CINE › ESPERANDO LA CARROZA 2, UNA SEGUNDA PARTE FALLIDA
› Por Juan Pablo Cinelli
ESPERANDO LA CARROZA 2
(Argentina, 2009.)
Dirección: Gabriel Condron.
Guión: Jacobo Langsner.
Música: Pablo Sala.
Fotografía: Carlos Torlaschi.
Intérpretes: Luis Brandoni, Betiana Blum, Andrea Tenuta, Juan Manuel Tenuta, Mónica Villa, Lidia Catalana, Roberto Carnaghi.
¿Se puede culpar a un productor por intentar ganar dinero? ¿O a un grupo de actores por aceptar un determinado papel? ¿Es posible que un guionista sea culpable de no mantener en un guión Z el nivel demostrado en el guión X? ¿A quién echar la culpa entonces cuando una serie de infortunios como éstos acaban convertidos en una película tan desgraciada como Esperando la carroza 2? Como en Fuenteovejuna, el culpable debe buscarse en el colectivo. No hay eufemismo capaz de disimular con elegancia el despropósito que significa la ociosa prolongación de una película emblemática del cine argentino de los ’80. Cada una de las virtudes que hicieron de ella un clásico es traicionada en esta segunda parte como si ése fuera el plan. Ni siquiera hay carroza que esperar: el título de la película alude al coche fúnebre que venía a buscar el féretro en el cual la familia Musicardi quería creer que se encontraba el cadáver de Mamá Cora. Pero acá no sólo que no hay Mamá, sino que el motivo que vuelve a reunir a la familia es casi opuesto. Se trata de la fiesta que Antonio y Nora (Luis Brandoni y Betiana Blum) darán por su aniversario de casados. Dicen que asistirá la crema y nata de Buenos Aires y la familia sigue siendo impresentable, aunque no por eso dejarán de sacar ventaja de ellos.
La idea de continuar la saga familiar de los Musicardi se ve muy debilitada por ausencias notables, en primer lugar la de la matriarca en torno de quien giraba el primer film y que Antonio Gasalla viene repitiendo para la televisión desde entonces. La excusa (dicen que Mamá Cora rondaría los 110 años) es endeble: la película podría haberse ambientado en pleno menemismo, donde algunos de los frescos sociales que se intentan encontrarían su hábitat natural. Tal vez algunas situaciones hubieran ganado así una gracia retrospectiva adicional, a la vez que justificarían el cambio de paradigma del humor, yendo de lo inteligente a esto otro, más propio de una revista de Sofovich. También está claro que ésa no es para nada su única falla. Quizá haya un extraño mérito involuntario en Esperando la carroza 2: ser espejo de los procesos de desmantelamiento sufridos por el país en los casi 25 años que median entre el original y la secuela. Y no porque desde su construcción se haya conseguido el retrato crítico de esos sucesos históricos o sociales –uno de los grandes méritos del film de Alejandro Doria–, sino porque es a partir de su propia degradación que cobra relevancia la catástrofe que esos 25 años significan. Si en 1985 el original triunfaba como sátira de una sociedad que desde todos sus niveles se disputaba a dentelladas los despojos de un país en ruinas, esta segunda parte representa el vacío que ha dejado aquella circunstancia. Pero ya no desde lo metafórico: es su propio vacío, prosaico y ramplón, el que pone de relevancia el nivel de precariedad que hoy agobia a la sociedad. Es el triunfo de la mediocridad.
La odisea de Mamá Cora encarnaba la esperanza de un país que se moría (pero no), a pesar de que muchos intereses preferían un velorio en ausencia y por adelantado. En esta segunda versión nadie se acuerda de Mamá y tal vez sea lo mejor. No vaya a ser que alguien mencione que, desde hace años, la vieja cena todas las semanas con Susana.
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