CINE › AíDA BORTNIK Y JUAN JOSé CAMPANELLA INAUGURAN UNA ESCUELA DE GUIóN
La guionista de La historia oficial y el director de El secreto de sus ojos comparten una mirada sobre cómo narrar. En sus clases procurarán “darle un enfoque a esa gente que tiene la necesidad de contar su verdad y no sabe cómo comunicársela a los demás”.
› Por Ezequiel Boetti
El destino parecía empecinado en calcar el trazo de sus caminos: ella, amante del teatro “desde siempre”; él, del cine. La adultez los encontró imbuidos en carreras universitarias ajenas a sus intereses, decisiones motorizadas más por la imposición de un futuro laboral promisorio que por el llamado de la vocación, aquel que sólo atendían por las noches. Ella, cuando de estudiante de abogacía se convertía en una de teatro. El, cuando dejaba raudo la Facultad de Ingeniería rumbo a la escuela de cine. Duraron un par de años en esas vidas pantomímicas, hasta que hipotecaron la certidumbre de un porvenir monetariamente redituable por la certeza de la vocación. Décadas después, aquellas decisiones probaron haber sido acertadas. Periodista, escritora, productora de TV, directora de teatro, ella guionó once films, entre los que se destacan La tregua, Tango feroz y Cenizas del paraíso. El es un director que hace dos meses hizo cumbre en la cima del éxito cuando su último opus, El secreto de sus ojos, se alzó con el Oscar a la mejor película extranjera. Un logro como el de La historia oficial, film de Luis Puenzo cuyo guión fue imaginado por la pluma de ella veinticinco años atrás. Con vidas signadas por acontecimientos similares, y después de la experiencia en Vientos de agua (ver recuadro), Aída Bortnik y Juan José Campanella emprenderán desde el 31 de mayo la segunda iniciativa conjunta: una escuela de guión. “El objetivo es que nuestros alumnos puedan encontrar, dentro de sí mismos y por su propia cuenta, los resortes que hacen que una historia funcione. No le vamos a decir en qué página poner una vuelta de tuerca”, adelantan.
La idea recorre las mentes de ambos desde hace años, pero la posibilidad de concretarla se corporizó recién en agosto pasado. “Empezamos a pensar qué enfoque queríamos darle, qué era lo distinto que teníamos para ofrecer en cuanto a cómo aprender guión. El proyecto se demoró porque estuve en el exterior de diciembre a marzo, pero siempre seguíamos armando el programa. Y cuando volví empezamos a ejecutarlo”, asegura el director, que durante las últimas semanas recorrió Europa acompañando el lanzamiento del film protagonizado por Ricardo Darín y Soledad Villamil. “Es mucho más que un seminario, pero no queremos decirle carrera porque no daremos título. Lo llamo escuela, aunque también es un taller. El tema es que la idea de un taller parece más liviana de lo que será.” Campanella dictará su clase semanal en una sala de proyecciones aún por definir. La de Aída Bortnik, en cambio, será en su casa, metodología similar a la que usó con el director de Luna de Avellaneda tres décadas atrás (ver recuadro). “Es un lugar más cálido y relajado que un aula. Por el momento será un semestre. Si el año que viene ampliamos, veremos cómo seguimos”, asegura ella. “No enseñaremos a escribir, sino a que cada alumno encuentre su propio lenguaje.” La inscripción se realiza vía mail a [email protected].
–¿Qué tendrá de distinto en comparación con las escuelas de cine?
Juan José Campanella: –Hay un fenómeno que no se da sólo acá, sino también en Estados Unidos, que es una enorme proliferación de libros. Nunca hubo tanta bibliografía que explicara cómo hacer cine y, sin embargo, tantos malos guiones dando vueltas. Hay un exceso de fórmulas y mucha gente dispuesta a explicarte qué es una escena o una secuencia. Eso genera películas adocenadas y sin sorpresas, que sólo se limitan a seguir las instrucciones. O también la reacción contraria, donde se rechazan de plano esas fórmulas y quedan como informes que no llegan a tener los resortes ni mecanismos necesarios de una buena historia. Hay que desarrollar el instinto del narrador. Recién entonces habrá una clase teórica para poner en orden esos sentimientos. Se trata de aproximarlo desde el lado opuesto a todo los cursos de guión que conozco, incluso en la Universidad de New York. Así es como no quiero que sea.
–¿Esa falta de buenos guiones puede deberse a la formación multidisciplinaria que se dicta en lugares donde se enseña guión, dirección, producción o edición, sin focalizar en uno en particular?
Aída Bortnik: –No, creo que sí se hace guión, pero mal. Hice un posgrado con personas que habían estudiado cuatro años y no sabían nada. Conocían los nombres técnicos, las fórmulas estructurales, pero no tenían la menor idea de qué contar ni cómo hacerlo. En eso uno puede ayudarlas. Estudié toda mi vida teatro y nunca leí un libro sobre guión.
–¿Se aprende practicando y viendo?
