Dom 27.07.2008
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CINE › HIGH SCHOOL MUSICAL: EL DESAFIO Y LOS SUPERAGENTES: NUEVA GENERACION

Espejo del país jardín de infantes

En una sociedad que tuvo como imaginario de felicidad el mundo de Enrique Carreras y Palito Ortega, el nuevo cine argentino de masas (que son cada vez más exiguas) amalgama viejos prejuicios con los oportunismos políticos y comerciales de siempre.

› Por Mariano Blejman

Si la identidad es una construcción que se relata –como suele decir Néstor García Canclini–, el panorama es bien sombrío. Los dos flamantes estrenos del cine nacional para explotar las taquillas durante las vacaciones de invierno son una apuesta (otra más) a retratar una sociedad que pareciera vivir en otro lugar, lejana, superflua, distante. O, para simplificar: si el cine argentino de masas que nos mira es éste, sus productores están miopes, o están jugando en contra de la integración social. Porque si la banalización discursiva es una construcción política para nada ingenua en un país que tiene como imaginario de la felicidad los tratados filosóficos de Enrique Carreras y Palito Ortega, tanto High School Musical: el desafío, dirigida por Jorge Nisco, como Los Superagentes: nueva generación, de Daniel De Felippo, amalgaman prejuicios y preconceptos con los que el cine argentino amplifica históricamente sus oportunidades comerciales y también políticas.

A saber, la comedia High School Musical propone un relato esquizofrénico importado de Estados Unidos sobre la escuela secundaria. Es una historia de amor entre dos chicos ¿pobres? (Fernando Dente y Agustina Vera) que van a una escuela privada más Pro que progre. Ambos depositan en la educación pagada sus esperanzas de educación exigente pero cool, aunque con esfuerzo: ella, la traga, puede estar allí porque tiene media beca debido a sus excelentes notas de cursado y él puede asistir a clase porque juega muy bien al rugby, es capitán del equipo y, gracias a ello, entonces, también recibe media beca.

Pero todo cambia cuando el director del colegio llega con la idea de lanzar un concurso de bandas de rock, y tanto el personaje principal como la bella niña, que terminará siendo su novia, “dejan” sus ocupaciones principales para embarcarse de lleno en el proyecto. Lo importante aquí, empero, no es tanto la trama sino los simbolismos que subyacen en este particular submundo cinematográfico: el barrio, la escuela, las relaciones humanas. En las calles de High Scool Musical las casas –filmado en el barrio de Saavedra y en algún lugar como el Tigre, extraña conjunción de urbanidades– no sólo son limpias, con escasa seguridad, más bien parecidas a un barrio del conurbano white trash de Long Island, sino que en algunos casos se conectan entre sí por ¡canales de agua! al mejor estilo veneciano. Y los chicos las recorren en motos de jet-ski.

La preocupación de los hijos prodigio (sólo los prodigios consiguen becas, con los pobres inútiles no vale la pena ni intentarlo) por la permanencia en la escuela es tan grande que una amena conversación entre el niño grande y su padre relaja las cosas: “No te preocupes, si tu problema es la beca, yo lo voy a solucionar”. La tensión dramática ante la posibilidad de descarriar el camino termina poniéndole una presión excesiva al adolescente que intenta brillar en todo pero se termina peleando con todos, y tiene miedo de perderse su inserción en la vida cotidiana y en su vida social, siempre acompañado de pegadizas coreografías infantiles, que recuerdan a las películas musicales de la India.

Por suerte, la pareja estelar encuentra su camino y sobre el cierre del film todo termina resolviéndose. Los conflictos amainan cuando ambos protagonistas ganan juntos el concurso de rock y los malos, egoístas y superficiales (hay distintas escalas de superficialidad en el film) se convierten en buenos, solidarios y un poco menos superficiales. El rock es así. Al menos ahí, el rock cambia a la gente.

Pero si High School Musical: el desafío es una remake frígida de la versión original –donde apenas aparecían algunos negros, ah, ese tema del color en Estados Unidos–, la aparición de la versión aggiornada de Los Superagentes: nueva generación –¡por favor, no confundir con Super Agente 86 cuando saque la entrada!– es un pelotazo político a favor del Ser Nazional, acaso una involución con respecto a los históricos superagentes Tiburón, Delfín y Mojarrita (Ricardo Bauleo, Víctor Bo y el fallecido Julio De Grazia) aparecidos a fines de los ’70 y comienzos de los ’80. Este era el tipo de películas que se veía en los cines, en la peor época política de la historia del país. O sea, éste era el tipo de cine que veían las masas medias “despolitizadas” sin sonido surround ni nada que se le parezca mientras desaparecía la gente que no salía en las películas.

Las primeras dos apariciones de Los Superagentes son del ’77, hay otra en el ’79 (Los Superagentes no se rompen), Los Superagentes y la gran aventura del oro en el ’80 y en el ’83 los Superagentes y Titanes con Martín Karadagian. Todavía era la época de la Guerra Fría: las películas de agentes especiales y personajes encubiertos corrían a flor de piel por la megaindustria cinematográfica norteamericana, y la proposición bizarra y naïf (lo que Alberto Olmedo y Jorge Porcel eran para las masas seudoeróticas) de estos hombres poco entrenados y poco capacitados era el entretenimiento perfecto para no pensar o para pensar que también el contexto no era otra cosa que una película de acción.

La trama de la flamante Los Superagentes (que también tiene guiños a las versiones anteriores con la aparición de dos de los superagentes originales, como en Bañeros 3) en su versión 2008 viene a acompañar los tiempos de neoconservadurismo que propició, por ejemplo, el triunfo del macrismo en Capital. Para empezar, el único papel destacable lo lleva adelante Florencia de la V, cerebro de una organización criminal que ha craneado un golpe que incluye primero un asalto a una joyería y después el secuestro –que no es tal– de una mujer muy linda e hija de un hombre muy poderoso. Pues bien, Florencia de la V es capaz de traicionar (palabra de moda, ésta) a su hermano, quien antes pretendía también engañarla a ella.

La traición entre los malos sufre una carambola permanente, donde nunca terminan de traicionarse, y los buenos ganan más por azar que por pericia propia, y sin que la autoridad aparezca por el barrio a ver de qué se trata todos estos disparos. Y después dicen que el cine de entretenimiento no tiene ideología.

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