Sábado, 6 de septiembre de 2008 | Hoy
CINE › LO NUEVO DE LOS HERMANOS COEN LLEGó AL FESTIVAL DE TORONTO
Quémese después de leerse es un divertimento apenas ligero, realizado en plan de amigos: George Clooney, John Malkovich, Frances McDormand y Brad Pitt, entre otros. Se lucieron Still Walking, del japonés Kore-eda Hirokazu, y L’heure d’été, del francés Olivier Assayas.
Por Luciano Monteagudo
Desde Toronto
Esta vez George Clooney faltó a la cita. A diferencia de su promocionado show en Venecia, la semana pasada, donde se mostró ante los paparazzi con todo el equipo de Burn After Reading, el sucesor de Cary Grant no vino al festival canadiense para apoyar el estreno de la nueva película de los hermanos Coen que protagoniza, alegando incompatibilidades de agenda. Pero en su nombre se pasearon por la alfombra roja del inmenso Roy Thomson Hall no sólo los Joel y Ethan brothers sino todo el resto del elenco que lo acompaña en la película, empezando por John Malkovich, Tilda Swinton, Frances McDormand y Brad Pitt. La película, sin embargo, no está a la altura de tanto nombre famoso.
Concebida como un divertimento apenas ligero y realizada en plan de amigos en la mitad del tiempo del que habitualmente les lleva a los Coen desarrollar un proyecto, Quémese después de leerse –que de aquí va al Festival de San Sebastián y en octubre llega a los cines porteños– es una sátira al cine de espionaje estilo Jason Bourne, que empieza en los infinitos pasillos del cuartel general de la CIA en Langley, Virginia. Lo que allí tratarán de averiguar bajo el más estricto secreto es tan absurdo y banal cómo saber por qué un par de vulgares entrenadores de un gimnasio –una mujer obsesionada con realizarse un sinfín de cirugías estéticas (McDormand, nunca más humillada por su marido, Joel) y un cabeza hueca absoluto (Pitt)– terminan enredados en un chantaje que llega a involucrar a la embajada rusa en Washington, además de dejar un par de muertos en el camino.
La nueva película de los Coen –filmada al mismo tiempo que se ganaban el Oscar por Sin lugar para los débiles– tiene, hay que reconocerlo, algunos buenos momentos de humor. Y no deja de ser sorprendente que la mayoría de ellos estén a cargo de un actor a priori tan poco gracioso (por decir lo menos) como John Malkovich, que interpreta a un veterano analista de la CIA dispuesto a publicar las que cree son sus incendiarias memorias de su ignoto paso por el espionaje internacional. Pero si algo afecta de manera grave a Quémese después de leerse es básicamente su falta de ritmo, considerando que la película se pretende una heredera de la tradición de la screwball comedy, la comedia lunática hollywoodense.
Si de seguir tradiciones se trata, el mejor ejemplo lo dio aquí en Toronto el director japonés Kore-eda Hirokazu, que presentó el estreno mundial de Still Walking, un film enraizado en las opacas tragedias familiares del maestro Yasujiro Ozu. Nueve años atrás, el primer film de Hirokazu, After Life, resultó ganador de la competencia del primer Bafici, y un lustro después se editó en DVD en Argentina la que quizá sea su mejor película a la fecha, Nobody Knows, sobre un grupo de niños que sobreviven durante meses en un departamento de Tokio sin la ayuda de ningún adulto. Ahora en Still Walking, el director japonés vuelve sobre un tema esencial para el cine de su país y particularmente para el del eterno Ozu: la lenta disgregación de la familia, la incomprensión entre las distintas generaciones, el paso del tiempo, que todo lo cambia o lo corrompe.
Un poco como en El fin del verano (también conocida como El otoño de la familia Kohayagawa, 1961), el penúltimo film de Ozu, en Still Walking el relato comienza en un tono más bien cálido y alegre, hasta que la melancolía y las brechas entre padres e hijos se van haciendo casi insalvables. Aquí también brilla el sol del estío cuando un matrimonio ya mayor, radicado en las afueras de Yokohama, recibe la visita de sus dos hijos, con sus respectivas familias. Nada parece haber cambiado en la vieja casa paterna, salvo que su centro está dominado por la fotografía de un tercer hijo, muerto de joven en un accidente de mar. Casi imperceptiblemente, mientras comparten la preparación de las comidas o descansan del bochorno de la siesta sobre el tradicional tatami, irán asomando los reproches del padre (un médico que no estuvo en el momento en que pudo haber ayudado a su hijo) o la furia sorda, largamente contenida de la madre, que ha hecho de la cocina su trono y su refugio. Que el hijo menor, a su vez, se haya casado con una viuda que ya tenía un niño de su matrimonio anterior no ayuda a hacer las cosas más fáciles para esa reunión familiar que –en el más clásico, despojado estilo japonés– no termina en tragedia sino en una parsimoniosa resignación al paso del tiempo, que se escapa inexorablemente como esos trenes (otra vez Ozu) que cada tanto surcan de lejos la montaña.
En Still Walking la vieja casa familiar –con sus muebles, rincones y objetos, de una materialidad tal que da la sensación de poder ser habitada por el espectador– es un personaje con vida propia, casi tanto como los de carne y hueso. Y lo mismo sucede con L’heure d’été, la nueva película del francés Olivier Assayas, que tiene más de un punto en común con el film japonés. Ambos trabajan sobre el peso de la memoria en la familia, ambos transcurren en las horas largas y serenas del verano y ambos adscriben –a pesar de provenir de directores asociados con la modernidad cinematográfica– a una madurez clásica en el relato. Pero si en Hirokazu el modelo es Ozu, en Assayas se diría que es Chejov. Un poco a la manera de El jardín de los cerezos, la familia del film de Assayas –un cineasta que venía de hacer una trilogía muy cosmopolita y contemporánea, integrada por Demonlover, Clean y Boarding Gate– se reúne bajo los árboles de la mansión familiar para decidir qué hacer con esa herencia, con esa casona plena de tesoros y obras de arte, que supieron ser de uso cotidiano y ahora parecen piezas de museo.
Fruto de un encargo del Musée d’Orsay que finalmente no prosperó, se nota en el film de Assayas el punto de partida institucional: la idea de que el film de alguna manera se pregunte qué hacer, en el futuro, con el pasado de Francia. Pero el director de Los destinos sentimentales se las ingenia para no quedar atrapado en ese corset y, con la ayuda de un elenco de primera línea –Charles Berling, Juliette Binoche, Jérémie Renier, además de la legendaria Edith Scob, musa de George Franju–, trazar una sutil serie de relaciones entre el hombre, la naturaleza y el tiempo.
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