A. B.: –Claro. Estudié teatro, pero no cómo se escribe: eso no se puede estudiar. Sí me interioricé en la historia, leí obras, a Chéjov, a Shakespeare. Estudié.
J. J. C.: –Totalmente. Es muy importante escuchar la propia voz. Siempre sale bien lo que es genuino y no lo que trata de imitar a otro.
–Ustedes hablan de los resortes que motorizan un guión. ¿Cómo se aplican cuando se trata de la adaptación de una novela, de un texto preconcebido?
A. B.: –Uno no adapta la novela haciéndola igual en cine. Cambié muchísimas cosas en La tregua. El cine viene del teatro, es el arte de la representación. Tiene muchas diferencias de lenguaje, hay que tener claro qué se está escribiendo. No es lo mismo el cine que el teatro, pero la estructura dramática que yo tenía me facilitó mucho la escritura de cine. Además, yo veía películas desde los tres años.
J. J. C.: –Es que eso va desarrollando el instinto. También la elección de qué cine ver. Viví una situación parecida con el texto de La pregunta de sus ojos. Uno encuentra en la estructura y en la historia los elementos que suenan en uno, y los enfatiza. Es casi una selección natural. Muchos cambios fueron propios de la trasposición al lenguaje cinematográfico, pero otras cosas se relacionaron con encontrar la porción en común entre el mundo de Eduardo Sacheri y el mío. Eso tiene que ver con encontrar qué es uno, qué tiene para decir.
–Da la sensación de que en el cine argentino cada vez se prioriza más la ausencia del lenguaje verbal, la puesta en escena o un ángulo de cámara extraño. ¿Creen que actualmente se le da al guión la importancia que merece?
J. J. C.: –El cine da para todo. Nuestra posición no es que algo puede o no hacerse en una película. Puedo transmitir y comunicar el cine que me gusta, pero conociendo y aceptando la existencia de otro cine del que no puedo decir nada porque no me gusta ni me interesa. En los últimos años, junto con el auge de las facultades, surgió una escuela de pensamiento que dice que el guión es malo, que se puede hacer cine sin historia y que el director tiene que trabajar libremente para crear climas. Es una posición válida para un público determinado y a la que varios directores adhieren, pero no es lo que nosotros vamos a transmitir.
A. B.: –Esa escuela está convencida de que se puede hacer cine sin contar una historia.
J. J. C.: –Creo la posición es más radical. Piensan que se debe hacer cine sin contar una historia. Y yo creo que eso es imposible, antinatural. Está en la naturaleza del ser humano buscar una historia aunque no la haya. Si veo una hora y media un tipo mirando el cielo, a los cinco minutos ya pienso por qué lo hace, qué lo motiva. La existencia de un cine sin historia libra una batalla que tiene todas las de perder.
–¿El guión es una forma de dejar un legado?
A. B.: –No es ésa la intención. Lo que pasa es que uno no puede escribir ignorando su propia historia. Siempre estás hablando de tu pasado, de lo que sentís, de lo que sabés. No hay otra manera de contar.
J. J. C.: Creo que no existe una buena película, sino que depende de la conexión que establezca con uno. Será mejor o peor de acuerdo con el grado de comunicación que alcance. Una película es una forma de conectar mi verdad con la tuya. Lo que queremos hacer es darle un enfoque a esa gente que tiene la necesidad de contar su verdad y no sabe cómo hacer para comunicársela a los demás.
–Pero siempre pensando en el público: alguien tiene que oírla y sentirse atrapado.
J. J. C.: –La necesidad de comunicarse con el público no implica contar lo que el público quiere. Esa es la gran diferencia. Nosotros hemos hecho películas que son muy difíciles de vender. Contrariamente a lo que todo el mundo cree, me costó mucho vender cada proyecto. Nadie estaba interesado en hacer la historia de amor entre dos viejos o la historia de un club. Pero siempre fue lo que quise contar, y están hechas de tal forma que logran comunicarse con la gente. Esto no es un curso para hacer un éxito, sino de cómo decodificar esos resortes para comunicar la historia que vos querés contar. La manera de hacerlo no es con clases teóricas que expliquen los elementos sino encontrándolos en vos mismo.
–¿Cómo se hace para compatibilizar esos resortes internos cuando se trabaja de a dos?
J. J. C.: –Es que una vez que esos resortes se hacen carne, salen solos y son similares. Para hacer algo por intuición, primero hay que hacerlo muchas veces pensándolo y trabajándolo. Igual hay diferencia de voces, hay más o menos compatibilidades según lo que cada uno busque. Además son distintos los resortes en una serie donde hay que dejar el suspenso para el próximo capítulo, y ahí sí empiezan a tallar ciertas cosas más buscadas que en un largometraje, donde tiene que haber una combinación justa de espontaneidad, sensibilidad y técnica. Como en todas las artes. Cualquier egresado del Conservatorio de Artes puede tener el mismo conocimiento teórico que Miguel Angel, pero los cuadros no le salen igual. La idea aquí no es imitar, sino buscar dentro de uno la historia que uno quiere contar. Nosotros vamos a explicar cómo comunicarla de la mejor manera.
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