CINE › STEVEN SODERBERGH PRESENTO SU MONUMENTAL RETRATO DEL CHE GUEVARA
A lo largo de casi cinco horas, el director estadounidense consigue evitar el ridículo de otros intentos, pero en su film no parece haber una razón de ser profunda. La francesa La Frontière de l’aube puso algo de polémica en la competencia.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Después del Maradona by Kusturica, llegó finalmente a Cannes el Che by Soderbergh. Y llegó in extremis, con las primeras copias aún calientes del laboratorio, sin siquiera títulos de crédito, ni al comienzo ni al final, en el que se escucha –después de la muerte del Che, con la pantalla en negro– la zamba de “Valderrama” por Mercedes Sosa. Son cuatro horas cuarenta y seis minutos divididas en dos partes, más intervalo, durante el cual tanto en la función de gala como en la de prensa –que se hicieron simultáneamente, con el frac y los jeans mezclados en los pasillos del Palais– la producción de la película se ocupó de distribuir (seguramente imbuidos por el espíritu socialista de la velada) un kit de supervivencia alimentaria: una bolsa con un sandwich, un chocolatín y una botella de agua mineral.
Salvo algunas experiencias aisladas y marginales al cine industrial (el Diario del Che en Bolivia del documentalista suizo Richard Dindo, o El día que me quieras, film-ensayo de Leandro Katz), el Che nunca tuvo demasiada suerte con el cine. Y no se puede decir que el largo fresco concebido por Soderbergh y protagonizado por Benicio Del Toro pueda cambiar del todo ese destino. Tampoco es cuestión de condenar la película de antemano. Nada hay en este Che del ridículo que hicieron Omar Shariff y Jack Palance cuarenta años atrás, cuando se calzaron las barbas de Guevara y Fidel Castro. Ni impera la estética naïf de los Diarios de motocicleta, de Walter Salles. Durante todo su desarrollo, la película de Soderbergh se esmera por ser siempre sobria, prolija, bien documentada, por no dar ningún paso en falso. Pero se le nota demasiado ese esfuerzo, ese profesionalismo, ese despliegue de producción, que insumió –según consigna la edición de ayer de la revista Variety– 61,5 millones de dólares que ahora están en riesgo, porque el film obviamente está hablado en castellano (y el mercado estadounidense no tolera los subtítulos) y la película dura demasiado.
No sin astucia, el film de Soderbergh –escrito por Peter Buchman, con asesoramiento de John Lee Anderson, autor de la biografía más versada del Che– evita deliberadamente caer en el clásico biopic. Su estructura es binaria: la primera parte se ocupa del triunfo militar que hizo posible la revolución en Cuba y la segunda, de su fracaso en la selva boliviana. El yin y el yang revolucionario, la luz y la oscuridad. En la primera parte, Soderbergh utiliza el recurso que ya le dio resultado en Traffic: acciones simultáneas, que llevan vertiginosamente de México a La Habana pasando por Nueva York (el famoso discurso del Che en las Naciones Unidas) y van y vuelven en el tiempo: 1957, 1964, 1959... A pesar de este puzzle narrativo, es en esta sección donde el film se revela más académico, más convencional, con un esfuerzo excesivo de Benicio del Toro no sólo por conseguir el acento argentino-cubano (que pocas veces logra) sino también por parecer verosímil sin ser acartonado. La segunda parte, en cambio, al concentrarse en la experiencia boliviana, en los cientos de días y noches del Che y su grupo guerrillero en la espesura del monte, obliga a la película a ser más austera, a compartir algo del rigor de la vida de los personajes, lo cual la vuelve más creíble. Pero ese esfuerzo no alcanza para justificar una película que, más allá del fugaz impacto mediático que pueda provocar aquí en la competencia de Cannes, no parece tener una razón de ser profunda y verdadera.
Por el contrario, aun en su amaneramiento expresivo, en su arrogancia, La Frontière de l’aube, de Philippe Garrel –segundo largometraje francés en concurso después de Un conte de Noël, de Arnaud Desplechin– es un film genuino, auténtico, que parece responder a una motivación muy personal de su director, quien además se permite dialogar con la historia del cine. El realizador de Inocencia salvaje (el único de sus largometrajes estrenado comercialmente en Argentina, donde también se ha visto bastante, fuera del circuito comercial, Los amantes regulares, sobre Mayo del ’68) vuelve a trabajar en un blanco y negro muy contrastado, que suele ser una constante en su cine. Pero aquí, a diferencia de una marca de época, como podría ser su filiación con la nouvelle vague o su vinculación con el Mayo rabioso de hace cuatro décadas, el blanco y negro responde en cambio a la naturaleza fantástica, espectral, del relato.
François (Lois Garrel, hijo del director) y Carole (Laura Smet, hija de Nathalie Baye y Johnny Hallyday) se enamoran perdidamente, pero detrás de su hipersensibilidad de actriz ella esconde una naturaleza inestable, autodestructiva, que la lleva al suicidio. Tiempo después, cuando François crea haber vuelto a enamorarse de otra mujer, Carole volverá no sólo en sus sueños, en esa “frontera del alba” de la que habla el título del film, sino también en apariciones cada vez más frecuentes frente a su espejo, en la que lo reclama al reino de los muertos. Esta fractura de la realidad –que provocó una guerra de silbidos y aplausos al final de la proyección– se da de una manera muy particular en el film de Garrel, como si el film todo, ambientado en la actualidad, de pronto sucumbiera bajo el romanticismo alemán y su guía fuera el cine de ese maestro del cine mudo que fue Friedrich W. Murnau. Aquí hay lo que siempre debería haber en un festival de cine y parece cada vez más escaso: belleza y riesgo.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux