Jueves, 19 de noviembre de 2009 | Hoy
CINE › RAYA MARTIN, BRILLANTE MENDOZA Y LAV DIAZ, OBJETO DE UN FOCO EN TESALóNICA
La cinematografía de ese país empezó a pisar fuerte hace un lustro y en la Argentina ya se vieron varias películas, pero el riguroso repaso del festival griego permite apreciar virtudes, similitudes y diferencias entre los directores.
Por Luciano Monteagudo
Desde Tesalónica
Además de su competencia oficial, dedicada a primeras y segundas obras (en la que compite El último verano de la Boyita, de Julia Solomonoff), del Experimental Forum, de la retrospectiva integral Herzog y del Balkan Survey (plataforma de lanzamiento para los films de la región, como Serbia, Rumania y Turquía), el Thessaloniki International Film Festival le dedica este año un riguroso foco a Filipinas, un país que hace apenas un lustro se ha instalado en el mapa cinematográfico, con una fuerza, una diversidad y una juventud que justifican ampliamente esta sección.
En Buenos Aires, a través del Bafici, se han conocido algunos trabajos de los principales directores del nuevo cine filipino, entre ellos Brillante Mendoza y Raya Martin, pero el mérito que tiene el foco de Tesalónica –integrado por catorce títulos, más otro largometraje en la competencia oficial– es el de incorporarlos a un marco mayor, aportando no sólo el necesario contexto sino también incluyendo realizadores que casi no figuraban hasta ahora en las pantallas del radar cinéfilo. Lo cierto es que desde que Masahista (2005) ganó uno de los premios principales de Locarno, Brillante Mendoza se convirtió en el cineasta filipino más requerido del circuito de festivales internacionales, empezando por Cannes, donde el año pasado, con la exuberante Serbis, ya compitió en el concurso oficial y donde en mayo pasado ganó allí mismo el premio al mejor director por Kinotay, su descenso a los infiernos de la represión ilegal en su país. Como si eso fuera poco, en la Mostra de Venecia de agosto pasado, Mendoza presentó una nueva película sorpresa, titulada Lola, que ahora ya está aquí en Tesalónica.
Pero, ¿qué tienen en común el cine de Brillante Mendoza, Raya Martin o Lav Diaz, otro de los primeros en abrirse paso por afuera de las fronteras de su país? La realidad de Filipinas, por supuesto, es la misma, y parece dominada por una pobreza extrema, además de por fuertes conflictos y contrastes sociales. Pero la forma de abordarla no podría ser más distinta. Es verdad que todos comparten la necesidad de trabajar con presupuestos muy exiguos y saben hacerlos rendir de la mejor manera posible. Aun así, el sonido y la furia del cine de Mendoza, donde los ritmos y ruidos de las calles son tan importantes como los personajes mismos, están en los antípodas de la melancólica respiración del cine de Lav Diaz, de sus imperecederos planos secuencia y de las desafiantes duraciones de sus películas, que no suelen bajar de las ocho horas (un record que hasta ahora parecía ostentar solamente el húngaro Bela Tarr).
En el catálogo de la muestra, el crítico austríaco Christoph Huber –uno de los pocos que parece haber tenido la entereza para profundizar en su obra– reconoce en films como Evolution of a Filipino Family (2004) o en su último trabajo, Melancholia (2008), que se exhibe ahora en Tesalónica en el Museo de Arte Contemporáneo, una exigencia extraordinaria para el espectador. Pero esa exigencia, dice Huber, “se ve recompensada por la experiencia física del tiempo y por un asombroso, singularmente concreto sentido del espacio y las emociones de los personajes”.
Tanto Mendoza como Diaz rondan los 50 años, contra los 25 que ostenta Raya Martin, autor ya de un puñado de films esenciales en el panorama del cine contemporáneo, como A Short Film About the Indio Nacional (2005), Autohistorya (2007) y su obra maestra Independencia (2009), que acaba de verse en Buenos Aires en el docBsAs/09 y que tendrá su estreno en Argentina el año próximo. Pese a su juventud –o quizá precisamente por ella–, Martin sale permanentemente en busca del pasado de su país. Un pasado que él se empeña en reconstruir desde el presente, al punto de filmar toda una película como Independencia, en la que crea un mito de origen no sólo para su cine (una película muda, sutilmente inspirada tanto en David W. Griffith como en Friedrich Murnau) sino también para su país, que sufrió las sucesivas colonizaciones de España y los Estados Unidos, contra las que su obra se rebela.
En otra película, Manila, que este mismo año presentó simultáneamente con Independencia en Cannes y ahora en Tesalónica, Raya Martin produce una operación equivalente, pero aquí referida al cine más reciente y popular de su país. Junto con un cineasta amigo, Adolfo Alex Borinaga Jr. (la colaboración entre pares es otro rasgo común de estos cineastas), reescriben y recuperan dos títulos clave de los años ’80, Manila by Night, de
Ishmael Bernal, y Jaguar, de Lino Brocka, figura patriarcal del nuevo cine filipino. En Manila, las historias de ayer y de hoy parecen encontrar su punto de encuentro en la perenne presencia de las pandillas callejeras, que reaparecen en varios de los otros títulos presentes en el foco filipino organizado por Tesalónica: en los niños del puerto de Bakal Boys, de Ralson Jover (presentada en la competencia oficial), en los adolescentes raperos de Tribu, de Jim Libiran, o en los hermanos trágicamente enfrentados de Engkwentro (la grafía española se mixtura con la lengua local), de la nueva sensación del cine filipino, Pepe Diokno. De apenas 22 años, Diokno acaba de ganar con esta película no sólo uno sino dos premios en la reciente Mostra de Venecia, entre ellos el Venice Horizons, dedicado al cine del futuro.
Rodada en tiempo real, en apenas un par de vertiginosos planos secuencia, uno diurno y otro nocturno, Engkwentro podría parecer a priori un mero registro neorrealista de la sordidez de las villas miseria que rodean Manila. Eso si no fuera porque Diokno, que originalmente tuvo la intención de rodar un documental sobre el tema, se permitió dar un golpe de campana: trabajó con actores profesionales (que no lo parecen) y reconstruyó completamente la villa en un set laberíntico, que reemplaza al mundo real y quizá de esta manera le da otra dimensión a una circunstancia ya muy trajinada por el cine de su país. De algún modo, el gesto de Diokno viene a recordar aquello que descubrió otro director veinteañero, Orson Welles, cuando tuvo la oportunidad de hacer El ciudadano: la idea de que hacer cine puede llegar a disfrutarse de la misma manera en que un niño juega y crea su propio mundo con un tren eléctrico.
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