CINE › ENTREVISTA CON PHILIP SEYMOUR HOFFMAN SOBRE “CAPOTE”, SU PASAPORTE AL OSCAR
En su primer protagónico absoluto, el favorito al Oscar al mejor actor en la ceremonia de la Academia de Hollywood del domingo próximo compone al célebre escritor durante los años en los que concibió su obra maestra A sangre fría, cuando tuvo que optar entre su libro y su conciencia.
› Por Luciano Monteagudo
¿Alguien sabía quién era Philip Seymour Hoffman antes de Capote? Sí, quizá, pero sobre todo de vista: era uno de esos actores que uno estaba seguro de haber reconocido cantidades de veces –¿junto a Matt Damon en El talentoso señor Ripley, con Al Pacino en Perfume de mujer?– y nunca se acordaba el nombre. En todo caso, había quienes lo podían empezar a reconocer por un par de personajes: claro, por supuesto, él era el crítico de rock Lester Bangs de Casi famosos, que le recomendaba al protagonista: “Nunca te hagas amigo de las estrellas de rock y, sobre todo, no les tengas piedad”. Era, también, cómo no, el pornógrafo obsesionado con los atributos de Mark Wahlberg en Boggie Nights. Pero, sobre todo, ese rubio de cara triste, redonda y rojiza –en los antípodas del héroe de acción o del clásico galán de Hollywood– se hizo notar con una sola escena de Happiness, la negrísima comedia negra de Todd Solondz: sí, esa escena precisamente... la de la masturbación.
Ahora Philip Seymour Hoffman encontró una manera un poco menos escandalosa de llamar la atención, pero bastante más eficaz. Después de su elaborada composición de Truman Capote –su primer protagónico absoluto, que sin duda le valdrá el Oscar al mejor actor en la ceremonia de la Academia de Hollywood, el domingo próximo– ya nadie se permitirá olvidar su nombre.
Con la única excepción, quizá, de Andy Warhol, ninguna otra personalidad de la cultura estadounidense logró construir un personaje de sí mismo como lo hizo Capote: además del excepcional escritor y periodista que fue, el autor de Desayuno con diamantes y Música para camaleones se consagró también como el dandy por antonomasia de la intelligentzia neoyorquina de su época, con un grado de divismo y exposición pública como nunca tuvo antes ni después ningún otro intelectual estadounidense. Lidiar con una figura pública de esa talla –en el momento de escribir su novela más famosa, A sangre fría, que lo enfrentó con su propia conciencia– fue el gran desafío que se impuso Hoffman, con quien Página/12 conversó en septiembre pasado, en el Festival de Toronto, al día siguiente del estreno mundial del film, cuando no habían pasado 24 horas de la première y ya se hablaba de él como el favorito al Oscar (“La verdad, estoy un poco abrumado, ¿cómo se hace con eso? No sé qué decir”).
Enfundado en jeans, zapatillas, camisa leñadora y gorra de béisbol, Hoffman (nacido en 1967, en Rochester, estado de Nueva York) se presenta a esa charla matinal con media docena de periodistas con un look que parece apartarse deliberadamente de la imagen de Capote: como un norteamericano común y silvestre, no demasiado dispuesto a rendirse a la vanidad que trae aparejada la fama. A diferencia del tono aflautado que en la película le toma prestado a Capote, en persona Hoffman ostenta una voz masculina, grave y profunda. Tiene cara de que lo despertaron apenas unos minutos antes, y que no alcanzó a tomar todo el café que hubiera sido necesario. Los minutos, sin embargo, corren y las preguntas vuelan a través de la mesa.
–¿Cómo llegó a protagonizar esta película?
