CINE › RAFAEL FILIPPELLI HABLA DE SECUESTRO Y MUERTE
La película que inaugura el Bafici se inspira en el caso Aramburu, “pero la historia no sólo se ficcionalizó sino que terminó contando una filosofía del poder como se entendía en ese período”, dice su director.
› Por Diego Brodersen
En su oficina de la Universidad del Cine, Rafael Filippelli se prepara para presentar su nuevo largometraje en la próxima edición del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. El Bafici abrirá este próximo miércoles su duodécima entrega con el estreno de Secuestro y muerte, película protagonizada por el ex piloto aeronáutico, actor y realizador Enrique Piñeyro, y que el catálogo del festival porteño describe como un film cuya condición polémica “no es su tema sino la osadía propia de un gran cineasta, que va y viene entre los dos puntos de vista sin priorizar nunca uno sobre el otro”. Esos puntos de vista pertenecen a un grupo de captores y a su secuestrado, personajes que, más allá de poseer otros nombres y fisonomías en la ficción cinematográfica, recuerdan a Pedro Eugenio Aramburu y al grupo de Montoneros que lo secuestró y ejecutó, allá por 1970.
Filippelli rápidamente aclara que “hay una zona de mi filmografía que está relacionada con la política, Secuestro y muerte es la tercera película que trabaja la década del ’70 luego de Hay unos tipos abajo y El ausente. Si he vuelto en varias ocasiones a esa época es precisamente porque se trata de uno de los períodos más oscuros de mi propia historia. En el origen de Secuestro y muerte está la lectura del libro de Beatriz Sarlo, La pasión y la excepción. Comencé a leerlo en pleno proceso de escritura de Música nocturna y recuerdo que en ese momento le dije a Beatriz que mi siguiente película iba a ser una suerte de adaptación de ese libro. Ese es el tipo de cosas que uno dice a veces, sin resultados, pero en este caso fue totalmente cierto: no había terminado el montaje de Música... y ya habíamos comenzado la escritura del guión de esta película con Mariano Llinás y Beatriz. Más tarde se sumó David Oubiña. Pero más allá del período, si hay algo que veo como un elemento recurrente es que esas tres películas –particularmente El ausente y Secuestro...– narran un encierro y la soledad de un hombre que espera la muerte”.
–¿Por qué no figura su nombre como guionista del film?
–Cualquier otro director se hubiera incluido como guionista. Y de hecho no falté a ninguna de las reuniones de escritura. Pero como no tipié ni una letra, literalmente, me pareció que lo más honesto era no incluirme en los títulos como tal. Ahora bien, si me pregunta si me considero coautor del guión, claro que lo fui: todo el tiempo pedía cosas como “sacá ese chiste”, “poné otra cosa”. Luego, cada uno aportó su parte. Por ejemplo, David Oubiña tuvo la idea –entre muchas otras, claro está– de ciertas conversaciones sobre el primer viaje a la Luna que tienen algunos de los personajes. Debo decir que David se comportó como alguien muy distinto de quien suele ser.
–La película ha sido vista por muy poca gente, sin embargo ya está generando diversas polémicas en algunos sitios web, particularmente la acusación de “gorila”.
–Me han contado, pero como no leo blogs no estoy enterado de todo. En realidad cualquiera puede decir lo que quiera, aunque tengo una opinión sobre el tema. Alguna gente habla por prejuicio, entonces ya saben lo que van a encontrar en la película antes de haberla visto. Frente a eso no puedo hacer absolutamente nada. Menos aún contra esos anónimos en blogs, gente que se comporta como verdaderos canallas.
–No es difícil ver el film como un desafío, entre otras razones por el hecho de trabajar con hechos y personajes conocidos de la historia reciente. A pesar de ello, Secuestro y muerte no utiliza nombres reales y altera conscientemente ciertos detalles históricos. ¿Por qué?
