CINE › INéS EFRON, ANTES DEL ESTRENO DE EL NIñO PEZ
La actriz, que en la película de Lucía Puenzo encarna a una adolescente conflictuada que se enamora de la mucama de su familia, confiesa que la elaboración del papel le generó “desgaste” y “contradicciones”.
› Por Oscar Ranzani
Empezó coqueteando con el cine en Glue, la película que Alexis Dos Santos estrenó hace tres años. Y asegura que esos primeros contactos con la profesión fueron “muy alegres y también muy inconscientes”. A partir de entonces, Inés Efron comenzó a cimentar su carrera artística que, en la actualidad, la encuentra como una de las mejores actrices que ha dado el semillero nacional. Lejos de todo glamour, Efron es sencilla, simpática y contagia una asombrosa serenidad, todo lo contrario de los personajes que interpreta en las películas de Lucía Puenzo. Fue precisamente en XXY que le llegaría el reconocimiento, cuando interpretó con altura el drama de Alex, una adolescente intersexual. Esta vez, Puenzo la convocó nuevamente para el protagónico de El niño pez, que se estrena mañana aquí, tras haberse dado a conocer en el Festival de Berlín. Y si se analiza la construcción compleja del personaje que interpreta, puede llegar a resultar una actuación consagratoria. En cuanto a las ventajas de volver a trabajar con la misma cineasta, Efron señala que siempre trata “de complacer a los directores y que te vuelvan a llamar significa que al director le sirve lo que hacés. Siempre siento que el actor quiere conquistar, gustar. Y en este caso, eso ya estaba hecho”.
El niño pez está inspirada en la novela homónima de Puenzo, y Efron interpreta a una adolescente traumatizada y mentalmente caótica. Lala es hija de un juez y pertenece a una clase social acomodada. Desafiando todo límite, se enamora de “La Guayi” (Emme), la mucama paraguaya de dieciséis años que realiza las tareas domésticas en la casa familiar. El amor va en serio, aunque Lala no puede ocultar el odio por su padre cuando el juez tiene sexo con “La Guayi”. Ambas planean irse a vivir al Paraguay, cerca del lago Ypacaraí. Pero todo cambiará frenéticamente cuando el padre de Lala aparece asesinado y se ensombrece el clima de la historia, transformándose en una trama que, prácticamente, no da respiro al espectador por la carga de vértigo, misterio, violencia, con romance incluido, que hace transitar a El niño pez por un cruce de géneros: del melodrama al policial, con elementos fantásticos incluidos. Motivos por los que resulta difícil encasillarla. Porque también es un drama lo que sucede en este segundo largometraje de Lucía Puenzo.
–¿El niño pez es ante todo una historia de amor?
–Yo no sé mucho de géneros de cine. Entonces, veo la historia de amor. Veo también algo de juego de poderes. Si bien siento lo del amor, a la vez creo que queda en un segundo plano. Es como un hilo que mueve a esos dos personajes. A veces, no sé si la historia de amor en sí es tan fuerte. Eso me pasa a mí como espectadora. Era lo único que me sostenía como actriz para hacer a Lala. Incluso, era algo que Lucía nos decía: que si no nos teníamos la una a la otra nada existía. Una se construía con la otra.
–¿Cómo construyó la psicología de Lala? ¿Cómo definiría su personalidad?
–Tengo recuerdos de pensarla como una chica muy fuerte, en esos momentos en que la adolescencia te puede llevar a todo. Como cuando uno se enoja con sus papás y dice “me voy a escapar de casa”, que es algo que, seguramente, el noventa por ciento de los adolescentes pensaron alguna vez en su vida. Lala lo hace. Y a la vez, sentí que era una chica muy debilitada por su familia, a nivel amor, y que ella iba a jugarse por ese romance para proteger su identidad. Es como que quiere decir: “A mí esto no me lo sacan. Esto es mío y ciegamente voy a hacer lo que sea para que esto no me lo saquen”. Eso es ese amor con “La Guayi”. Pero también es una chica de una casa de Beccar, que no sé si salió a muchos lados. Es una chica bastante sola.
–¿Qué le aportó la novela para la interpretación? ¿Hubo elementos literarios que le sirvieron para enriquecer el personaje cinematográfico?
–Hice lo mismo que en XXY: la leí hasta la mitad o menos incluso. No sé por qué. Fue muy raro eso que me pasó las dos veces. Tanto la novela en este caso como el cuento de Sergio Bizzio en XXY los empecé y los dejé.
–Lucía Puenzo señaló que “lo interesante en la adaptación era contar una historia de amor como un estallido porque la vida de las dos chicas estalla en pedazos”. ¿Qué es lo que estalla en la vida de Lala?
–Esa familia estalla. Sí, se desmorona todo lo familiar. Y en un punto se ve muy trágico pero tenía que pasar. Esa tragedia familiar estalla. Parecía algo tranquilo hasta que alguien detona.
–La pertenencia de Lala a una determinada clase social y que su amor pertenezca a otra, ¿hasta qué punto es un límite para Lala?
–Yo creo que Lala no tiene muchos límites. Es como una niña que no se da cuenta de nada. Ella está jugando, en un punto. Quizá los límites le vengan de afuera pero me parece que ella no los siente. Si están, ella no los ve como límites. Lo vive con mucha naturalidad.
