CINE › EL BALANCE DE LA PRODUCCIóN INTERNACIONAL 2008
La actividad cinematográfica de este año pareció profundizar la diferencia entre el rito cinéfilo y la salida al cine como quien va al shopping. Los festivales internacionales fueron un remanso de cine de autor, aunque también pecaron de excesivos.
› Por Luciano Monteagudo
La brecha es cada vez mayor, y parece ir ampliándose año a año, como si fueran líneas paralelas que ya nunca más se van a volver a tocar. Para el espectador consecuente de hasta hace poco más de un lustro –digamos, para no ir demasiado atrás en el tiempo–, el cine extranjero que llegaba a Buenos Aires todavía era básicamente uno solo: el que se veía en las salas de estreno comerciales, se comentaba a la salida en un café, era motivo de conversación en reuniones sociales o familiares y hasta podía llegar a convertirse en disparador de un debate estético o político en los medios.
Esa cualidad dinámica, multiplicadora del cine hoy ya casi ha desaparecido, porque en líneas generales lo que llega a las salas de cine masivas (cada vez menos masivas, por otra parte, al punto de que uno de los principales complejos multiplex de Buenos Aires este año amenazó con cerrar y redujo su cantidad de pantallas) es cada vez menos digno de atención o de debate.
Por un lado, está –con la excepción de Wall-E, hay que aclararlo– el cine kindergarten, pensado satánicamente “para toda la familia” y que atiborra las pantallas durante doce meses, como si todo el año fuera vacaciones de invierno. Y por otro –salvo honrosas excepciones, de las que este balance del cine internacional 2008 se ocupará en las próximas líneas– planea sobre las multipantallas una homogénea, compacta medianía, un amplio conjunto de películas que se parecen todas demasiado entre sí y que dan la impresión de haber logrado conciliar dos categorías supuestamente antitéticas, el público y la crítica: ni a uno ni a otro le interesan. Esas películas forman parte, en todo caso, de lo que alguna vez fue un ritual y ahora se degradó a una mera rutina: se va al cine como se va (no es casual su convivencia) al shopping: a ver aquello que, como las vidrieras, cambia todas las semanas y sin embargo es siempre más o menos lo mismo.
Por afuera de este círculo cada vez más vicioso, hay otro cine posible, un cine que vale la pena ser atendido y discutido, y es el que está en los festivales –Bafici, Mar del Plata, docBsAs– y en los ciclos y retrospectivas del Malba y la Sala Lugones. Pero si hasta hace no demasiado tiempo estos circuitos alternativos tenían algún punto de contacto con la cartelera comercial y en ciertos casos incluso lograban impregnarla, descubriendo para los distribuidores películas capaces de tener un público más allá de un par de proyecciones en medio de la euforia festivalera, ahora esos mismos circuitos parecen en cambio realidades paralelas, virtuales, al margen de la realidad tangible y cotidiana.
Es verdad que no todas las 300 o 400 películas –¿no serán demasiadas?– de un festival son precisamente obras maestras. Pero también es cierto que de ese conjunto hay una buena cantidad de cine muy valioso, que sin embargo tiene una vida cada vez más efímera, que deja cada vez menos huella. En los diez o doce días que dura un festival, esas películas pasan como rayos, se ahogan unas a otras, y –por excelentes que sean– les cuesta preñar de sentido al mundo circundante. Las ideas que proponen esos films no tienen tiempo de germinar, sus poéticas no alcanzan a diseminarse.
Hay un tercer riel, una nueva vía cada vez más extendida, que también corre paralela a la de los circuitos comercial y alternativo. Es la vía electrónica, las “bajadas” de películas por Internet que comparten las redes de cinéfilos de todo el mundo, entre ellos también los argentinos. En principio, como todo lo que tiene que ver con la web, se podría pensar que se trata de un proceso de democratización del acceso al cine, aun el más inhallable o recóndito, sin necesidad de depender de los caprichos de las compañías editoras, los distribuidores o programadores. Pero a este consumo individual, casi privado del cine, que lo devuelve a su etapa más primaria (como el kinetoscopio de Edison, para un único espectador) no sólo le falta su escala social. También le falta un contexto crítico, que es lo que puede aportar la proyección de un film en el marco de un ciclo o una retrospectiva.
Hay además una falacia, muy arraigada: como supuestamente hoy se puede “bajar” cualquier película, desde las más raras hasta las más nuevas, ya casi se las da por vistas. Es muy común comprobar cómo en los blogs o sitios web dedicados al cine proliferan posts donde se discuten películas que muchos de los que escriben ni siquiera han visto, y que en el fragor electrónico de la polémica no tienen demasiada conciencia de ello. Se da así un debate no sólo virtual por la naturaleza del medio sino también por el núcleo de la cuestión, que pasa a ser secundario, por no decir irrelevante.
