CINE › LAS PELíCULAS QUE CERRARON LA SELECCIóN OFICIAL ARGENTINA DEL BAFICI
En El Rati Horror Show, Enrique Piñeyro abusa del estilo de informe televisivo; Torino, de Agustín Rolandelli, pone el foco en el mundo fierrero; Los actos cotidianos es quizá la película más oscura de Raúl Perrone; Las pistas fue el peor final posible.
› Por Diego Brodersen
El XII Bafici se acerca a su fin y los últimos cuatro contendientes dentro de la Selección Oficial Argentina, dos documentales y dos relatos de ficción, fueron proyectados por primera vez en las últimas dos jornadas. El director de El Rati Horror Show –singular título que no lo es tanto si se conocen los detalles de su temática– no necesita de presentaciones. Desde que Whisky Romeo Zulu fue presentada en la edición 2004 del Bafici, el ex piloto Enrique Piñeyro se ha transformado en una figura conocida dentro del ámbito cinematográfico local. En su último trabajo documental, un poco a la manera de su anterior Fuerza Aérea Sociedad Anónima, Piñeyro utiliza todo tipo de herramientas audiovisuales para realizar otra denuncia puntual, al tiempo que intenta describir cierto estado de las cosas, un sistema corrompido que propicia excesos, encubrimientos y mentiras.
La investigación tiene como eje el caso de Fernando Carrera, acusado por el homicidio de varias personas y condenado a treinta años de prisión luego de un confuso hecho ocurrido en el año 2005 conocido como “La masacre de Pompeya”. ¿Condena justa o apenas otro caso de gatillo fácil que, adulteración de pruebas y falsos testigos mediante, terminó con un inocente tras las rejas? Esto último es lo que afirma rotundamente Piñeyro, quien aporta una cantidad considerable de pruebas y quien se siente genuinamente interesado en darlas a conocer mediante el medio elegido: el cine. Las comparaciones con el estilo documental de Michael Moore resultan inevitables, aunque en este caso el director argentino logra por momentos transformar su investigación –que incluye animaciones, reconstrucciones y un notable despliegue de tecnología en pantalla y detrás de ella– en algo cercano al ego trip, ocupando el centro de la escena durante gran parte del film, casi como un demiurgo moderno, y adoptando un tono admonitorio que atenta en parte contra sus evidentes deseos de crear un film político. Más cerca del informe televisivo que del relato cinematográfico, El Rati Horror Show peca además por exceso de espectacularidad en su afán de acumular efectos sobre el espectador, logrando un paradójico adormecimiento, marca registrada de mucho periodismo catódico.
Más clásica en su construcción y con una materia de estudio ciertamente más amable, Torino se ocupa de una pasión argentina: el automóvil nac & pop fabricado entre 1967 y 1982 que logró convertirse en objeto de veneración, primero, y en el centro de un verdadero culto, después. Montajista de, entre otras, Historias extraordinarias (Mariano Llinás), Agustín Rolandelli debuta como realizador con un largometraje documental que describe el origen y las características de esa pasión, con el trasfondo de una Argentina que abandonaba sus esperanzas de país industrializado para entrar en la era de la importación y la prestación de servicios. Luego de un primer capítulo que narra escuetamente el origen del “Toro”, el film se concentra en el furor del Turismo Carretera y el meteórico ascenso de ese automóvil en las pistas nacionales e internacionales. La omnipresente figura paterna de Fangio, los recuerdos de corredores y mecánicos, la eterna comparación de cilindradas y velocidades máximas, van así conformando el entramado de una mitología, aunque se extraña la ausencia de dueños y fanáticos contemporáneos, que sólo aportan algunas anécdotas y fotografías cerca del final. La reconstrucción de una importante carrera de resistencia en Alemania no resulta lo más logrado de Torino, que se revela como una película prolija en su construcción, aunque poco estimulante y sin demasiado interés para aquellos alejados del ámbito fierrero.
Otro realizador que no requiere de mayores presentaciones, Raúl Perrone, mostró su nueva aproximación a la vida de barrio. Proteico como suele ser la costumbre, pero sin abandonar su Ituzaingó natal, Los actos cotidianos es una de sus películas más oscuras, en primer lugar por su contrastada fotografía, pero fundamentalmente por el retrato de unos personajes a los cuales no parece presentárseles salida de un pequeño purgatorio cotidiano, encerrados entre paredes y enfrentados a la repetición de rituales y gestos (no hay aquí ninguno de los clásicos planos celestiales tan habituales en el cine del “Perro”). El film parece apropiarse sin mayores aclaraciones de algunas ideas visuales del cineasta portugués Pedro Costa, particularmente ciertos encuadres de No Quarto da Vanda, y las reutiliza para narrar no tanto una historia lineal, sino más bien una serie de viñetas que van perfilando un mundo, el de las clases medias-bajas del conurbano bonaerense. No todas son pertinentes ni interesantes, y resulta extraño que recurra a una metáfora tan evidente como la del pájaro en su jaula. Tal vez lo más destacable sea, previsiblemente, la necesidad del realizador de no juzgar a sus criaturas, personajes-actores-personas que son tomados por la cámara con una distancia que no permite la empatía absoluta, pero tampoco la piedad bien pensante. Aun sin ser uno de los mejores trabajos de Perrone, Los actos cotidianos viene a sumarse a la prolífica filmografía de un autor difícil de clasificar, siempre inquieto y personal.
El último film en competencia –que apenas si califica como largometraje con sus cincuenta minutos de metraje– resulta un enigma dentro de la programación del festival. Difícil comprender las razones por las cuales fue elegida Las pistas, ópera prima de Sebastián Lingiardi, cuyo tono de paranoia urbana remite al clásico Invasión, de Hugo Santiago, y que utiliza un reparto de actores no profesionales que incluye a representantes de una comunidad indígena del Chaco. Tal vez allí y solamente allí esté la respuesta, porque este esfuerzo colectivo está mucho más cerca del trabajo de fin de curso de una escuela de cine que de un título que merezca competir por algún premio (pueden encontrarse películas argentinas mucho más atendibles en varias secciones paralelas). Con su fotografía arruinada por la compresión digital, actuaciones que no están jugadas a una idea de verosímil, pero tampoco a una búsqueda de extrañeza –son simplemente mediocres– y una ambición narrativa que ridiculiza aún más los resultados, Las pistas resultó el peor final posible para una competencia que demostró un nivel más que atendible.
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