CINE › 13 ASSASSINS Y ESSENTIAL KILLING, DOS FILMS NOTABLES PROYECTADOS EN TORONTO
El festival canadiense mostró la espectacular nueva película del japonés Takashi Miike, esta vez amparada por una gran producción. Y evidenció el regreso en su mejor forma del veterano director polaco Jerzy Skolimowski.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Toronto
Del otro lado del Atlántico no sólo llegan los ecos del escándalo de la premiación en la Mostra de Venecia, donde el presidente del jurado, Quentin Tarantino, habría favorecido a su ex Sofía Coppola con el León de Oro, sino también con otros premios a sus amigos Monte Hellman y Alex de la Iglesia, según denunció la prensa italiana (una noticia que aquí reprodujeron los trade papers de Hollywood como reguero de pólvora). También cruzan a Toronto algunas de las películas que compitieron en el Lido y que dan una idea, en todo caso, del alto nivel que parece haber tenido este año la Mostra.
Extrañamente, la película de Miss Coppola, Somewhere, no fue programada en Toronto, que casi nunca se priva de proyectar el León de Oro apenas un par de días después de la ceremonia de clausura del festival italiano. Pero cuesta creer que Tarantino, un reconocido fanático del cine oriental de acción, no le haya otorgado ningún premio a 13 Assassins, la nueva, espectacular película del japonés Takashi Miike. Viejo conocido de los seguidores del Bafici, desde los tiempos de Ichi the Killer, la trilogía Dead or Alive y Audition (la única de sus películas que tuvo estreno comercial en Buenos Aires, aunque las otras siguen circulando incesantemente en dvds piratas), Miike es famoso en el mundo del cine por su infernal capacidad de trabajo. A la manera del viejo cine clase B, Miike (50 años) ha llegado a filmar hasta cinco largometrajes por temporada y en menos de dos décadas de trabajo ya lleva dirigidos más de 80 films, la gran mayoría de bajo presupuesto y muchos incluso concebidos para el mercado de directo a video y dvd.
No es el caso de 13 Assassins, una película de gran producción sostenida por los estudios Toho y enrolada en el más clásico y estricto jidaigeki, la denominación con la cual se conoce en Japón al cine ambientado en los tiempos de los samurais. Lo curioso del caso es que a Miike siempre se lo ha reconocido no tanto por su cuidado formal como por su sorprendente inventiva visual. La sorpresa aquí en todo caso está en que sin haber resignado en nada su imaginación, su nueva película –que Toronto programó, justicieramente, en la sección Masters– es de un rigor inédito en su obra. Pareciera como si Miike hubiera querido demostrar que, con los recursos de producción a su alcance, él también está en condiciones de hacer una película clásica, con la cual rendir culto a una de las manifestaciones más tradicionales del cine japonés.
De hecho, 13 Assassins está basada en una película del mismo nombre, realizada en 1963 por Eiichi Kudo, un director casi desconocido en Occidente y de quien en julio pasado la Sala Leopoldo Lugones exhibió La gran masacre (1964), en un ciclo dedicado al cine japonés de yakuzas y samurais. Ambientada hacia 1844, en tiempos en los que aún dominaban los señores feudales denominados Shogun, que tenían sus propios ejércitos, los trece asesinos del título son unos samurais –un poco como los famosos siete de Kurosawa– que se deben enfrentar a un número de enemigos inmensamente superior, inspirados únicamente por su habilidad, su coraje y sus convicciones. Su misión es acabar con el tiránico hermano de un Shogun, que impone su voluntad a sangre y fuego, provocando la infelicidad de su pueblo. El film, que según el propio Miike no pretende atenerse a una verdad histórica, sugiere sin embargo que esa batalla fue el principio del fin del sistema feudal en Japón, abolido pocos años después.
Elegante y equilibrado en cada uno de sus planos, con una respiración narrativa que le permite ir acumulando lentamente tensión dramática, la película de Miike tiene su tour de force en esa batalla final, ambientada en una pequeña aldea rural y que dura no menos de... ¡45 minutos! A diferencia del Miike habitual, no hay aquí sin embargo regodeo alguno con la sangre: lo que impera es pura acción física, una suerte de ballet coreografiado con una precisión en su puesta en escena que el cine contemporáneo ya parecía haber olvidado.
Otra película llegada a Toronto directamente de Venecia (esta vez con dos premios bajo el brazo, el Especial del Jurado y la Copa Volpi al mejor actor para Vincent Gallo) es Essential Killing, que confirma el regreso en su mejor forma del veterano director polaco Jerzy Skolimowski. Formado junto a Roman Polanski, con quien colaboró en el guión de su primer largo, El cuchillo bajo el agua, Skolimowski comenzó a labrarse su propio nombre con Barrera (1966) y tuvo su consagración con El alarido (1978) y Proa al infierno (1985), premiadas en Cannes y Venecia, pero a partir de entonces fue abandonando el cine a favor de la pintura, al punto que estuvo más de quince años sin filmar. Dos años atrás hizo su reaparición triunfal, en la Quincena de los Realizadores, con Las cuatro noches de Ana y ahora Essential Killing ratifica que Skolimowski volvió para quedarse.
Realista y abstracta a la vez, Essential Killing comienza en unos impresionantes cañones de piedra y polvo labrados por el viento en el desierto de Afganistán. Allí, un hombre que quizá sea un combatiente talibán (una composición insólitamente creíble de Gallo) es apresado, después de una larga persecución, por tropas del ejército de ocupación estadounidense. Primero sometido a torturas (el terrible “submarino”) y luego trasladado con grilletes a un campo clandestino de detención en Europa central, el hombre aprovecha un accidente del vehículo que lo transportaba para fugarse. De allí en más, como un animal herido, guiado únicamente por su instinto, intentará sobrevivir en un medio que le es ajeno: un bosque nevado, en plena montaña, perseguido por un ejército fantasma. Y para seguir con vida no le quedará otro remedio que matar.
Física y visceral, Essential Killing ostenta una narración puramente visual y no tiene necesidad de apoyarse en un solo diálogo (aunque el sonido tiene una importancia dramática fundamental, considerando que el fugitivo ha quedado casi sordo, por causa de una explosión). Arena primero y nieve después son los elementos que le dan un imponente marco escenográfico al film de Skolimowski, que parece haber planteado su película como un ejercicio extremo: experimentar cuánto es capaz de sostener un relato que en cada escena, incluso la primera, podría ser la última, la definitiva.
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