CINE › “EL MERCADER DE VENECIA”, CON AL PACINO
Un Shakespeare trabajado con exceso de fidelidad y respeto
En la obra que delata los prejuicios antisemitas del gran dramaturgo británico, el director Michael Radford no logra traspasar a la pantalla la grandeza del texto. Un Pacino teatral y un Jeremy Irons elogiable.
Por Horacio Bernades
Básicamente una historia de sordo rencor y despiadada venganza –en la que el amor se ve fatalmente imbricado con el dinero–, no es raro que el cine se haya tomado su tiempo para encarar una versión de El mercader de Venecia. Como es sabido, el personaje central de la obra de Shakespeare es un usurero judío, dispuesto a extirparle una libra de carne a un deudor con tal de vengar el desprecio de los gentiles y resarcirse a la vez del abandono de su hija, que dejó la casa familiar para irse detrás de un goïm. La pintura que en la obra se hace de Shylock, el usurero en cuestión, no se caracteriza por su magnanimidad. Bien por el contrario, se lo muestra como una verdadera rata, dispuesta a pisotear todo rastro de humanidad en pos de lograr satisfacción a la letra de un contrato comercial. En verdad, si algo da a pensar El mercader de Venecia es que es posible ser el dramaturgo más grande que la humanidad haya conocido sin dejar de evidenciar, al mismo tiempo, un racismo no precisamente ennoblecedor.
Debieron pasar más de cien años para que un cineasta se atreviera a meterse con esta gema del antisemitismo, y el cineasta en cuestión resultó el británico (nacido en la India) Michael Radford, que se tuvo la fe necesaria como para hacerse cargo también del guión. Lo cual, tratándose de Shakespeare, tiene sus riesgos. Habiéndose probado en el terreno de la adaptación literaria con 1984 y la celebérrima El cartero, Radford confirma aquí que, a la hora de las traslaciones, lo suyo no pasa, paradójicamente, por el atrevimiento. El aggiornamento practicado por Radford pasa aquí por un cartel insertado al comienzo de la pieza –donde aclara que en la Venecia del siglo XVI, el único modo de subsistencia que les quedaba a los judíos eran el prestamismo y la usura– y por la explicitación de ciertos componentes de homosexualidad. En el original, esos atisbos se presentaban en estado de latencia evidente, para acudir a otra paradoja.
A la luz de la implacable espiral de bajeza, degradación y deshumanización que el protagonista describe a lo largo del film, esa placa inicial no tiene más efecto que el de cubrirse las espaldas. Resulta tan débil como la argumentación del propio Shylock, cuando en el juicio intenta explicar su conducta como una respuesta ante el odio y la humillación a los que su “tribu” fue históricamente sometida. En cuanto a la explicitación del amor que el mercader siente por Basanio (así como cierto jugueteo final entre Portia y su criada, que suena más a representación despechada que a verdadera muestra de homoerotismo) resulta tan pertinente como autorizada por la época presente.
La historia, como se sabe, se inicia cuando Basanio (un Joseph Fiennes tan impertérrito como en Shakespeare enamorado) acude a Antonio (Jeremy Irons, en la interpretación más honda de la película) en busca de ayuda. Aristócrata en decadencia, Basanio no cuenta con la dote que se requiere para aspirar a la mano de la bella Portia (Lynn Collins, solución de último momento ante la ausencia de Cate Blanchett), por lo cual echa mano del mercader en cuestión, dueño de una imponente flota naviera. Como no cuenta con la suficiente liquidez financiera, llevado por su amor in the closet, éste se ve obligado a recurrir a Shylock, el prestamista (Al Pacino, que parece escapado de un libelo antisemita). Sin olvidar los escupitajos oportunamente lanzados por Antonio, el usurero lo fuerza a firmar aquel famoso contrato, que lo obliga a pagar con oro ... o una libra de su propia carne. Basta que desaparezca su hija y que a Antonio se le hundan un par de barcos para que el mecanismo dramático urdido por Shakespeare gane todo su veneno.
Para su puesta en escena y más allá de los ligeros cambios ya enumerados, Radford se atiene al canon del academicismo cinematográfico. Respeta el original al pie de la letra, confía en la teatralidad de Pacino (que aprovecha el one man show brindado por la larga escena del juicio), viste lujosamente la representación con trajes y decorados y, faltaba más, se regala sobre el final toda una serie de tableaux vivants, en los que copia al pie de la tela grandes obras de la pintura flamenca. Si el choque entre convención teatral y representación cinematográfica queda en carne viva cuando Portia se hace pasar por joven y barbado abogado (nadie la reconoce, salvo todos los espectadores), el peso del texto y la disparidad de las actuaciones (show de Pacino, contenida intensidad de Irons, inexistencia de Fiennes) no hacen más que confirmar que, a la hora de adaptar clásicos, no hay nada mejor que no serles del todo fiel.