CINE › CLAUDE CHABROL HABLA DE UNA MUJER PARTIDA EN DOS, SU PELíCULA NúMERO 54, A LOS 77 AñOS
El autor de La ceremonia vuelve a diseccionar el mundo de la burguesía de provincias a través de otra de sus clásicas comedias negras. “Estoy convencido de que no hay más que dos clases de personas: los burgueses y los que quieren llegar a serlo”, afirma.
› Por Noelle Demichet
A los 77 años, Claude Chabrol sigue derrochando una energía que lo hace aparecer como si tuviera medio siglo menos. No sólo porque filma sin solución de continuidad, a un ritmo de una película anual, sino porque parecería disfrutar como un chico, tanto de los rodajes como de las entrevistas. A estas últimas, es común que el célebre auteur de Los primos, El carnicero, Un asunto de mujeres y La ceremonia llegue tarde, las más de las veces porque la sobremesa se le hizo larga. Gourmande y bromista legendario, instalado frente al entrevistador lo primero que hace es echar por tierra cualquier recelo con algún chiste inspirado, y enseguida se entrega a la entrevista con curiosidad casi infantil. Se hace preguntas en voz alta e improvisa cada una de sus respuestas, sin apuros de agenda, plenamente entregado al pensar chispeante que lo caracteriza.
En esta ocasión, Chabrol se prestó al diálogo en ocasión de presentar su film más reciente, Una mujer partida en dos. Opus 54 de su obra, en ella el realizador de Niña de día, mujer de noche vuelve a diseccionar el mundo de la burguesía de provincias, con la clase de comedia negra o vaudeville criminal en los que últimamente se viene especializando. Lejanamente inspirada en un famoso suceso policial que tuvo lugar a comienzos del siglo pasado, la mujer del título es Ludivine Sagnier, bomba blonda y veinteañera con la que el cine francés intenta darle forma, desde la década pasada, a una Bardot del siglo XXI.
Tras habérsela visto “en carne viva” en películas como La piscina y La petite Lili y, ya más abrigada, en la reciente Un secreto, en Una mujer partida en dos a la divine Ludivine le toca un papel de chica más inteligente y astuta que la mayoría de las anteriores. Una chica chabroliana, para decirlo de una vez. Alrededor de Sagnier revolotean en Una mujer partida en dos dos actores favoritos del director: el veterano François Berléand (que en La comedia del poder hacía de marido de Isabelle Huppert) y Benoît Magimel, que visita por tercera vez el universo Chabrol, luego de La flor del mal y La dama de honor.
–Una mujer partida en dos se inspira en un caso famoso de la crónica policial, ¿no es cierto?
–Sí, un hecho ocurrido a comienzos del siglo XX. Stanford White, célebre arquitecto de Manhattan, diseñador del Madison Square Garden y reconocido mujeriego, fue asesinado por el marido de una de sus amantes, una mediocre actriz de varieté llamada Evelyn Nesbitt.
–Otras películas ya habían hecho referencia a ese caso.
–Sí. Ragtime, por ejemplo (tanto la novela de Doctorow como la película de Milos Forman). Y hay una enteramente dedicada al tema: The Girl in the Red Velvet Swing (N. de la R.: en Argentina se estrenó con el título El escándalo del siglo), un film de mediados de los ’50, dirigido por Richard Fleischer e interpretado por Ray Milland, Joan Collins y Farley Granger.
–¿Qué lo hizo interesarse en ese caso?
–Le aclaro que llegué a él de manera indirecta. Con Cécile Maistre, que además de mi hija es mi asistente de dirección desde hace tiempo, y con quien nunca antes habíamos escrito un guión, desarrollamos primero el personaje de la chica, que para mí es el corazón del asunto: una muchacha que no sigue caminos prefijados, que decide su propio destino. Una vez establecido el personaje, necesitábamos una intriga. Allí recordé el caso de Stanford White y Evelyn Nesbitt.
–¿Qué lo hizo volver sobre aquel hecho?
–Básicamente, lo que le dijo el marido a la policía, después de asesinar al amante de su mujer: “Acabo de matar al hombre que pervirtió a mi mujer”. Curiosamente, del hecho original, lo único que reprodujimos literalmente en nuestro guión es esa frase, que me parece vertiginosa. A partir de allí rescatamos otros componentes del caso Stanford White, para asimilarlos en la historia que queríamos contar.
–¿Qué libertades se tomaron usted y Maistre en el guión, en relación con la verdadera historia?
–La trajimos al presente, donde nos parece incluso más pertinente que en el momento en que sucedió. Elegimos como marco la ciudad de Lyon, ya que allí está radicada una fuerte industria farmacéutica, y la alta burguesía del ramo me despierta interés. En cuanto a los personajes, en el caso real el marido de la chica era hijo de un fabricante de autos, y aquí es heredero de un importante laboratorio farmacéutico. La chica ahora es meteoróloga de noticieros de televisión y el arquitecto veterano siguió siendo veterano, pero ahora se trata de un novelista consagrado.
