Sáb 23.05.2009
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CINE › THE TIMES THAT REMAINS Y VISAGE, EN COMPETENCIA OFICIAL

Los artesanos del silencio

Son dos favoritos del festival francés, y bien diferentes: el palestino Elia Suleiman presentó una película que describe la vida en territorios ocupados, mientras que el taiwanés Tsai Ming–liang realizó un ensayo sobre su madre no exento de fantasía.

Desde Cannes

¿Cómo elaborar la memoria familiar? ¿De qué manera recordar a los padres? ¿Hasta qué punto es posible convertir las emociones personales en materia artística? A estas preguntas parecen responder dos de las películas que presentó ayer la competencia oficial de Cannes, The Times that Remains, del palestino Elia Suleiman, y Visage, del taiwanés Tsai Ming–liang, dos favoritos del festival, cineastas tan diferentes entre sí como absolutamente irreductibles: basta con ver un solo plano de uno y de otro para saber quién está detrás de cada cámara.

Ausente del mundo del cine desde que hace siete años atrás sorprendió con la irrupción de Intervención divina, Premio del Jurado oficial 2002, Suleiman ahora regresa a Cannes con un film inspirado en los diarios personales de su padre, en sus propios recuerdos familiares y en los peculiarísimos apuntes con los que describe la vida cotidiana actual en el territorio palestino ocupado. Hay algo de pintura naïf en la manera en que describe a su padre hacia 1948, cuando todavía era un combatiente de la resistencia palestina, enfrentada a la creación del Estado de Israel. Los colores primarios, los planos frontales, la belleza ingenua de las calles de Nazareth (donde Suleiman nació en 1960) no impiden, sin embargo, toda una serie de apuntes críticos sobre el comportamiento del ejército israelí en relación con quienes pasarían a ser “árabes–israelíes”. Los “presentes–ausentes”, como describe el director a aquellos palestinos que, como él y su familia, continuaron viviendo en su ciudad natal. “El tiempo que permanece” del que habla el título tiene, entonces, un significado íntimo y a la vez también político.

Intimas son las estampas que describen los rituales domésticos, los años escolares del niño Suleiman (bajo el constante apercibimiento de sus maestros israelíes), la muerte relativamente temprana de su padre y el estado de melancolía en que cayó su madre, que el director representa de manera muy poética. Y políticas son las escenas en las que el propio Suleiman se retrata a sí mismo, como ese gag que parece salido de un film de Buster Keaton cuando, enfrentado al insalvable muro de la infamia que construyó Israel, el actor–director –con el mismo rostro impasible de Keaton– toma una jabalina y lo atraviesa por el aire.

Como en Intervención divina, la organización plástica del espacio dentro del cuadro, la forma en que Suleiman fragmenta los gags distanciando la causas y efectos, la utilización virtuosa del sonido –y sobre todo del silencio– hablan de un cineasta siempre original, aunque ya no cause la misma sorpresa y su nuevo film se vuelva un poco más prosaico, sobre todo en su primera mitad, cuando se debate entre el universo puramente poético y el impulso de ceder a una necesidad narrativa.

Cineasta también del silencio y de la más pura expresión visual, Tsai Ming–liang trajo este año aquí a Cannes –donde ya había estado antes en competencia con The Hole (1998) y ¿Qué hora es allí? (2001)– una película titulada Visage y dedicada a la memoria de su madre, recientemente fallecida. Pero a diferencia del film de Suleiman, que trata el tema de manera más literal, aquí Tsai se permite en cambio trabajar esa emoción de una manera figurada, con una serie de asociaciones libres. La excusa argumental es muy vaga y tiene un recorrido lineal solamente en el texto del catálogo del festival: un cineasta taiwanés inicia el rodaje de un film sobre el mito de Salomé en el Museo de Louvre cuando se entera del deceso de su madre. En los hechos, sin embargo, el film de Tsai está estructurado como una serie de escenas encadenadas por asociaciones libres, donde la fantasía y la imaginación se confunden permanentemente con la realidad.

Que el film haya surgido como un encargo del Louvre no parece haber condicionado en nada a Tsai. El protagonista sigue siendo su alter ego de siempre, Lee Kang–sheng, que aquí tiene por fin la posibilidad de encontrarse cara a cara con Jean–Pierre Léaud, a diferencia de lo que sucedía en ¿Qué hora es allí?, cuando uno despertaba en Taipei y el otro se iba a dormir en París. Viejo y cansado como nunca, Léaud (a quien aquí llaman Antoine, como el Doinel de Los 400 golpes) tiene que interpretar al rey Herodes, pero él mismo no sabe si estará en condiciones de hacerlo. Lo empuja la productora del proyecto, Fanny Ardant (otro fantasma del universo Truffaut), que es una de las varias estrellas francesas –Jeanne Moreau, Nathalie Baye– que aparecen en la película como si fueran retratos del Louvre, casi mudas, colgadas de la película como piezas de museo. La única fuerza de la naturaleza parece Laetitia Casta, famosa modelo francesa, que como Salomé tampoco abre la boca y, cuando lo hace, es para reproducir la mímica de un par de canciones chinas de la década del ‘30, a la manera de esos micro–musicales delirantes que Tsai suele incorporar en sus películas.

Los mejores momentos de Visage son, sin embargo, aquellos que tienen que ver con la madre del cineasta y con las obsesiones de siempre de Tsai: la comida, los espacios casi vacíos, el agua. Hay un momento de rara comedia, cuando el departamento de la madre del director se empieza a inundar, que cambia bruscamente de tono cuando el agua llega hasta la cama de esa mujer enferma, a punto de morir, y que parece que se va a ir de esta vida flotando. De esa amalgama de imágenes concretas y pesadillas abstractas está hecho el mejor cine de Tsai.

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