Mar 16.02.2010
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CINE › UNA PELICULA JAPONESA Y UNA RUMANA BRILLAN EN LA COMPETENCIA

Con el pulso del mejor cine

Caterpillar, de Koji Wakamatsu, es una cruda carga contra el militarismo y el culto a la familia imperial de Japón. Si quiero silbar, silbo, del debutante Florin Serban, adscribe al realismo duro de la tradición cinematográfica rumana.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Berlín

Buenas noticias para la competencia. Una película japonesa y otra rumana le devolvieron al concurso oficial de la Berlinale el pulso del mejor cine. No se podía esperar nada menos de Koji Wakamatsu, un descubrimiento –a los 72 años, paradójicamente– del Forum del Cine Joven, que hace un par de temporadas trajo a Berlín una retrospectiva de su obra, exhibida luego por el Bafici y la Sala Leopoldo Lugones. En ese momento, Wakamatsu sorprendió no sólo por la cantidad y la coherencia de una filmografía hasta entonces casi desconocida: también llamó la atención por su carácter profundamente subversivo, como se manifestaba en United Red Army (2008), crítica reflexión –desde la izquierda más radicalizada– de las razones del fracaso de la lucha armada de los ’70 en la sociedad japonesa. Ese espíritu revulsivo vuelve a manifestarse ahora en Caterpillar, su magnífico aporte a la competencia, que carga contra dos cuestiones centrales en la historia japonesa del siglo XX: el militarismo y el culto a la familia imperial.

Pionero de las películas denominadas pinku eiga, o de explotación erótica, Wakamatsu también fue el primero en subvertir el género desde sus entrañas, como lo prueban tres ejemplos de la primera parte de su obra que se conocieron en Buenos Aires: Secrets Behind a Wall (1965), Go, Go Second Time Virgin (1969) y Ecstasy of the Angels (1972). Crudas en más de un sentido y realizadas de manera casi amateur en un cine tan industrializado como el japonés, las películas de Wakamatsu son también una feroz invectiva contra su sociedad. Con la misma crudeza y ferocidad, Wakamatsu narra ahora, a través de un pequeño film de cámara, de apenas dos personajes, la tragedia de todo un pueblo arrastrado al abismo de la guerra.

El escenario es un villorrio en la campiña japonesa, lejos del frente de combate, que allá por 1945 ya era desastroso para Japón, aunque las noticias pregonadas por la radio hicieran pensar lo contrario. La mujer de un soldado recibe un día lo que queda de él: un hombre brutalmente mutilado, apenas un torso sin brazos ni piernas, una oruga humana, incapaz de articular siquiera una palabra, a causa de las terribles heridas en su cabeza y su garganta. La primera reacción de su esposa es de horror y esa misma noche está a punto de ahorcarlo, convencida de que ni ella ni él quieren seguir así con vida. Pero el sentido de supervivencia de la especie se impone y las necesidades básicas –fisiológicas, sexuales– van expresando paulatinamente una atávica, primitiva vitalidad.

Como en su momento fue el de Nagisa Oshima, ahora el de Wakamatsu es un nuevo Imperio de los sentidos. Pero si en el célebre film de Oshima (en el cual Wakamatsu se desempeñó como productor ejecutivo) los amantes, en su plenitud física, se refugiaban en el sexo para escapar de una sociedad represiva y militarizada, aquí por el contrario se convierten en la expresión más terrible de ese mandato imperial. El es condecorado por la maquinaria militar como “Dios de la Guerra” y celebrado por la prensa como un héroe nacional; ella consagrada esposa modelo, ejemplo de mujer, que debe atender más que nunca todos los requerimientos de su hombre. Nada más trágico entonces que ver a esa pareja copular como insectos, bajo la mirada de un cuadro del emperador y con marchas patrióticas propaladas por la radio como la única música posible.

Otro aporte importante para la competencia provino de esa cantera que parece inagotable: el cine rumano. A los nombres de Cristi Puiu (La noche del señor Lazarescu), Cristian Mungiu (Palma de Oro en Cannes por 4 meses, 3 semanas, 2 días) y Corneliu Porumboiu (también premiado en Cannes por Bucarest 12:08) ahora hay que agregar el del debutante Florin Serban. Es el autor, como guionista y director, de Si quiero silbar, silbo, un film que adscribe al realismo duro de sus antecesores, que por lo visto es ya toda una escuela en sí misma.

Como suele suceder en todas estas películas rumanas, la anécdota es simple, los personajes son cercanos y reconocibles, y el núcleo del asunto está en una dramaturgia que consigue los mejores resultados con los mínimos recursos. Silviu, un muchacho de 18 años, está preso desde hace tiempo en un correccional de menores, donde no se forman otra cosa que futuros delincuentes. Sin embargo, parece un chico inteligente, capaz de hacer algo con su vida. Pero basta que apenas cinco días antes de ser liberado se entere de que su madre –a quien culpa de su detención– pretende llevarse a Italia a su hermano menor para que sea capaz de revolucionar el presidio.

La férrea unidad de tiempo y lugar, la sabia amalgama de actores profesionales y amateurs (los presidiarios no parecen tener otra escuela dramática que la calle misma) y un par de escenas de bravura, particularmente el enfrentamiento entre madre e hijo, separados apenas por la mesa desnuda de un refectorio, que parece a punto de astillarse por sus miradas, hacen de esta opera prima rumana una candidata segura a algún reconocimiento.

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