–En Una mujer partida en dos usted vuelve sobre su ambiente predilecto, el de la burguesía de provincia.
–Es que, a esta altura de las cosas, ésa es la única clase social que queda. Hace tiempo que estoy convencido de que no hay más que dos clases de personas: los burgueses y los que quieren llegar a serlo. Por eso es que ya no existe la lucha de clases: los que están afuera quieren entrar, eso es todo. Así que cuando me señalan que soy crítico de la burguesía, yo pienso más bien que lo que hago es un simple llamado al deber. El hecho de ser la única clase genera deberes...
–¿Podría hablarse de subclases de la burguesía?
–Eso sí. En Una mujer partida en dos aparecen varias, tal vez todas las que hay. A ver: está la hiperburguesía que representan los propietarios farmacéuticos; la burguesía media, encarnada por la mamá de la chica; la burguesía mediática (la gente de la televisión); la burguesía de negocios (los de la industria editorial) y lo que en Francia llamamos burguesía bobo (los burgueses bohemios), representada por el escritor.
–¿Ya no puede aspirarse a una definición única de la burguesía?
–Sí que es posible. Básicamente la sigue definiendo el culto de las apariencias, el vivir en estado de representación. Yo intento mostrar esto en las escenas que transcurren en restaurantes. Si se fija, va a ver que en esas escenas los personajes no comen. Lo importante es cómo y dónde se sientan, la manera en que se ubican en relación con el resto de los comensales. El otro modo en que aludo a esta pasión por la representación es a través de una multiplicación de espejos. Cada mañana, al levantarse, esta gente se mira al espejo y adopta una máscara.
–Lo cual nos remite al título de un film anterior.
–Ah, sí, Masques, claro...
–Como de costumbre, usted dedica una mirada feroz a varios de los personajes.
–La propietaria del laboratorio y su hijo viven en un estado de crispación permanente. Lo cual es comprensible, porque su supervivencia económica no está asegurada. El hijo es esquizofrénico. Pero, bueno... todos los hijos de grandes burgueses lo son, de un modo u otro. El novelista es un bon vivant, trata de aprovechar la oportunidad de obtener placer. Lo cual no lo vuelve particularmente antipático...
–¿Y la chica?
–Gabrielle es una persona íntegra, pero tiene la tentación de dividirse. De allí el título: ella está partida entre dos hombres, que representan dos mundos opuestos. La verdad, entre nosotros, debo confesarle que estoy muy contento con el título (risotada). Me gustó tanto que después me vi obligado a inventar toda esa historia del mago, para poder justificarlo. Gabrielle es un ser puro, pero al mismo tiempo es una arribista, tratando de hacer carrera en televisión. También en ese sentido está partida en dos.
–¿Por eso el apellido Deneige? (N. de la R.: Deneige es traducible por “Denieve”.)
–Bueno, eso es un secreto que no pienso develarle (nueva risotada).
–Hablando de Masques, allí usted trataba el mundo de la televisión. Aquí vuelve a hacerlo, con un bisturí en la mano.
–Yo diría que muestro la televisión tal como es fuera de cámara, con ese fondo verde sobre el cual el presentador del noticiero hace gestos en el vacío. Lo que me interesaba, como en Masques, era mostrar ese mundo como un universo de trucajes, lo cual remite al mundo de falsas apariencias en el que los personajes están inmersos.
–¿Y qué puede decir sobre el mundo editorial, cuyo funcionamiento también se ocupa de destripar?
–¡Desde hace unos años noto que un cuarto de los libros que se publican no cuentan otra historia que no sea la del culo de la gente! Lo cual encaja perfectamente con el personaje del escritor, Charles Saint-Denis, que es ligeramente erotómano. Usted sabe que cuando me planteé que el papel lo hiciera François Berléand, que es un actor estupendo pero un señor mayor, me pregunté si resultaría creíble que saliera con una de 25. Hasta que me acordé de alguien al que conocí bien, y que era calentón como un conejo: el novelista Romain Gary. Más tarde pude comprobar, finalmente, que el propio Berléand se parece mucho al personaje de Saint-Denis. Eso me tranquilizó.
–Filmando a razón de una película por año, ya debe haber una próxima, ¿no?
–Sí, finalmente logré llegar a un acuerdo con Dépardieu y encontramos un argumento. Es una historia que pudo haber escrito Simenon, basada en otro caso de la crónica policial, que tuvo lugar unos años atrás en la ciudad de Toulouse. Un tipo se hizo pasar por muerto, para cobrar el seguro. Habrá referencias a Brassens y Paul Valéry. Hay una frase de Valéry, en la que habla de la “no inmortalidad” de las civilizaciones, que siempre me marcó. Estoy convencido de que estamos viviendo la etapa final de una civilización. La gente se da cuenta, pero se hace la distraída.
Selección, introducción, traducción y notas: Horacio Bernades.
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