–Bueno, con Danny Futterman (el guionista) y Bennett Miller (el director), nos conocemos desde la escuela secundaria. Un día vinieron a casa y me contaron que habían escrito un guión. “¿Querés hacer de Capote?”, me preguntaron. Primero me pareció absurdo. No veía de qué manera la imagen de Truman y la mía encajaban, de ninguna manera. Pero cuando leí el guión, y después la biografía de Gerald Clark, empecé a ver las cosas de otra manera. Era esa historia la que me atraía: la historia de ese personaje, en ese momento determinado, cuando se enfrenta a la escritura de A sangre fría. La historia que hay detrás del libro, eso me llevó a la película, y no el desafío técnico como actor, que por sí solo hubiera sido insuficiente, y que me hubiera intimidado. Lo que me atrajo de la película fue este relato trágico, a la manera clásica. Algo que es inevitable y que no se puede detener. Eso era lo interesante del trabajo, lo que lo hacía atrapante.
–¿Ese costado oscuro del personaje?
–Sabíamos que la historia no iba a hacer brillar a Capote con la mejor de las luces. Pero es una tragedia y no habría una tragedia si no se tuviera conciencia de lo que va a suceder, que no va a ser agradable, por cierto. Es el comienzo de su decadencia. Esa es la historia, no es un juicio nuestro, eso es lo que sucedió. Capote murió a los 59 años, solo, de alcoholismo, sin haber podido terminar otro libro. Esa es la historia. Nosotros tratamos de contar qué es lo que suponemos que le sucedió, cuál fue el comienzo del fin. Pero como actor, yo tengo que ir más atrás, comprender al personaje para saber por qué actuó como lo hizo y qué fue lo que finalmente lo derrumbó.
–¿Usted siempre consideró que Capote necesitaba que ejecutaran a Perry Smith y Richard Hickock para concluir su novela?
–Bueno, sé que el libro sólo funciona si son ejecutados. Quién sabe qué hubiera pasado si no hubiera sido así. Pero pienso que hay un montón de razones que hacen que no todo sea en blanco y negro, que sea mucho más complejo que eso. ¿Capote hubiera podido publicar su libro y hubiera sido exitoso si ellos hubieran vivido y hubieran podido hacer escuchar sus propias voces? Smith y Hickock lo hubieran leído, por cierto. ¿Y hubieran estado de acuerdo? Había toda una serie de conflictos de orden ético de los que él fue consciente. El quería un final para su libro, un final claro, limpio, y tuvo que confrontarse con ese deseo.
–¿Usted piensa entonces que Capote utilizó a Smith y Hickock?
–Saben, yo tenía que interpretar a Capote, ser él, y por lo tanto no pasé mucho tiempo preocupado por lo que yo pensaba. Inmediatamente, empecé a tratar de ver todo el proceso a través de los ojos de Capote. Y creo que el libro ve a los convictos bajo una luz muy comprensiva, los saca del anonimato, los convierte en personas muy reales. Uno verdaderamente se hace una idea del medio del que provenían Perry Smith y Richard Hickock, quiénes eran, de dónde venían. Hay una cierta compasión hacia estos dos asesinos en el libro. Y siempre fui muy consciente de esto. Fue algo que me dijo mucho sobre la relación que se estableció entre ellos, sobre la cercanía que logró Capote con sus personajes.
–¿En qué se basó para trabajar su composición?
–Hay muchas fuentes, pero fue sobre todo un documental de los hermanos Maysles, llamado With Love from Truman, el que se convirtió en una suerte de Biblia para mí. Lo vi una y otra vez, porque pienso que resume un montón de cosas que yo necesitaba saber. Era él en el momento preciso que retrata la película, justo antes de que se desintegrara completamente en lo que luego se convirtió, esto es, en un hombre que murió de alcohol y pastillas. Todavía era Capote en ese momento. Los Maysles lograron atrapar algo muy privado de él y uno ve a alguien bastante más llano de lo que creía. Por lo tanto, me fue muy útil.
–Pero estaba el riesgo de la imitación...
–Primero hubo una etapa de investigación, de trabajo estrictamente técnico. La voz, por supuesto, me dio mucho trabajo. Pero después había que elaborar desde adentro, construir al personaje: emocionalmente, psicológicamente. Y para eso me apoyé en el guión, que fue lo que me llevó a hacer la película. La historia, siempre la historia, ésa fue mi guía. Es la historia la que te hace saber cómo es y qué piensa realmente el personaje.
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