CINE › KATYN, DEL POLACO ANDRZEJ WAJDA, CIERRA UN MOMENTO CLAVE DE SU CARRERA
En tres movimientos, el autor de clásicos como Kanal y Cenizas y diamantes narra la masacre que tuvo lugar en el bosque ruso de Katyn, donde en marzo de 1940 fueron fusilados más de veinte mil civiles y militares polacos, siendo enterrados en fosas comunes.
› Por Horacio Bernades
KATYN
(Polonia, 2007)
Dirección: Andrzej Wajda.
Guión: A. Mularczyk, P. Nowakowksi, W. Pasilowski y A. Wajda.
Fotografía: Pawel Edelman.
Música: Krzysztof Penderecki.
Intérpretes: Maja Ostaszewska, Artur Zmijewski, Andrzej Chyra, Danuta Stenka y Jan Englert.
Como reiteradamente a lo largo de una obra que se extiende ya por más de medio siglo, al iniciar su octava década de vida el polaco Andrzej Wajda decidió volver a afrontar la sufrida historia reciente de su país. Tal vez a modo de summa y cierre de un momento clave de su carrera, en Katyn Wajda parecería querer reunir todos los temas abordados en su célebre trilogía inicial, la integrada por Generación (1954), Kanal (1957) y Cenizas y diamantes (1958). Tomando como eje una masacre atribuida tanto a soviéticos como a nazis (episodio que toca al realizador en carne viva, ya que una de las víctimas fue su propio padre), Wajda despliega una suerte de fresco rapsódico, que se inicia poco después de la invasión nazi y se cierra en la inmediata posguerra, ya bajo dominio soviético. Pero lo que alguna vez se narró con urgencia de tiempo presente cae ahora bajo el pesado manto del film de época. Manto del que en algún momento el autor de El hombre de hierro parecería querer desembarazarse, sin lograrlo del todo.
En tres movimientos narra Wajda la masacre que tuvo lugar en el bosque ruso de Katyn, donde en marzo de 1940 fueron fusilados más de veinte mil civiles y militares polacos, siendo enterrados en fosas comunes.
El primer movimiento arranca el día mismo de la entrada del Ejército Rojo a Polonia, 17 de septiembre de 1939, siguiendo a Anna (Maja Ostaszewska), en busca de su marido Andrzej (Artur Zmijewski) y en compañía de su pequeña hija Ewa. Teniente del 8º Regimiento de Ulanos y prisionero del Ejército Rojo, Andrzej aguarda su traslado del otro lado de la frontera, junto con otros miles de compatriotas. Un destino simétrico le cabe a su padre, profesor de la Universidad de Cracovia, a quien la SS arría a un “campo de trabajo”, junto con el resto del cuerpo docente. El segundo movimiento tiene lugar durante la posguerra, cuando Anna aguarda, en compañía de Ewa, la llegada de Andrzej, que por error no aparece en las listas de fusilados en Katyn, masacre que las autoridades soviéticas atribuyen a los alemanes. El hallazgo del diario de Andrzej dará lugar a un flashback que permite ver, finalmente, el núcleo que la película eludió previamente, en adecuada consonancia con el silenciamiento oficial: la masacre de Katyn.
En varias entrevistas (la nominación al Oscar al Mejor Film en Lengua No Inglesa le dio a Katyn una proyección infrecuente), Wajda hizo hincapié en su responsabilidad histórica, tratándose de la primera vez que el cine refiere a este crimen. Así como a su disconformidad con un guión que requirió de cuatro firmas, incluida la del propio Wajda. Ambas cosas son visibles. El peso de la responsabilidad se siente sobre la película, dando la sensación de que el realizador no sólo se vio obligado a dar cuenta con la más absoluta veracidad del episodio central, sino también de cuestiones variadas e igualmente relevantes, abordadas tanto en aquella trilogía inicial como en algunos de sus films más reconocidos de los años ’70. Un férreo compromiso de fidelidad histórica mueve a Wajda a desparramar subtramas que el guión parecería no haber sabido muy bien cómo canalizar. Como la de la Universidad de Cracovia tomada por las SS, la del honorable general polaco o, más adelante, la del estudiante disidente al que, en tiempos soviéticos, persigue el llamado Ejército Popular de Polonia.
Cuestiones como la de la responsabilidad, la ética y la complicidad con regímenes autoritarios –central en películas como El hombre de hierro, Sin anestesia o El hombre de mármol– llevan a Wajda a multiplicar personajes y subtramas, sobre todo en la segunda parte, sin que el guión resuelva adecuadamente los bruscos cambios de encuadre y protagonismo. Por otra parte, cierta recurrencia a una iconografía simbólica termina de darle a Katyn un aire a aquella segunda década prodigiosa de Wajda, los ’70, como si no se hubiera advertido a tiempo que en estos treinta años el cine dejó de ser aquel que alguna vez fue.
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