–El punto de partida del relato fue el secuestro de Aramburu, pero a medida que avanzamos en el proceso de escritura la historia no sólo se ficcionalizó sino que terminó contando no un caso puntual, sino una suerte de destilado de una época, una filosofía del poder como se la entendía en determinado período. Una filosofía muy distinta de la de hoy en día. No era menos violento lo que hacía Aramburu o lo que hacía Montoneros. En algún punto nadie tenía razón y nadie dejaba de tenerla. La película intenta ponerse por encima de ese caso puntual para pintar una filosofía epocal, que además no era excluyente de la Argentina, era algo que ocurría en muchos lugares del mundo. Y me viene a la mente la película de Marco Bellocchio (Buongiorno, notte, 2003, que narra el secuestro y ejecución del ex primer ministro italiano Aldo Moro), que no se parece en nada a Secuestro y muerte, aunque el tema es sin dudas compartido. Quienes conocen la historia saben que en ese “aguantadero” no había ninguna mujer, la famosa Norma Arrostito no estaba presente. Pero incluimos a una mujer porque tengo una idea sobre el cine, no tanto sobre la política, que afirma que una reunión cerrada, con mucha gente y sin ninguna mujer, es una porquería (risas). En el caso de las escenas de interrogatorios al personaje del general, escritas por Sarlo, obedecen a una idea de teoría política: en el primer interrogatorio el general se comporta como alguien que apela a la teoría de la responsabilidad y en el otro el texto trabaja una suerte de filosofía decisionista. La idea no era ocultar el hecho real que sirve de origen a la historia, de ninguna manera. Pero como no me interesa el cine de reconstrucción histórica, la película no narra un hecho puntual, sino una tragedia argentina, que pudo haber sido ésa o doscientas cincuenta más. En ese sentido, hay una anécdota graciosa. Todo el mundo que haya visto una foto de Aramburu sabe que él no usaba bigote. Todo el mundo que haya visto una foto de Piñeyro sabe que no usa bigote. Por lo tanto, la utilización del bigote va precisamente en esa dirección. Enrique tuvo una idea genial antes del rodaje, que al principio yo no entendí. Al darme algunas ideas sobre la fisonomía del personaje, me dijo que quería usar maquillaje, a lo cual le respondí que me parecía una insensatez pensar en maquillarlo para que se parezca a Aramburu. Y él me respondió: “No, pelotudo, la idea es maquillarme para que no me parezca a mí mismo”. Gran idea, aunque después tuvo que aguantar más de una hora y media diaria de maquillaje.
–¿Cómo fue el trabajo del casting?
–Por las razones antedichas, no hubo búsquedas de determinado physique du rôle, sino sencillamente un planteo de capacidades actorales. Respecto de los personajes, lo que tenía claro era que la mujer debía ser un personaje algo distante, que el hombre que en el film se llama Máximo debía tener un dejo de locura, y así con todos los demás.
–Hay en la película un tono apesadumbrado, pesimista, de callejón sin salida...
–En realidad, la película no intenta hacer de esto una cuestión premonitoria. Secuestro y muerte habla del pasado, de un pasado que, efectivamente, no tuvo salida. O mejor dicho, la salida fue una verdadera tragedia. Hay algo notable respecto de esta cuestión de la época. En mi caso, debo decir que no me puse particularmente emocional o nervioso cuando me enteré de que habían matado a Aramburu. Tampoco salí a festejar, digamos. Pero si hoy ocurriera una cosa similar uno diría “qué hijos de puta, ¿cómo hicieron eso?”. En aquel momento no tenía particularmente simpatía por los Montoneros, pero al mismo tiempo un acto como ése no me parecía una cosa descabellada, así se dirimían los problemas en esa época. Con el tiempo uno terminó cayendo en la cuenta de que fue un error total fusilar a un grupo de gente. Y luego fusilar a los fusiladores, un error mucho más terrible al estar dirigido por el mismísimo Estado, una locura total. La película intenta comprender esa época de locura.
–Hay pocas películas argentinas de ficción que se les animen a estos temas de manera frontal, muchas toman esos años como una suerte de trasfondo para narrar otro tipo de historias.
