Vie 10.04.2009
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CINE › EN EL TELON DE AZUCAR, EL PARAISO DE LA REVOLUCION CUBANA ES PUESTO EN CRISIS

Crónica de un desencanto generacional

La hija del documentalista chileno Patricio Guzmán vuelve a Cuba, donde pasó los años más felices de su vida, y descubre que el país de su infancia ha desaparecido: “Sólo quedan sus consignas”, se lamenta, mientras contrasta historia personal y sujeto colectivo.

› Por Luciano Monteagudo

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EL TELON DE AZUCAR
(España/Cuba/Francia, 2005)

Dirección, guión, fotografía y edición: Camila Guzmán Urzúa.
Música: Omar Sosa.
Estreno de ayer, exclusivamente en el Arte Cinema (Salta 1620).

“Así crecí yo, en un paraíso”, recuerda la voz apagada de la realizadora Camila Guzmán Urzúa, mientras las primeras imágenes dan cuenta del patio alborotado de niños de una escuela primaria de La Habana. El registro de esa realidad se yuxtapone con la foto en blanco y negro de esa misma escuela casi treinta años atrás, cuando la directora ingresaba a primer grado. Cuba era una fiesta, la Revolución estaba en su apogeo, no había angustias ni preocupaciones de orden material en el horizonte, en las calles “no había publicidad ni apuro y yo fui feliz”. En El telón de azúcar, este mismo Edén –el de la inocencia de la infancia, pero también el de los años dorados de Revolución– es puesto en crisis por un documental fuerte y sincero, que no teme exponerse a la polémica a partir de la primera persona del singular.

Tal como cuenta la propia realizadora, hija del documentalista chileno Patricio Guzmán, ella llegó a la isla con apenas dos años de edad, escapando con sus padres de la dictadura militar de Pinochet. Y Cuba los recibió con los brazos abiertos, con trabajo, vivienda y comida. Los años en la escuela de pioneros fueron de amistades profundas y duraderas y en el colegio secundario consolidó la noción de compañerismo y solidaridad que se instruía desde el ejemplo de Camilo Cienfuegos y otros próceres de la Revolución. “Nosotros éramos los pioneros forjadores del futuro, seríamos el hombre nuevo que había imaginado el Che”, señala Camila. Pero El telón de azúcar es la crónica de una desilusión, el testimonio de un desencanto. “El país de mi infancia ha desaparecido, sólo quedan sus consignas”, se lamenta la realizadora, mientras no cesa de contrastar pasado y presente, historia personal y sujeto colectivo.

El recurso formal de El telón de azúcar es tan sencillo como eficaz. Con la cámara al hombro, Camila recorre los espacios de su infancia y reencuentra a los compañeros que aún viven en la isla (que son los menos) y a varios de los muchos que partieron al exilio, como ella misma, que terminó radicada en Europa. Rescata viejas fotos colegiales sepiadas por el tiempo y las confronta con los rostros de hoy, todavía jóvenes pero ganados por la resignación y el abatimiento. Y se enfrenta a lo que ella misma denomina “las ruinas de mis recuerdos”. Su propio reflejo se vislumbra en la sombra de su cámara que recorre un aula astillada y desierta, o en la imagen que le devuelve el espejo, mientras le pregunta a su madre por qué decidió quedarse en la isla –en el mismo departamento que alojó a la familia a su llegada– cuando todos a su alrededor han partido. Hay algo a la vez emotivo y doloroso en el primer film de Camila Guzmán Urzúa. Emotivo, porque volver al país de la infancia es siempre recorrer un camino hecho de ilusiones y recuerdos, que la directora transita siempre con tacto y sensibilidad, sabiendo escuchar no sólo las palabras de sus antiguos compañeros sino también sus miradas y sus silencios. Y doloroso, porque hubo en toda esa generación nacida y criada en los mejores años de la Revolución un desengaño profundo. “Fue salir de la felicidad para pasar a la infelicidad”, grafica una amiga de Camila.

“Anuncia la RDA apertura de sus fronteras”, se lee en un pequeño suelto perdido en un rincón de una página del Granma, que encuentra la cámara de Guzmán. Caía el Muro de Berlín, el mundo socialista colapsaba y eso era todo lo que el periódico oficial de la isla tenía para decir de una realidad que Cuba no quería ver y que, sin embargo, se le caería encima, cuando la Unión Soviética dejó de ser tal y de sostener económicamente al país. “Cambiábamos política por petróleo y cuando la política ya no cotizó, nos quedamos sin petróleo”, resume uno de los pocos compañeros de Camila que reivindica haberse quedado en la isla.

Pero lo que sugiere El telón de azúcar es que no sólo fueron las terribles estrecheces económicas, los apagones, la falta de alimentos lo que fue desesperanzando a esa generación (y no sólo a esa: hay una historia lateral pero devastadora de un matrimonio integrado por un miliciano y una alfabetizadora que terminaron separados en el exilio). “Si no seguí chocando con el régimen es porque me fui”, confiesa Camila, mientras da cuenta de la creciente falta de libertades (alguien habla también de la política de delaciones), de la ilusión de un socialismo con rostro humano que asomaba en las calles y en las artes –varios citan la Nueva Trova Cubana– y que se frustró en medio del bloqueo y el aislamiento de la isla. “La Revolución resiste, pero dejando a la gente sin sus sueños”, sigue la reflexión de Camila, mientras registra cómo las mismas banderitas cubanas de papel que se agitan mecánicamente en un mítin político, un par de horas después alimentan el camión de la basura.

La escena final es particularmente dura. Con la foto del curso completo, Camila y un ex compañero que hoy vive en Canadá van repasando los nombres y los lugares de residencia actual de aquellos alumnos de entonces: Madrid, Estocolmo, París, México, Toronto, Buenos Aires... Es como si toda una generación entera hubiera decidido irse. No toda, sin embargo. Hay un compañero de Camila (el hijo de ese miliciano y esa alfabetizadora, hoy exiliados) que ahora es docente en la misma escuela donde estudió y que dice: “Yo no necesito casi nada... Además, alguien tiene que quedarse”.

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