CINE › WALL-E, OTRA PELíCULA INOLVIDABLE A CARGO DE LA FACTORíA PIXAR
Haciendo gala de ese maridaje entre las tradiciones más fructíferas y los avances más radicales que caracteriza al estudio de Toy Story, Buscando a Nemo y Monsters Inc., WALL-E es su película más audaz, en términos éticos y estéticos.
› Por Horacio Bernades
Ubicada en un planeta Tierra devenido basurero universal, protagonizada por un oxidado robotito recolector de residuos, con una cucaracha por mascota y un robot asesino de última generación por objeto amoroso, con 40 o 45 minutos iniciales casi enteramente mudos y 40 o 45 finales en presencia de una humanidad obesa y discapacitada, WALL-E es no sólo la película más audaz (tanto en términos éticos como estéticos) generada por ese laboratorio de avanzada que lleva el nombre de Pixar, sino, sin duda, una de las fábulas más extremas y provocadoras que Hollywood haya producido en décadas. Claro que esta descripción es intencionadamente parcial, porque en medio de esa gigantesca desolación el robotito WALL-E se las arregla para ser uno de los seres más enternecedores que se hayan visto en mucho tiempo, la película entera puede verse como una love story tanto o más naïf que Luces de la ciudad, y todo termina con un final esperanzador. Lo cual no debe leerse como calculada fórmula marketinera sino que expresa, muy por el contrario, una visión no excluyente, según la cual se puede decaer hasta casi expirar y, sin embargo, mantener las esperanzas bien arriba.
Carteles de una corporación llamada Buy’n Large (que suena a “Compre mucho”) dominan el horizonte. Lo que se ve es el residuo de una megaurbe, una posible Nueva York del futuro. En medio de una neblina de tonos ferrosos corren ríos de aceite industrial y se alinean esqueletos de edificios vacíos. Los desechos son montaña y parecerían divisarse rascacielos. Se trata, en verdad, de pilas de basura compactada. El que las compacta es WALL-E, especie de cocinita herrumbrada, que funciona en base a energía solar. Del cuerpo de la cocinita salen, hacia arriba, un par de binoculares, y hacia abajo, dos ruedas de tractor. Robinson Crusoe del siglo XXVIII, el latoso WALL-E es un Sísifo que, de la mañana a la noche, no deja de hacer honor a su nombre-sigla. Traducido, sería algo así como “Recolector y Apilador Terrestre de Pilas de Desperdicios”.
Tratándose de la especie con más sobrevida del planeta, es lógico que el Viernes de este Robinson sea una cucaracha. Y nada de cucarachas estilizadas y de colores, a la Disney: ésta tiene alitas y antenas y no canta, baila ni hace chistes. Acompaña a WALL-E a todas partes, eso sí, y se percibe que el dueño la quiere tanto como un chico a su perrito. WALL-E es dueño de unos ojos enormes, tristones, tan expresivos como los de E.T., a quien también su cuerpo retacón recuerda. Pero hablar, no habla. Sin embargo, como su antecesor R2–D2, puede llegar a emitir sonidos que semejan la lengua humana. Así podrá comunicarse con EVE (“Evaluadora de Vegetación Extraterrestre”), una robotita blanquísima y aerodinámica, recién caída sobre la Tierra, que se desplaza flotando, dando la impresión de ser un Casper marca Braun.
Lejos de todo estereotipo romántico, EVE anda armada, y al menor movimiento pulveriza todo lo que se mueva a su alrededor. Pero bastará que el caballerazo de WALL-E (que aprendió a besar mirando sin parar una vieja grabación del musical Hello, Dolly!) la agasaje a la antigua, obsequiándole sus más preciados oldies (un cubo mágico, un Zippo, una lamparita eléctrica, la versión de Louis Armstrong de “La vie en rose”) para que la soldado EVE deponga las armas. Coescrita y dirigida por Andrew Stanton (coguionista de varios clásicos de la casa, desde Toy Story 2 hasta Monsters Inc., y realizador de Buscando a Nemo), la película de Pixar que WALL-E más recuerda, por su minuciosa, maniática construcción de un mundo completamente autónomo, es Monsters Inc. Como allí, la antropomorfización está sumamente filtrada. Contrariamente, la humanidad que WALL-E y EVE terminarán descubriendo se parece poco a sí misma. Aunque sea, paradójicamente, el destino más lógico que la ciencia ficción reciente haya imaginado para el presente de la humanidad.
Grandotes y gordos como bebés hipertróficos, en ese siglo XXVIII los seres humanos, tras siglos y siglos de sedentarismo, ya no pueden ni mantener la vertical. Se desplazan en sillones móviles, sorben bebidas con pajitas y viven en una gigantesca nave-resort-campo de concentración. Verdadero planeta cinematográfico que atrapa al espectador desde la primera imagen (más posiblemente al adulto que al niño, vale aclarar), WALL-E lleva a su consumación el maridaje entre las tradiciones más fructíferas y los avances más radicales, que Pixar siempre representó. Si esta nota está plagada de referencias, cinematográficas y de las otras, es porque como su héroe, Stanton, y el coguionista Jim Reardon procesaron y compactaron la entera producción cultural humana con entusiasmo alegre e industrioso, obteniendo de allí lo menos parecido a la basura que pueda concebirse.
Dada esa verdadera bulimia creativa, es lógico que WALL-E se cierre con una antológica secuencia de créditos, en la que la historia contada en la hora y media previa es releída a la luz de todas las escuelas pictóricas, de Altamira a Picasso. Secuencia de créditos que hasta tiene guionista propio (Jim Capobianco) y que, sumada al corto previo (una joyita cómica de 5 minutos, llamada Presto) hacen de WALL-E el mejor programa cinematográfico que la humanidad pueda ofrecer, antes de convertirse definitivamente en un gigantesco depósito de desperdicios.
9-WALL-E
EE.UU., 2008.
Dirección: Andrew Stanton.
Guión: A. Stanton y Jim Reardon.
Fotografía: Jeremy Lasky y Danielle Feinberg.
Música: Thomas Newman.
Diseño de producción: Ralph Eggleston.
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