Sábado, 27 de diciembre de 2008 | Hoy
CINE › EL RASTRO, DEL DIRECTOR HOLANDéS ROLF DE HEER
La película del cineasta afincado en Australia intenta retratar en clave de western el exterminio de los aborígenes de su país. El problema es que apela a una pintura demasiado gruesa de sus personajes, subrayados por canciones explícitas.
Contando con una historia semejante a la de la colonización estadounidense, es curioso que el cine argentino nunca haya desarrollado su propia variante del western. Apenas algunos intentos esporádicos, como Pampa bárbara, su remake Pampa salvaje, Guerreros y cautivas, tal vez la reciente El desierto negro. Con esas únicas excepciones, el cine local le ha dado la espalda tanto a un episodio clave de la historia nacional como a la épica en sí. No es el caso del cine australiano, que a lo largo de su desarrollo produjo no pocas versiones del western. Incluyendo algún ejemplo reciente, como The Proposition (2005), con guión de Nick Cave, editada en DVD en Argentina con el título Propuesta de muerte. Tres años antes, el cineasta holandés Rolf de Heer (radicado desde pequeño en el país de los canguros) había filmado su propio western, The Tracker, que ahora se estrena aquí como El rastro. Western políticamente correcto, como mandan los tiempos, con blancos malos e indios buenos.
Filmada en scope, la situación básica refresca uno de los motivos típicos del género, tal como lo desarrollaron los primos americanos. Es el año 1922. Una partida sale a la planicie, en busca de un nativo que, según se dice, habría violado y asesinado a una mujer blanca. La integran un oficial veterano, un soldado inexperto, un civil llevado a la fuerza y un guía aborigen, y desde ya que las cosas no serán plácidas entre ellos. Racista repulsivo, el oficial está resuelto no sólo a capturar al fugitivo, sino a exterminar a cuanto aborigen se cruce en su camino. Algo que, obviamente, no tardará en hacer, generando tensiones crecientes con el resto de los integrantes de la partida. Sobre todo, con el rastreador, cuya condición mixta lo convierte en enigma. ¿Es un cipayo hecho y derecho, tal como sus comentarios racistas parecerían querer demostrar? ¿O se trata de un nativo astuto, que sobreactúa el numerito que los otros están esperando ver?
Con personajes pintados tan escuálidamente como la referencia de los títulos de crédito transparenta (uno es El Fanático; otro, El Seguidor; el de más allá, El Veterano), nada en El rastro se sale de lo previsible. Supremacista de manual, es obvio que el militar deberá tener su castigo ejemplar. En cuanto al rastreador, tanto la exagerada identificación con el opresor como la mal disimulada ironía con que acepta las órdenes hacen poner entre paréntesis su presunta opacidad. ¿Y alguien supone acaso que el fugitivo será atrapado, demostrada su culpabilidad y llevado a juicio? Si bien son realmente bellas y hacen pensar en una suerte de Dylan australiano, las baladas folk “de protesta” que, en la voz triste y raspada de Archie Roach tapizan, de una punta a otra, la banda sonora, no hacen más que reforzar, con sus letras híper explícitas, la obviedad del discurso sobre explotadores y explotados que la película lleva adelante.
A eso habrá que sumarle ciertas discutibles decisiones estéticas. Una de ellas, los zooms, muy de los ‘70, que cada tanto acercan o alejan el enfoque, de modo no precisamente bonito. La otra, la manía de remplazar cada pico de violencia con un colorido cuadrito ilustrativo. Recurso tal vez dirigido a afincar el relato en el mito, lo único que logra es obturar uno de los componentes esenciales de esta clase de relatos, como es la violencia física. Cierta presencia central le brinda sin embargo a El rastro una majestad que parecería serle ajena. Sucede que el rastreador no es otro que David Gulpilil. El mismo que, desde La última ola en adelante, representa para el cine esa presencia misteriosa y ancestral que es el aborigen australiano, según los antropólogos el hombre más antiguo del planeta Tierra.
5-EL RASTRO
(The Tracker, Australia, 2002)
Dirección y guión: Rolf de Heer.
Fotografía: Ian Jones.
Música y canciones: Graham Tardiff, con letras de Rolf de Heer, interpretadas por Archie Roach.
Intérpretes: David Gulpilil, Gary Sweet, Damon Gameau, Grant Page y Noel Wilton.
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