CINE › RUMBA, DE Y CON DOMINIQUE ABEL, FIONA GORDON Y BRUNO ROMY
El film franco-belga se permite hacer coexistir con eficacia lo naïf y lo macabro, con el gag visual como unidad semántica y dos protagonistas que afrontan las desgracias de su vida con un sentido de adaptación seco, pero no resignado.
› Por Horacio Bernades
El carácter funámbulo de los protagonistas, la paleta de colores vivos, la música a la que el título refiere y la estética como de parque de atracciones hacen de Rumba una de esas películas a las que suele endilgarse el mote de “encantadoras”, calificativo siempre en peligro de autosatisfacción. ¿Cuán encantadora puede ser esta película, si incluye una amputación, la pérdida del hogar, la imposibilidad definitiva de bailar para quien hizo del baile su vida, reiterados intentos de suicidio y una amnesia postraumática, que impide reconocer a la mujer amada? No puede decirse de Rumba que sea una película encantadora si no se agrega que es triste, dolorosa, de-sesperante, y también llena de ánimo y entusiasmo. Esta múltiple condición hace de ella un film de infrecuente generosidad, tanto en sentido emocional como formal.
Autores de El iceberg –que se había visto en alguna edición del Festival de Mar del Plata–, los belgas Fiona Gordon y Dominique Abel parecen, más que marido y mujer, hermanos mellizos. Largos, huesudos y desgarbados, sólo el color de pelo los diferencia: él es morocho, ella pelirroja. De formación mímica y actoral, desde sus primeros cortos Gordon y Abel vienen practicando –en calidad de guionistas, actores, coproductores y codirectores, junto a Bruno Romy– un arte mudo, más en línea con la doble K kinética de Keaton y Kaurismäki que de la M morisquetera de Marcel Marceau o algún mimo de la calle. De Keaton heredan una concepción del mundo como suma de calamidades, a las que afrontan con un sentido de adaptación seco y no resignado. De Kaurismäki, la fusión de comedia muda y tragedia, más muda aún. De ambos, el estoicismo, que les permite no ceder a mohínes de clowns enharinados.
En Rumba, Gordon hace de Fiona y Dominique, de Dom. Profesores de secundario, lo que les da felicidad es bailar la rumba, el son, el mambo. El, un poco como turista, sacudiendo tal vez demasiado las manos. Ella, siempre a punto de descoyuntarse, pero no sin gracia y sensualidad. Después de ganar la enésima copa, se cruzan con el suicida más ineficaz del mundo (cuando espera el tren en la vía, el tren no viene; cuando se va, pasa; cuando vuelve, ya se fue) y sobreviene la desgracia. Habrá convalecencias, pérdidas, extravíos y desencuentros. Pero nada desalienta del todo a Fiona y Dom. Rumba es una de esas películas que transcurren en mundos ni enteramente distintos, ni totalmente parecidos a éste. Radicalmente minimal, unos pocos rasgos esenciales definen a lugares y decorados, visto siempre desde una única posición de cámara. Un pizarrón y unos pupitres hacen un aula; un portón que se entreabre, el salón de baile; un par de camas alineadas, la habitación de hospital.
Todos esos escenarios, aun los menos gratos, parecen siempre recién pintados, con colores de kindergarten. En el mundo de Abel y Gordon (cuya compañía productora se llama Courage Mon Amour), lo naïf y lo macabro no se repelen: coexisten. Pero no en busca del efecto truculento, a lo Grimm, sino como objeto de una perplejidad asombrada, que no declina ni ante lo peor. De visita en el hospital, un grupo de alumnos regala a la profesora, que se quedó sin pierna izquierda, la pantufla derecha. La paciente recibe por correo una pierna ortopédica. Pero no es de color piel, sino de un ostensible caoba. En medio de un festejo, la pierna se prende fuego, el fuego se comunica a la cortina y en cuestión de minutos la casa ardió y se calcinó, como los ciclones y tornados que arrasaban las de Keaton.
Recurriendo al gag visual como unidad semántica, Rumba recuerda que, en contra de lo que suele pensarse, un gag también puede ser dramático, lírico, melancólico, dark y hasta terrible. Véase cierto baile de sombras que toman el relevo de sus “dueños” discapacitados, el interminable ofrecimiento de café del amnésico Dom y, sobre todo, el aprovechador que desviste a Dom cómicamente, pero con una finalidad espantosa. Al revés de tanto cine minimalista, en el que el gag visual congela, como foto fija, una humanidad condenada al tic y la manía (imposible no pensar en el sueco Roy Andersson y La comedia de la vida), la reducción a unos pocos rasgos esenciales no funciona aquí como intento de atrapar y escrachar, sino de absorber el mundo en amplitud.
8-RUMBA
Francia/Bélgica, 2008.
Dirección y guión: Dominique Abel, Fiona Gordon y Bruno Romy.
Fotografía: Claire Childeric.
Intérpretes: Dominique Abel, Fiona Gordon, Philippe Martz y Bruno Romy.
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