Ahora bien, cuando se asume un balance del cine extranjero que pasó por el país durante el 2008, ¿de qué cine estamos hablando? ¿El de los multicines? ¿El de los festivales? ¿El que se consume en la computadora? I’m Not There, la originalísima lectura subjetiva que hizo Todd Haynes de la vida y obra de Bob Dylan, estuvo en todos, pero se diría que sólo tuvo repercusión en el Bafici, donde se exhibió a sala más que llena, directamente desbordante. Pero la gente que se quedó afuera no fue suficiente para hacer del film de Haynes –cuando se estrenó comercialmente un mes después– no ya un éxito de boletería sino apenas un modesto lanzamiento: de hecho, pasó casi inadvertido para el gran público, que sin duda rechazó una película que está en las antípodas del biopic lineal a la manera de Hollywood.
Tampoco le fue demasiado bien a Sweeney Todd, el magistral musical de Tim Burton protagonizado por Johnny Depp, que con su visión oscura y sangrienta del mundo también supo espantar al público masivo que en otras oportunidades –Charlie y la fábrica de chocolate, El cadáver de la novia– se acercó al universo descentrado del director. Otro cineasta con una visión tan singular como sombría, el canadiense David Cronenberg, propuso a su vez Promesas del Este, que vino a completar una suerte de díptico iniciado en Una historia violenta (2005), ambos protagonizados por Viggo Mortensen, que con cada nueva película prueba ser cada vez mejor actor. El famoso hincha de San Lorenzo también tuvo oportunidad de demostrar su talento en Entre la vida y la muerte, un western clásico del mejor cuño, dirigido por el también actor Ed Harris, que sin embargo volvió a ratificar que el género ya no tiene predicamento entre el público de hoy, que le dio ostensiblemente la espalda. Y si de actores se trata, 2008 se inició con la muerte temprana, a los 28 años, de Heath Ledger, que en su última aparición en la pantalla se convirtió en la verdadera fuerza perturbadora del sobrevalorado Batman, caballero de la noche, de Christopher Nolan.
Una tendencia que se hizo notar primero en el circuito de festivales internacionales y que luego llegó a percibirse con nitidez en Argentina es la del regreso con gloria de cierto cine estadounidense. Como en los años ’70, se diría que, una vez más, el director es la estrella. Y esa década particularmente prolífica para Hollywood dominó en el imaginario de algunos cineastas, como quien vuelve a las fuentes. Un caso emblemático fue el de los hermanos Coen, de quienes se vio a comienzos de año Sin lugar para los débiles, justa ganadora del Oscar, y luego hacia fines de temporada la comedia lunática Quémese después de leerse.
Enmarcada en esta misma ola, también llegó –aunque sólo en salas equipadas con DVD, otro signo de la crisis– la estupenda Paranoid Park, de Gus Van Sant, mientras que James Gray confirmó con Los dueños de la noche que sigue siendo uno de los secretos mejor guardados de Hollywood. Y la estética de los ’70 –que el año pasado tuvo su apogeo en Zodíaco, de David Fincher– nunca estuvo más viva que en dos veteranos de aquellos años: George A. Romero con El diario de los muertos y Sidney Lumet con Antes que el diablo sepas que estás muerto.
Dos Anderson también hicieron de las suyas en 2008. Wes aportó una libertad beatlemaníaca a su Viaje a Darjeeling. Más ambiciosa y solemne, aunque de una poderosa puesta en escena, Petróleo sangriento, de Paul Thomas, se animó por otra parte a reescribir en clave épica el inescrupuloso nacimiento del capitalismo estadounidense.
Del otro lado del Atlántico, el francés Nicolas Klotz (que tuvo un foco de amplia repercusión en el Bafici) también ofreció su visión del capitalismo en La cuestión humana, donde asocia de manera muy lúcida el lenguaje y las prácticas del actual neoliberalismo con los eufemismos del viejo régimen nazi. Y también en Francia, el veterano Claude Chabrol se ocupó de seguir demoliendo el discreto encanto de la burguesía en Una mujer partida en dos. El cine asiático tuvo dos de sus más altos exponentes en una misma directora, la japonesa Naomi Kawase, de quien se vieron, con pocos meses de diferencia, Shara y El secreto del bosque, elegías de un raro lirismo, que afortunadamente llegaron en copias 35mm. El resto del cine asiático, como ya es costumbre, tuvo que quedar relegado al circuito de salas de estreno en DVD, que no les hizo justicia a películas de la talla de Naturaleza muerta, de Jia Zhang-Ke, y Election y Election 2, de Johnny To.
El futuro, se sabe, será digital o no será nada, pero las salas argentinas todavía están a años luz de una proyección de calidad que no sea analógica. Apenas si se están equipando para lo que se viene, el 3-D, que se supone desembarcará con fuerza en 2009. Medio siglo después de haber apelado al mismo recurso, Hollywood –que en los años ’50 combatió a la incipiente televisión con el CinemaScope y la Tercera Dimensión– ahora lucha contra su nuevo enemigo, Internet, con el IMAX y la tridimensionalidad. La experiencia indica que no suele haber vencedores ni vencidos.
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