–Lucía Puenzo también dijo que espera que “cada persona que se siente a ver la película pueda suspender todo juicio moral”. ¿Qué efecto piensa que puede causar su personaje en el público? ¿Rechazo? ¿Y qué pasa con la identificación o la comprensión?
–No sé. Seguro va a pasar de todo.
–Pero, ¿qué espera que pase?
–Nada.
–¿No espera generar nada?
–Sí, que genere, pero yo no quiero proyectar lo que va a generar. Lo que más me gustaría que sucediera es que toque la verdad de alguien: desde la risa, el llanto, lo que sea. Si es de alguien joven, mucho mejor. Porque, a veces, los adolescentes están muy desamparados, muy mareados. Y si ver a un personaje de ficción puede ayudar con algo de la realidad, me parece buenísimo: que perciba algo o que le toque algo de las entrañas es bueno.
–¿Cómo fue trabajar con Emme? ¿Hubo escenas que le hayan resultado especialmente difíciles?
–Escenas difíciles hubo muchas, más que nada la del penitenciario. Somos muy diferentes. Son energías súper diferentes. Era interesante y creo que por eso Lucía nos eligió. Eran dos tonos y, a la vez, había que entrar en sintonía para compatibilizar esas energías. Ella tiene una personalidad muy fuerte y yo soy más tranquila. Y eso, a veces, siento que se vio teñido en los personajes.
–¿Fue como trabajar por contrastes?
–Sí, algo así. Creo que a Lucía le interesaba eso.
–El hecho de que sea otro relato centrado en la adolescencia, con sus pasiones, celos y enfrentamientos, ¿es un punto en común con XXY?
–Sí, creo que hay algo: esas pasiones adolescentes donde parece que uno se puede comer el mundo. Pareciera que uno puede comérselo pero no es así. Siento que hay algo de eso y fue lo que me atrajo cuando leí el guión. Me encantan las historias de adolescentes.
–Y le atraen los personajes adolescentes...
–Sí, amo a todos los personajes que hice. Y cuando yo era adolescente me interesaba mucho esa etapa de la vida. Y me encanta haber tenido la oportunidad de meterme tan a fondo precisamente con esa etapa de la vida a nivel creativo. Quizás ahora siento que ya está un poco más atrás pero soy muy feliz con todo lo que sucedió.
–Tanto Alex en XXY como Lala en El niño pez tienen su complejidad. ¿Cuál le resultó más difícil?
–Lala. Tiene más contradicciones. Alex tenía algo más lineal en su acción. Y como en esta película hay varias historias que suceden al mismo tiempo, era muy difícil estar consciente de todo eso que iba transcurriendo al mismo tiempo: la historia del niño pez, el romance de Lala, la historia con su familia. Tuve que recurrir más a mi ayuda mental. Quizá con Alex bajó más al cuerpo. Esto fue como decir: “Entendamos”. Me pasa que los guiones de Lucía me hacen tratar de entender. Son personajes complejos. Entonces, tengo que decir: “Entendamos esto”. Y eso es lo que me cuesta mucho. A nivel relato cinematográfico, la historia de Alex era más enfocada. Me fue más fácil seguir la línea emocional de Alex que la de Lala. Lala me generó contradicciones: se va a Paraguay, vuelve. Eran muchas cosas y me costaba seguirle un poco el hilo.
–¿Cuánto de intuición les incorpora a sus personajes?
–Si lo digo a nivel matemático es un ochenta por ciento.
–¿Qué tiene en cuenta para aceptar un protagónico?
–Es medio intuitivo. Es leerlo y sentir que sí. No hay mucho más que eso. Es decir: “Le puedo dar mi alma y ceder mi cuerpo a este ser. Nada más. Con los guiones de Lucía, me pasaba que los leía y decía: “¡Qué bueno, me encanta! Lo quiero hacer”. Y había escenas superduras que después cuando las tenía que hacer, decía: “Ok, esto yo, Inés, lo tenía que atravesar”. Entonces, ahora estoy un poco más atenta. Cuando leo, tengo que acordarme más de que eso lo voy a tener que actuar. A veces, lo leo muy ingenuamente, y digo: “Uy ¡qué lindo!”. Y ahora digo: “Bueno, pará. ¿Querés pasar por esto? Porque hay lluvia, te vas a tener que mojar. ¿Querés pasar frío?”.
–¿Disfruta de la misma manera actuar en cine que en teatro? ¿Qué vive con mayor intensidad? ¿Y cuáles son las principales diferencias?
–Hice teatro hace mucho, era más chica y tengo el recuerdo de la taquicardia, una adrenalina maravillosa, siempre un poco de miedo (que pienso que ahora me pasaría cada vez menos) y de una posibilidad de juego que me daba ese lugar que el cine no me la da. Yo me sentía libre. El aire estaba vacío y yo podía llenarlo por donde quisiera. Esa era la sensación. Y con el cine me empezó a atraer mucho desde Glue, que todo era en 3D: yo estaba en un baño de verdad, con el vestuario de verdad, con mi mochilita. Y eso me parecía muy mágico. Quizá me siento un poquito más atrapada pero yo sé que soy para el cine, aunque el teatro me encanta.
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