CINE › ZHANG YIMOU PATINA CON SU VERSION DE SIMPLEMENTE SANGRE
La película china es fea como su nombre: Una mujer, un arma y un negocio de fideos. Por fortuna, en la pelea por el Oso también están Der Räuber, de Benjamin Heisenberg, y Bal, de Semih Kaplanoglu.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
No todo son rosas en la competencia oficial, pero siguen apareciendo títulos valiosos en la carrera por el Oso de Oro de la Berlinale. Entre las espinas, hay que poner en primer lugar a Una mujer, un arma y un negocio de fideos, una película tan fea como su título. El director es nada menos que Zhang Yimou, que allá lejos y hace tiempo fue el portavoz de la llamada Quinta Generación del cine chino. Aquí mismo, el cineasta se llevó el Oso de Oro por su primera película, Sorgo rojo (1988), también presente aquí en estos días, en el marco de la retrospectiva que celebra los 60 años del festival.
Con el paso de los años, quien fuera censurado por las autoridades culturales de Pekín se fue convirtiendo poco a poco en el cineasta oficial por excelencia, autor de superproducciones épicas for export dispuestas a exaltar –con la excusa de las artes marciales– las glorias militares del gigante asiático. La prueba más rotunda de esa estética que conlleva también una ideología fue el aparatoso, marcial espectáculo de apertura de las Olimpíadas de Pekín, que lo tuvo como primer régisseur. Y un poco en esa misma línea ostentosa, pero a escala algo más humana, y con intenciones de comedia, su nueva película es nada menos que una remake de... Simplemente sangre, la ópera prima de los hermanos Coen. Sí, por supuesto que suena incongruente. Pero la película también lo es, al punto de que se llevó algunas de las críticas más mordaces de este gélido invierno europeo.
Pero mejor pasar a aspectos más positivos del concurso oficial, empezando por los locales, por ejemplo. La película alemana Der Räuber (El ladrón), segundo largometraje de Benjamin Heisenberg, tiene algunos de los mejores rasgos que han caracterizado a la llamada Escuela de Berlín –minimalismo expresivo, fuerte concentración dramática, personajes en crisis–, pero al mismo tiempo parece capaz de abrirse a un público más amplio, al conectarse con ciertos tópicos del género policial. El film (realizado en coproducción con Austria) está basado en una novela de Martin Prinz sobre una historia real y bastante famosa en los países de habla alemana: el caso de un ex convicto apasionado por las maratones y las carreras pedestres, que no bien salió de la cárcel de Viena batió su propio record, asaltando uno detrás de otro una infinidad de bancos, a una velocidad olímpica.
Hay una actitud obsesiva, viciosa, en este personaje que la película de Heisenberg (el director de Espía durmiente, vista en la Argentina a través del Goethe-Institut) sabe transmitir muy bien, con una rapidez y precisión equivalentes a la de su protagonista. Johann Rettenberger (un estupendo Andreas Lust) no sólo es un adicto a la velocidad, sino también a la endorfina, a la exaltación que le produce su propio cuerpo en movimiento y que le ayuda a aplacar un dolor existencial. “¿Qué tengo yo que ver con eso que ustedes llaman vida?”, le pregunta sin ninguna ironía a su novia, que terminará delatándolo. De todas maneras, él nunca hubiera podido establecerse, disfrutar el dinero, quedarse quieto. Lo suyo es el vértigo, por el vértigo mismo, hasta el final.
Exactamente en el otro extremo del arco expresivo se encuentra Bal (Miel), la película del director turco Semih Kaplanoglu, también en competencia oficial. Aquí todo es silencio, serenidad, tiempos lánguidos, contemplación de la naturaleza. El punto de vista es el de Yusuf, un niño de apenas seis años, que vive con sus padres en una aldea rural, lejos del mundanal ruido. No hay aquí, sin embargo, ninguna infección sentimental, como acusaba Buñuel a Chaplin. Tampoco ninguna crueldad. Apenas, en todo caso, una tragedia, que toca a Yusuf muy de cerca, pero sin énfasis.
El niño vive sus primeras experiencias –en el colegio, en el bosque– con ojos a la vez asombrados y ávidos. Como sucedía en los primeros films de su compatriota Nuri Bilge Ceylan, quizás en Kaplanoglu también se perciba la influencia del cine de Abbas Kiarostami, particularmente la de la denominada “Trilogía de Koker”, dominada por el mundo infantil. Pero buscando analogías para describir el universo misterioso de Yusuf, hecho de sonidos y susurros –el cascabel que lleva en vuelo el búho familiar, las confesiones de sus inocentes sueños nocturnos a los oídos de su padre–, se podría pensar en aquella niña que fue Ana Torrent en El espíritu de la colmena (1973), del gran Víctor Erice.
Hay belleza en las imágenes de Kaplanoglu, pero nunca al punto de caer en el formalismo. El suyo es un cine pensado para ver en el cine, porque cuando oscurece en el campo, la pantalla también se oscurece con la noche, en la que Yusuf busca refugio, hasta perderse entre los árboles. Se diría que Bal es una película que se deja habitar, como una casa. La información del catálogo de la Berlinale dice que esta Miel de Kaplanoglu es la que cierra una trilogía integrada por Yumurta (Huevo) y Süt (Leche), desconocidas en la Argentina. Quizás sea el momento de indagar por la despensa.
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