Viernes, 25 de junio de 2010 | Hoy
CINE › INDEPENDENCIA, NOTABLE PELICULA DEL REALIZADOR FILIPINO RAYA MARTIN
La economía de recursos no significa carencia de ideas: Martin hace uso del blanco y negro, el fuera de campo y la solvencia narrativa para su parábola sobre una invasión estadounidense.
Por Horacio Bernades
INDEPENDENCIA
Francia/Filipinas/Alemania/Holanda, 2009.
Dirección: Raya Martin.
Guión: Ramón Sarmiento y Raya Martin.
Fotografía: Jean Lapoirie.
Intérpretes: Sid Lucero, Alessandra de Rossi, Tetchie Agbayani y Mika Aguilos.
Se exhibe en digibeta en la Sala Leopoldo Lugones, desde hoy y hasta el 4 de julio, los viernes, sábados y domingos (consultar horarios en cartelera).
Tres potencias invasoras, tres momentos de la lucha por la independencia, tres modos de representación cinematográfica, tres películas para recrear cada una de esas instancias. Resuelto a abordar la historia de su país y, al mismo tiempo, la del cine de su país, la trilogía que el nativo de Manila Raya Martin viene llevando adelante desde hace un lustro es, como la simple exposición del proyecto deja ver, de un rigor infrecuente. Ese rigor es más llamativo aún, teniendo en cuenta que en el momento de plantearse esa serie cinematográfica, quien está considerado el nombre más alto del cine filipino tenía tan sólo 20 años. Ambientada en la época de la revuelta contra el dominio español –fines del siglo XX–, Una película corta acerca del Indio Nacional (2005, se proyecta el viernes 2 de julio en la Sala Lugones) adoptaba las formas del cine mudo. Ahora, en Independencia (presentada en Cannes 2009), son tiempos de invasión estadounidense, con lo cual la propia película se acoge al modo de representación que en ese mismo período el cine de Hollywood comenzaba a cristalizar. La trilogía deberá cerrarse con una película aún sin nombre, que dará cuenta de la invasión japonesa durante la Segunda Guerra, a la manera de un film de ese origen.
Como corresponde a un film primitivo –aunque la película sea sonora, la estética sigue siendo la del cine mudo–, la historia de Independencia es de una extrema simpleza. Ante la llegada del ejército estadounidense, una mujer mayor y su hijo buscan refugio en la selva, donde poco más tarde el muchacho (arquetípicos, los personajes no tienen nombres) rescatará a una chica violada, con la que terminará constituyendo una nueva familia. Eso sería todo si no fuera que la película está llena –está hecha, se diría– de ecos y resonancias. Ver en este sentido la escena introductoria, en la que la utilización del fuera de campo es –como en el cine primigenio– de una sencillez que no puede sino definirse como exquisita. En el mercado, un grupo de gente oye ruido de bombas. Miran hacia arriba y hacia fuera de cuadro, alguien menciona a los norteamericanos (a quienes nunca se ve) y en la escena siguiente la mujer y su hijo están haciendo sus cosas y partiendo a la selva.
“Refugiémonos en la casa del español”, dice la mujer. El comentario admite una lectura literal y también una histórico-alegórica, que es lo que sucede con la película in toto. Filmada en estudio (o en lo que aparenta serlo, al menos) y con cámara fija, las localizaciones se definen de modo tan sintético como la propia historia y los personajes y recursos puestos en narrarla. La selva, exuberante y artificial como en un film de Von Sternberg (la localización recuerda sobre todo a la recientemente recuperada La saga de Anathan), se reduce a dos o tres encuadres. Siempre los mismos. Otro tanto sucede con “el río”, “la choza” y “el claro en la espesura”. El blanco y negro, excelso aporte de la directora de fotografía francesa Jeanne Lapoirie, es tan titilante y modelado como podía serlo en algún film de Murnau, de cuya Tabú parece arrancado el lirismo selvático de este verdadero poema visual. Visual y sinfónico, como en varios fragmentos en los que es la música –el cine mudo, otra vez– la que parecería diseñar la imagen.
Los personajes sueñan y sus sueños aparecen en globitos como de historieta. O de Méliès, si se prefiere. De Méliès parece también el color que irrumpe en la última escena, estrictamente pintado a mano. En el mundo del blanco y negro, el color es el mañana: la escena previene, de tal modo, que la tragedia narrada –la de la historia y la de la Historia– se proyectará en el futuro. “Está pasando algo en la selva”, anuncia el protagonista, recordando aquel “hasta la jungla quería verlo muerto”, con que el teniente Willard anticipaba, en Apocalypse Now!, el inminente final de Kurtz. Del mismo modo que lo hace la selva, los mitos de origen resisten al invasor, por su propia existencia. Cierto cocotero mágico al que el protagonista anhela llegar, una bruja de la que se habla, una presencia fantasmal junto al río, la tormenta que se desencadena. El invasor invade la película misma: allí por la mitad del metraje salta el rollo de celuloide y un documental de propaganda estadounidense (inventado por Martin, desde ya) modela la figura del buen salvaje filipino, intentando disimular la muerte de un niño a manos de un soldado. El cine como constructor y deconstructor de ideología: de lo primero se ocupa el ocupante, de lo segundo el resistente. Un resistente llamado, en este caso, Raya Martin.
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