Vie 22.05.2009
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CINE › DAS WEISSE BAND, LA NUEVA Y MAGNIFICA PELICULA DEL AUSTRIACO

Haneke y la represión del sentimiento

La sociedad patriarcal de un pueblo alemán le sirve al director para elevar el nivel de la competencia oficial del festival, que ayer propició también el retorno del viejo maestro Alain Resnais, dedicado a la comedia con Les herbes folles.

Desde Cannes

Hay algo más que misterioso, más bien maligno en ese pequeño pueblo del norte de Alemania, hacia 1914, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. Al comienzo, la inexplicable caída del caballo del doctor del pueblo, que termina hospitalizado durante meses. Luego, la muerte aparentemente accidental pero dudosa de una campesina. Más adelante, el secuestro y apaleamiento del hijo del Barón, que deja a toda la comunidad sumida en la perplejidad y el miedo: ¿quién podría hacerle eso a un niño? Y peor aún, ¿al heredero del Barón? ¿Y el sospechoso incendio del granero de su propiedad? Pero la cosa no acaba allí: Karli, el inocente del pueblo, un chico con atraso mental, aparece una noche en el bosque, prácticamente ciego, con sus ojos casi arrancados. Todo eso sucede mientras el rígido pastor protestante del pueblo le impone a sus hijos que lleven bien a la vista “el lazo blanco”, un símbolo que les recuerda a toda hora el camino de la pureza. Y que es el título de la nueva, magnífica película del austríaco Michael Haneke, Das weisse Band, que ayer elevó notablemente el nivel de la competencia oficial.

Todo un veterano de Cannes –ganador del Grand Prix du Jury por La profesora de piano (2001) y premio al mejor director por Caché (2005)–, Haneke ha traído esta vez a la Croisette un film de época, en blanco y negro, pero que se revela inapelablemente contemporáneo. No sólo porque habla del pasado con el mismo grado de verdad con que el cineasta aborda el presente sino también porque –sin que lo enuncie jamás en voz alta– los ecos lejanos de esa comunidad enviciada por valores absolutos de pureza pueden resonar hoy como los antecedentes de actuales casos siniestros, como el del llamado “Monstruo de Amsteten”.

El film de Haneke habla de un micromundo que expresa una sociedad patriarcal, punitiva, en la que impera un severísimo orden jerárquico y se reprime todo sentimiento. Nada en ese pequeño pueblo parece estar fuera de lugar y, sin embargo, un círculo de malicia, envidia y brutalidad comienza a ganar a sus habitantes, sumiéndolos en la humillación y la sospecha mutuas. No es “el huevo de la serpiente” del cual alguna vez habló Ingmar Bergman (refiriéndose al nazismo) sino algo menos histórico y más enquistado en la conciencia profunda de una comunidad, como ya sucedía en la notable Caché, donde a través de un único personaje parecía materializarse la vergüenza y la culpa de toda una generación.

Con un rigor espartano en su estructura dramática y una precisión quirúrgica en cada uno de sus planos, Haneke nunca cede a la tentación de explicar nada. Por el contrario, su narración va tejiendo un tapiz hecho de infinidad de pequeñas escenas y episodios que sumen al relato en la ambigüedad y en el misterio, al mismo tiempo que todo parece ir cobrando un sentido terrible, como le sucede al narrador del film, el maestro del pueblo. El parece el único capaz de conservar la inocencia, de expresar su amor sincero por una institutriz del pueblo, situación que da lugar a unas escenas de una ternura muy contenida, es cierto, pero también muy raras en un cineasta habitualmente tan cruel como Haneke.

A la par del árido, exigente film de Haneke, Francia ofreció en la competencia una comedia de Alain Resnais. Sí, una comedia. Es injusto que después de la levedad aérea de Yo conozco la canción (1997) o incluso del tono agridulce de su anteúltima película, Corazones (2006), se siga asociando al legendario director francés únicamente con su costado más grave, que sin duda lo tiene, desde que presentó aquí en Cannes su célebre opera prima, Hiroshima mon amour (1959), una de las puertas de entrada al cine moderno. De hecho, hacía ya 29 años –desde que en 1980 Mi tío de América ganó el Gran Premio Especial del Jurado– que Resnais (que acaba de cumplir 87) no traía una película al festival. Y ahora vuelve con Les herbes folles, un film sobre el deseo, sobre los impulsos, una película no precisamente erótica sino más bien sensual, en el sentido más amplio del término.

Que la pareja protagónica esté integrada por dos intérpretes que no son jóvenes –André Dussolier y Sabine Azéma, viejos conocidos del director– no hace sino más singular el proyecto. El punto de partida es una novela de Christian Gailly que parece haber despertado en Resnais –según sus propias palabras aquí en Cannes– “el sentido de la síncopa, el deseo de hacer variaciones sobre una situación como un músico de jazz le busca nuevos ángulos a un mismo tema”. Un tema más bien ligero, por otra parte. El punto de partida es la billetera perdida de la mujer, que el hombre encuentra y que despierta su curiosidad y sus fantasías: ¿quién es esa desconocida que lo mira de diferentes maneras desde las fotos de sus distintos documentos? ¿Será verdad, como dice ese carnet, que ella tiene licencia para pilotear aviones, un deseo que él nunca llegó a cumplir?

La fotografía deliberadamente colorida y artificiosa del virtuoso Eric Gautier hace aún más feérico ese mundo que parece transcurrir solamente en la cabeza de los personajes, sensación que acentúan los respectivos monólogos interiores de uno y otra. Es verdad que esas “variaciones” de las que habla Resnais funcionan mejor en la primera mitad de la película y que después se vuelven quizás no tanto reiterativas como demasiado banales. Pero al mismo tiempo no puede dejar de celebrarse la libertad y el desprejuicio con que Resnais sigue pensando el cine y la vida.

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