dejan de existir. Y si su película ofrece una versión que compromete una mirada crítica sobre aquella atroz circunstancia histórica, proyectando sus secuelas sobre un marco social de urgente actualidad, además consigue captar la atención del espectador, generando el deseo de llegar hasta el final del relato sin revelar su secreto antes de tiempo y manteniendo la línea dramática a prudente distancia del melodrama (aunque a veces alcance a rozarlo). Todo sin caer en el didactismo o en excesos panfletarios, desde una ficción cuyo primer mérito es ser convincente, tanto desde lo narrativo como de un elenco sobrio y sólido.
Cedrón prefiere ver en su propia creación el vaso a medio llenar: la película se permitirá un final más luminoso de lo que todo lo anterior hacía presagiar, obsequiando a sus personajes con segundas oportunidades que muy pocos han tenido (y tienen) en la realidad. Entonces es posible que Cordero de Dios tenga el carácter de un deseo imposible o de un duelo en tránsito; el de toda una sociedad que quiere conseguir que algunas heridas cierren, que algunos dolores por fin pasen. Pero no.
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