–Es cierto. En lo personal, cada vez que he trabajado alguna cuestión política en mis películas, esa cuestión no fue un trasfondo. Creo que en Secuestro... eso se radicaliza aún más. No estamos hablando de “en los setenta, mientras en el país pasaba esto, una pareja de adolescentes se enamoraba”. Mi intención era intervenir artísticamente sobre un tema que excede ampliamente lo artístico, es una película cuya forma no obedece a las habituales de lo que suele llamarse “película de denuncia”.
–La puesta en escena de sus películas posee un estilo definido. ¿Cómo fue en este caso el trabajo de colaboración con el director de fotografía?
–Yo tenía dos ideas. Una era trabajar en formato de pantalla ancha y la otra utilizar el teleobjetivo. Me explico. Lo que quería era escaparle a una idea muy convencional que afirma que una película de encierro necesita de planos muy cerrados. Eso habría sido un desastre, porque me hubiera obligado a hacer una película de montaje, con muchos cortes. Luego de discutir con Fernando Lockett –el director de fotografía, con quien ya trabajé en otras ocasiones, por ejemplo en Música nocturna– llegamos a la conclusión de que si trabajábamos con ópticas largas, con teleobjetivos, íbamos a lograr cercanía en relación con el plano, el foco, pero sin la sensación de estar arriba de los personajes. La idea de la pantalla ancha surgió, en parte, por la certeza de que los personajes iban a estar mucho tiempo sentados alrededor de una mesa. Y pensé que la única manera de resolver eso era usar una imagen ancha, apaisada, para poder así tener el mayor tiempo posible a los cuatro personajes en cuadro. Y para que quede claro, yo no soy fanático del plano-secuencia, eso ya me parece una moda. Pero sí me gusta cortar lo menos posible, entre otras cosas porque favorece el trabajo de los actores. La verdad es que trabajé con un equipo excepcional, no sólo Lockett. El sonido de Jésica Suárez es excepcional, lo mismo el diseño de arte de Cecilia Figueredo. Me llevé muy bien con los actores, con quienes ensayamos arduamente durante meses, y debo agradecer la invaluable ayuda de Inés de Oliveira Cézar, quien trabajó en la preparación de los actores antes del rodaje.
–Usted tiene una relación muy estrecha con los jóvenes realizadores del cine argentino. ¿Su rol como docente lo estimula como cineasta?
–Hace dieciocho años que doy clases en la Universidad del Cine y eso fue algo que me cambió la vida. Cuando Manuel Antín inventó la Escuela me invitó a dar clases y al principio no había pensado ni remotamente en hacer algo ligado con la docencia. En ese momento volví a leer libros que hacía rato no leía, desde Bazin a Deleuze. Y me lo tomé con pasión. Fue y sigue siendo un verdadero orgullo haber tenido como alumnos a Lisandro Alonso, a Pablo Trapero, a Rodrigo Moreno, a Mariano Llinás, a Matías Piñeiro. Gente por la que siento mucho cariño y además cineastas espectaculares.
–¿Cómo ve la situación actual del cine argentino?
–Creo que en la historia del cine argentino no ha habido un momento más culminante que la aparición de esta nueva generación –que ya lleva varias oleadas– y que dio vuelta al cine local como una media. Desde Mundo grúa en adelante la situación ha cambiado mucho. Y más allá de los directores, porque sin ellos no existiría nada, hubo otros tres pilares que fueron fundamentales: la FUC, el Bafici y la revista El Amante. Para una persona como yo, que ha dejado de ser joven hace rato, inaugurar un evento que se define como el festival de lo nuevo y lo joven es todo un honor. Desgraciadamente, la nueva situación del Incaa, en cuanto a la aprobación de guiones, no fomenta la aparición de nuevos valores. Es un sistema que privilegia los millones de espectadores que puede hacer alguna película excepcionalmente y, por otro lado, genera un craso negocio para un grupo de oportunistas que estrena películas con una sola copia en el Gaumont para cobrar el subsidio. Gente a la que el cine le importa tres carajos. Y encima hay otro grupo de cretinos que escribe en los periódicos y que, muy adrede, confunde a estos protodelincuentes con Juan Villegas o Celina Murga y los pone a todos en la misma bolsa. Quizá nos estemos perdiendo otros Mundo grúa, no lo sé.
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