CINE › LA LEON, DE SANTIAGO OTHEGUY, UNA HISTORIA DE DESEO Y VIOLENCIA
El director argentino, residente en Francia, ofrece con demora involuntaria su largometraje premiado en el Festival de Berlín, en el cual se interna en un universo enmarañado, hecho de juncos, riachos y silencios.
› Por Horacio Bernades
LA LEON
Argentina/Francia, 2007.
Dirección y guión: Santiago Otheguy.
Fotografía: Paula Grandío.
Música: Vincent Artaud.
El cine argentino se asoma a lo salvaje. En La rabia, Albertina Carri asalta los sentidos del espectador con carneo de cerdos, violentos entripados y fornicaciones bestiales, en el interior de la pampa gaucha. En Leonera, Pablo Trapero hace despertar a una chica de clase media en medio de un charco de sangre y la mete en una cárcel, suerte de mundo paralelo que terminará siendo el suyo. Ahora, en La León, Santiago Otheguy se adentra en las profundidades del Delta del Paraná, hallando allí un universo enmarañado, hecho de juncos, riachos y silencios. Un mundo en el que no hay escuela, hospital o intendencia a la vista. Un mundo en el que se patotea a los homosexuales, se roba leña y se discrimina a los cabecitas negras. Un mundo que termina de manera parecida al de La rabia: con un disparo seco y lapidario.
Curiosamente, de las tres, La León es la más “vieja”. Coproducida con capitales franceses, la ópera prima de Otheguy (Buenos Aires, 1973) se exhibió, a comienzos del año pasado, en la sección Panorama del Festival de Berlín, donde recibió un premio Teddy, galardón destinado a las películas de temática homosexual. Después anduvo largamente por festivales, pasó por el Bafici 2007, se estrenó en varias capitales europeas y ahora, tras una serie de postergaciones, llega finalmente, con cuatro copias, a las salas de estreno argentinas. En menos de 80 minutos y reducida a sus mínimos elementos, La León observa cómo crece la tensión entre dos personajes opuestos. Alvaro (Jorge Román, protagonista de El bonaerense) es un junquero retraído, que en los ratos libres y como modo de sumar unos pesos, encuaderna libros para una biblioteca de las inmediaciones. Cuando ve a algún vecino en cueros, prefiere mirar para otro lado, seguramente para evitar problemas.
Frente a él, El Turu (Daniel Valenzuela, uno de los secundarios más consecuentes del nuevo cine argentino) es lo que la jerga policial-delincuencial definiría como poronga de la zona. Maneja una lancha colectiva, dirige el equipo de fútbol, discursea después del asado y, sobre todo, arenga a los suyos en contra de lo que llama los misioneros, forasteros bajados de esa provincia, que aparentemente andarían robando madera ajena. El Turu empieza mirando ladeado a Alvaro, más tarde lo provoca en público y finalmente lo viola en unos matorrales, con esa densa asociación entre placer y castigo que caracteriza el deseo del homosexual homofóbico. En este sentido, el título de la película es altamente insidioso: con sólo cambiar un artículo, el Turu, que maneja una lancha de la línea El León, pasa a ser La León. Como quien dice La Cacho.
A diferencia de Carri, que expone la violencia rural con agresividad filopunk, y de Trapero, que aborda el mundo carcelario no como infierno sino como aprendizaje, Otheguy encara este universo insular desde el distanciamiento. Un distanciamiento impuesto antes que nada por el dispositivo visual de alta definición, en un blanco y negro que inevitablemente abstrae, arrancando esta galaxia acuática de lo real-reconocible. La deslumbrante, pictórica fotografía de Paula Grandío lleva este programa estético a su punto más alto, con unas brumas que arriman el Delta al Sena de Cartier-Bresson. Sumando bouquet francés, el impresionismo musical de Vincent Artaud redondea el procedimiento de distanciación impuesto por Otheguy, quien parecería que no por casualidad vive en París desde hace años. Si este dispositivo puede parecer al borde de cierto esteticismo de qualité, varias decisiones de puesta en escena impiden que La León caiga del otro lado.
Por un lado está el modo en que Otheguy transmite el tempo y el modo del lugar, hecho de aguas estacionadas, barrosas. Sobre el río, los travellings son siempre lentos y cadenciosos, incrementando la tensión larvada con cada metro recorrido. En la banda de sonido todo es silencio, quebrado apenas por algún graznido aislado. En tierra, la cámara permanece inmóvil, atisbando siempre a distancia y a veces entre puertas entornadas, como si ese mundo áspero no terminara de aceptar su presencia. En el elenco, junto a los económicos, precisos Román y Valenzuela, brillan actores no profesionales, de esos cuyos rostros, gestualidad y fraseo no hay escuela que pueda imitar. Entre ellos, José Muñoz, el viejito que hace de padre sustituto de Alvaro y habla siempre entre dientes, y los dos misioneros que estudian primero al Turu y llegan luego en medio de la noche, los rostros en sombra, imponiendo una justicia poética que no sabe de diplomacias.
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